Ciudad

Signo de los tiempos

En Rosario, los moteles dejan de ser buen negocio

La actividad no crece desde hace quince años y en la zona de los hospitales están demoliendo el Castelar. Otro ícono del barrio como fue el Amenábar devino en inquilinato.


Tal vez se podría atribuir a la liberalización de las costumbres, que permite que novios y novias que no viven juntos puedan pasar la noche en la casa de los padres de uno u otra; o a que nadie se escandaliza ya cuando recibe el llamado de un hijo avisando que llevará a una amiga a dormir con él; o a que quienes pueden independizarse económicamente tienen lugar propio donde llevar a una chica (o muchacho) al que acaban de conocer y con quien han logrado plantear la alternativa de un rato de placer. Lo cierto es que los hoteles por hora, también conocidos como albergues transitorios, no parecen transitar por el auge que se podía apreciar años atrás. Hay que contar también que otro fenómeno como el de los “privados”, departamentos donde se ofrece sexo ocasional y también lugar donde practicarlo, debe haber hecho mella en el negocio de los “telos”, como coloquialmente se llama a los que un antiguo eufemismo denominaba “muebles” o “amueblados”.

El estancamiento –o la decadencia, quién sabe– del rubro queda de manifiesto en el hecho de que en los últimos quince años no se han recibido solicitudes de reconocimiento de nuevos locales, como registra la Dirección General de Habilitación de Industrias, Comercios y Servicios de la Municipalidad de Rosario. Con una salvedad: la transformación del hotel de la calle Conde 589 en albergue por horas desde octubre de 2013.

En el sentido inverso, uno de los hoteles alojamiento emblemáticos de la ciudad como fue el Amenábar abandonó hace años esa categoría y reconvirtió sus habitaciones en vivienda permanente hasta para familias que no pueden afrontar los gastos de una comodidad mayor como serían una casa o un departamento.

“El rubro albergue por horas está regulado por la ordenanza 2078/74, modificada por las ordenanzas Nº 2810/81, 6444/97, 6998/00 y 8793/11”, reseña Rodrigo Gutiérrez, de la mencionada oficina habilitadora. Como se ve, una actualización periódica de las normas regulatorias acorde a cómo se van sucediendo los tiempos y las costumbres.

Algunos de los hoteles por hora que se mantienen en actividad apelan a estrategias de marketing, algunas muy simples, otras más elaboradas, para defender su vigencia en el mercado. Aparte de servicios décadas atrás inexistentes como el video en pantalla gigante e innovaciones como las bañeras con hidromasaje o distintas modalidades de ducha (sauna, escocesa), para dar un ejemplo sencillo, incorporan otras atracciones como el menú gastronómico y hasta cocina de autor en su afán de hacer más placentero y pleno el encuentro de quienes buscan un momento de intimidad fuera de la rutina cotidiana.

No obstante, el hecho de que el número de albergues por hora no haya acompañado el crecimiento demográfico de la ciudad habla de una mutación de las costumbres que va dejando en el pasado –y a merced de la piqueta como en el caso del Castelar de Mitre y pasaje Eudoro Díaz– una institución del paisaje urbano como es el “telo”, el negocio que un aspecto sustituyó a los lenocinios de la época de Pichincha antigua.

La lenta agonía del hotel Castelar en el barrio Hospitales

El hotel Castelar fue una referencia en el barrio de los hospitales. Pintado en sus últimos tiempos de un color borravino y abrazado por una hiedra que trepaba la ochava y ambos frentes –el de la calle Mitre y el del pasaje Eudoro Díaz– como una representación de los ardientes encuentros imaginados en su interior, está rodeado desde hace un tiempo por un cerco que impide transitar por sus veredas. Es que el Castelar está siendo demolido y se pueden ver a través del recuadro de sus ventanas desguazadas los trozos de cielo que denuncian que ya sucumbió el techo, mientras que un cartel discreto advierte sobre el destino de sus gruesos muros. A doscientos metros de allí la plaza Dr. Dell’Oro, despojada de “las chicas” que allí esperaban a sus clientes, tiene otros habitantes y un poco más allá el edificio en construcción del Centro de Justicia Penal en el sitio que supo ocupar el hospital Clemente Álvarez marcan cómo va cambiando el barrio. Y su historia.

El motel da la pelea

Dentro del rubro, con otra pátina, están los moteles, adaptación criolla de los establecimientos del mismo nombre que las películas de Hollywood muestran como oasis para el viajero en interminables y desoladas rutas norteamericanas. Pero en nuestras pampas la alusión al “motel” tiene otras connotaciones. Ubicados en las afueras de los centros urbanos estos albergues suenan a trampa, a ocultamiento, a cierto sórdido ejercicio del encuentro sexual.

Sin embargo, en algunos casos, una gestión acorde con los nuevos tiempos intenta modificar esa imagen.

“Buscamos que no se vea al motel como algo oscuro, sino que también los clientes puedan salir de la rutina. Que se generen un tiempo para compartir, un lugar para revivir la pasión”, afirma Ángel, titular del conocido Las Brujas, en el noroeste de la ciudad.

Para sostener este propósito describe: “Nosotros le dimos otra vuelta a la motelería de Rosario. Remodelamos las habitaciones, que antes eran chicas, para compartir una copa, la cama y nada más, las ampliamos, y todas tienen diferentes decoraciones”.

Otros cambios también son visibles: “También comenzamos a contratar mujeres para que atiendan por intermedio del teléfono. Además, incorporamos la posibilidad de que el cliente pueda comer como en un restaurante, con un menú variado y de calidad. Para determinadas fechas como Halloween, el Día de los Enamorados y el de los Novios tenemos comidas especiales. Hay que estar permanentemente innovando para que el público venga”, resume Ángel, exponiendo la clave de la perdurabilidad.

INNOVAR Y ATENDER

“La demanda bajó”, reconoció la encargada de otro de los moteles de la ciudad, que lo atribuyó a la situación económica pero también a que los jóvenes ya no recurren como antes a estos establecimientos. No obstante destacó la fidelidad de una clientela de buen nivel económico y de “matrimonios que siguen viniendo en busca de un espacio especial de intimidad”. También indicó que las promociones, la buena atención y las innovaciones en materia gastronómica y de ofrecimientos de sex shop se anotan como indispensables en la estrategia de marketing del negocio. “Hay gente que viene y pide conocer los nuevos menúes y otras novedades. Últimamente nos piden mucho la película Cincuenta sombras de Grey”, confiesa. Es que, como todos coinciden, a la pasión hay que animarla.

El Amenábar alberga hoy otras historias

Por: Paola Cándido

El legendario hotel Amenábar, de Amenábar 1354, dejó de ser un refugio de encuentros furtivos –y en no pocos casos clandestinos– hace unos diez años. Ahora, sus sesenta habitaciones repartidas en planta baja, un entrepiso y un primer piso conforman un inquilinato en el que viven alrededor de treinta familias. Todas tienen algo en común: Rufo, el perro del vecindario, y un itinerario de quejas por las precariedades del inmueble, nunca imaginado como vivienda permanente.

Las paredes están pintadas en tonos de blanco y rosa, tiene algunas plantas y varios carteles que rezan: “Por favor, cierre la puerta, que no cierra sola” y “Evitemos riesgos, cuidémonos. Cierre la puerta de entrada”.

Nuevas intimidades

Marianela y Luis alquilan desde hace un año una habitación en la que tratan de acomodarse con Benjamín, su bebé de nueve meses. “Son todos monoambientes a excepción de los de atrás, que tienen dos habitaciones. Todos son de diferentes dueños. Es un barrio complicado”, explica la mujer, mientras entra al vecindario con su cochecito.

Otro de los vecinos, Pedro, hace seis años que vive allí, solo. Tiene cuatro hijos. “Esto es como un lugar fantasma porque no se conoce a ningún dueño. No sabemos si es una pensión o monoambiente. Lo que sí sabemos es que se convirtió en una pocilga”, desliza el hombre.

En la recorrida por el lugar, con Pedro como guía, surge la discusión de una pareja. A los gritos, el hombre se exalta: “No me dejás descansar, yo laburo. No me jodas más, dejame tranquilo”. Y subrayando sus palabras comienzan a volar objetos por una ventana.

“No te calentés –advierte Pedro–; si se matan, que se maten. Acá el problema es la droga, tenemos a cincuenta metros la villa. A mí me cobran un alquiler de 1.500 pesos mensuales, más 400 de expensas. Es una locura por cómo estamos viviendo”, se queja el hombre.

Otro Pedro, Pintos, también es inquilino del ex albergue Amenábar. Se jubiló hace tres años y hace ocho que vive allí. Tiene dos hijas y un varón, y hace unos meses que está en la búsqueda de otro lugar para rentar debido a la difícil convivencia con los vecinos.

“Estoy alquilando la habitación por medio de una inmobiliaria y renuevo el contrato cada dos años. Pero no quiero vivir más acá. Antes había otra administración y una encargada. Ahora es un desastre. Nadie le da importancia a nada porque los dueños no viven acá. No se puede vivir en una habitación con varios chicos y perros. Se plantearon estos problemas pero nadie nos brinda una solución”, reprocha.

La costurera del conventillo

Josefina Martínez tiene 92 años y hace tres que vive en el otrora escenario de encuentros fugaces, algunos de ellos “de trampa”. Nació en la ciudad correntina de Esquina, desde donde se vino a Rosario al quedar viuda, a los 22 años.

“Creeme o no, pero mi marido murió por una hechicería”, afirma, convencida.

Reta, para que la deje hablar, a Chela, la mujer que la cuida, y en el silencio que se abre habla del perro del vecindario: “Rufo es de todos”, explica, y cuenta que ya llamó a un veterinario para que venga “a ponerle una inyección para las pulgas”.

Después cuenta de su matrimonio precoz, a los 17 años, de sus cuatro hijos y de su oficio de modista. En su máquina de coser está transformando una vieja pollera en un pantalón para uno de los chicos del inquilinato y como despedida regala un “Dios los bendiga” antes de cerrar la puerta.

Una puerta que antes se abría a cualquier hora del día para que el lugar albergara por un rato la pasión y el deseo o la simple pulsión del sexo alquilado y que ahora hay que asegurarse de cerrar “para evitar riesgos”.

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