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Un Philip Marlowe entre nosotros

Por: Mariano Savia

En 1934, Raymond Chandler publica su novela El confidente, una historia en la que da vida a un personaje que luego se hizo famoso en todo el mundo: un detective privado llamado Philip Marlowe, que en el cine fue interpretado por, entre otros, James Garner, Emmett Van Hefflin y Robert Mitchum. Chandler supo decir que si hubiera podido elegir a un actor para encarnarlo le hubiera simpatizado Cary Grant, tal vez porque su apariencia física y su actuar sereno eran el reflejo del alma del investigador.

El personaje de Marlowe era duro, pero a la vez capaz de enternecerse ante un niño desvalido o una dama en apuros. Nunca recurría a la violencia, pese a que a veces solía terminar maltrecho y poseía una manera muy particular de examinar la vida, describiendo sus sensaciones con un lenguaje colmado de metáforas con las que expresaba satisfacciones y especialmente desventuras.

En 1907 nació en Puerto Cuatreros, un pueblo cerca de Bahía Blanca, Evaristo Meneses, quien con el transcurso de los años llegó a desempeñarse como comisario inspector de la Policía Federal Argentina, el primer escaño en la carrera de los oficiales superiores de las fuerzas policiales, equivalente a la jerarquía de general de brigada en el Ejército. Este grado, además de permitir a quien lo ostenta lucir la característica gorra con copa celeste, visera dorada y hojas de laureles en las solapas, puede ser el preludio de esa meta tan ansiada por todos los que ingresan a la policía: llegar a ser el jefe.

No hay muchas fotos de Meneses con uniforme. Vestía generalmente traje oscuro, especialmente gris, y siempre usaba sombrero, y llevaba una pistola calibre 45, arma que solía palpar en su cintura casi como un reflejo condicionado. Dicen que nunca se separó de ella, pero siempre hizo todo lo posible para no dispararla. Era un hombre sano, de principios. De allí el gran respeto de sus subalternos, pares y también, aunque resulte paradójico, de los delincuentes. Estos últimos sabían que jamás los involucraría en algo que no hubieran hecho, pero que sería obsesivamente persistente para perseguirlos y probarles su infracción a la ley cuando la hubieran vulnerado.

Meneses era una persona de buena contextura física. En la década del 60, cuando importantes bandas comenzaron a operar en Buenos Aires, sus superiores lo destinaron a la división Robos y Hurtos. Por momentos se temió que la delincuencia pudiera poner en jaque a las fuerzas del orden. Pero algo significativo se interpuso en la senda de los hampones: hombres al mando del mítico oficial, a los que no se tardó en comparar con Los Intocables de Eliot Ness.

Dicen quienes lo trataron que Evaristo, el policía imponente, más de una vez buscó unos pesos en sus bolsillos para dárselos a algún desvalido que había sido detenido por su aspecto o porque no podía probar cuál era su domicilio, por la simple razón de que no tenía a dónde ir. También era capaz de apostar –aunque no mucho– a la rehabilitación de alguno que se había equivocado de camino, recorriendo el que llevaba directamente al calabozo construido en el fundo de una comisaría porteña.

“Si lo trajeron aquí porque tiene los zapatos rotos, vayan aprendiendo que si fuera un ladrón tendría puesto los mejores botines. Estos son tiempos de bandidos de guantes blancos”, dijo indignado ante la detención de un joven mal arreglado.

Hacía días que no dormía buscando al Pichón Juan José Laginestra, un peligroso maleante, autor de más de 50 resonantes atracos que, según se decía, había logrado guardar una importante fortuna producto de sus andanzas al margen de la Justicia.

Este sujeto no se parecía en nada al policía que lo seguía de cerca. Bajo, desgarbado, comenzó su carrera delictiva aquí en Rosario, asaltando una oficina en zona sur, y después nada lo detuvo, burlándose de los custodios del orden que estaban tras sus fechorías. Cuando supo que Meneses lo buscaba se cuidó muy bien de poner sus plantas en la Capital Federal. Murió seis años antes que el policía, con una ametralladora Uzi en las manos, enfrentando a una patrulla en Villa Ballester.

Desde Robos y Hurtos e Investigaciones, el Pardo Meneses siguió sin pausas su lucha contra la delincuencia organizada, esa sombra para la sociedad que según él ocupaba tanto al policía que no le permitía estudiar lo necesario para progresar en la escala social, ni disfrutar la vida, ni formar familia.

Uno de los malhechores que concitó su atención y al que persiguió sin darle quietud fue Jorge Eduardo Villarino, un hombre nacido en 1931 en Buenos Aires, apodado Rey de la Fuga porque cada vez que era puesto a buen recaudo se las ingeniaba para escapar de la cárcel.

En el lapso que mediaban sus entradas y salidas, en seis meses, perpetró treinta asaltos, llegando con el tiempo a acumular propiedades y más de seis vehículos. Escapando de la Policía argentina terminó en Italia, donde murió cuando estaba a punto de asaltar un banco en Milán. Tenía en su poder un pasaporte a nombre de Jorge Vidal, de nacionalidad paraguaya.

Los años transcurrían, implacables para el cuerpo, y Meneses solía cenar en un bar del centro su comida preferida: leche tibia azucarada, acompañada con pan tostado y queso. Dejaba sobre la barra un diario, y debajo su pistola –“por las dudas”, solía decir–, aunque muy pocas veces la usó, mientras charlaba con su brigada sobre las nuevas tareas a emprender.

Así les fue haciendo imposible la supervivencia al margen de la ley a los Locos Prieto e Hidalgo, al Bebé Guido, al Turco Charlatán y a centenares de malvivientes que hubieran podido alterar la vida cotidiana si hombres como Meneses no hubieran dedicado todos los minutos de sus existencias a combatirlos.

Para una gran cantidad de ciudadanos el Pardo fue un hombre probo, que nunca aceptó un centavo que no fuera proveniente de su sueldo, que jamás tuvo un automóvil propio y que fue protagonista de muchas anécdotas como la del acaudalado joyero, que luego de ser víctima de un millonario robo y recuperar sus pertenencias estuvo a punto de ser detenido por el policía cuando intentó darle una recompensa. También se recuerda el escruche a una famosa sastrería con sucursales en todo el país, cuando con términos no muy corteses se negó a recibir un traje como testimonio de agradecimiento por su meritoria labor al frente de sus hombres.

No obstante ello existen quienes lo infamaron, especialmente algunos profesionales dedicados a la defensa de personas imputadas de delitos.

Como contrapartida, el doctor Irineo Molina Portela, reconocido abogado penalista porteño, expresó en su momento que conoció en el ejercicio de su profesión a dos grandes jefes de investigaciones: Eduardo Santiago y Evaristo Meneses. “Si hubiera tenido una sola acusación por apremios –dijo–, sus enemigos hubieran utilizado esos argumentos. Ninguno de los detenidos que yo defendí, que pasan el centenar, lo acusaron”.

En el devenir de los procedimientos, los uniformados suelen enfrentar situaciones muy difíciles, en las que a menudo su propia vida está en juego. Ante la inminencia de una situación de crisis, cuando el representante del orden en medio de la noche divisa al delincuente armado agazapado entre las sombras, emite el mandato legal: “¡Alto, Policía!”.

No hay mayor sensación de impotencia y hasta de desamparo cuando como toda respuesta escucha un estampido y divisa el fulgor de un disparo. Ése es el momento en que el uniformado se da cuenta de que en segundos todo se puede terminar para él.

En una de esas situaciones límite en la que tras el intercambio de balazos un delincuente cayó sobre el pavimento, Meneses corrió, se interpuso entre él y sus hombres y lo cubrió con su cuerpo, al grito de: “¡No lo maten, está herido!”. Ese momento crucial fue para el criminal, en medio del dolor y la orfandad, la prueba de la existencia de Dios, y llegó a él por intermedio de quien menos pudo esperarlo: un rudo policía.

Los años siguieron pasando, el pelo del Pardo fue encaneciendo. Luego de tres décadas de servicio pasó a retiro. Siguió usando traje oscuro y sombrero tipo Frank Sinatra. Ahora se parecía al general Perón.

Al igual que Marlowe terminó ganándose la vida como detective privado. Seguía cenando leche tibia azucarada con pan y queso. En la barra lo acompañaban dos grandes amigos, de esos que se quedan hasta el final: un florista y un almacenero. Al volver a su casa, por la noche, sus ojos celestes parecían tornarse grises, cargados de recuerdos. Había esclarecido durante su carrera casi mil doscientos robos.

El 26 de mayo de 1992, en el cementerio de la Chacarita, el clarín llamó a silencio. El comisario inspector Evaristo Meneses, el policía incorruptible que supo imponer la autoridad con su prestigio, estaba siendo sepultado con honores. Como muchos grandes hombres de este mundo, murió pobre.

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