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Para no retornar a julio de 1942

Por: Mariano L. Savia

Los nuevos uniformados, integrantes de la segunda promoción de auxiliares de seguridad de 2010, se encontraban pulcramente acomodados en las butacas del teatro El Círculo. Cuando se levantó el telón se vio a las autoridades que presidieron la ceremonia.

En los palcos, familiares de los jóvenes de ambos sexos no se perdieron un instante del acto.

Tal vez éste sería el último tiempo en que todos los egresados del Instituto de Seguridad Pública de la provincia de Santa Fe estarían juntos. Los caminos de la vida son diversos, especialmente en la ardua misión que les espera, y las posibilidades de reencuentro, escasas.

Pero esta historia está lejos de comenzar el día en que los lozanos agentes ingresaron como alumnos a las aulas de la antigua edificación de Alem 2050. Viejos muros, con soportes tan macizos que ampararon por años a jóvenes, casi niños, que luego serían los futuros jefes de la Policía de la provincia e integrantes de sus planas mayores.

El edificio, construido copiando los cuarteles de la Legión Extranjera francesa, fue el hogar de miles de cadetes, integrantes de generaciones de oficiales de parecidas edades, orígenes y culturas. Todos tuvieron en claro al habitarlo que uno solo de ellos sería el jefe treinta años después, y los otros cumplirían con toda diligencia sus mandatos.

Los integrantes de la segunda promoción seguían entre atentos y ansiosos el desarrollo del ceremonial.

La construcción de la institución

El martes 7 de diciembre de 2010 –la fecha de esta colación de grados en el teatro El Círculo–, tuvo su preludio el 25 de julio de 1942, cuando ya caían las primeras sombras de la noche. Dos agentes de policía, adscriptos a la Guardia Especial, se desplazaban por la confluencia de las calles Mitre y Catamarca. Llevaban arrestados a dos individuos que habían sido sorprendidos poco antes en los alrededores cuando merodeaban despertando sospechas. Los trasladaban a pie hacia la comisaría 2ª, donde el oficial de guardia dispondría el temperamento a seguir con ellos. Eran épocas en que el rondín se constituía en la tranquilidad por excelencia de los ciudadanos y una vecina había alertado sobre la presencia de los extraños.

Los uniformados no portaban armas; sólo contaban con un espadín y su prestancia. Eran tiempos en que la autoridad se imponía únicamente por la estampa. En un momento dado apareció un camión, ambos individuos emprendieron veloz carrera y subieron al estribo, desde donde desenfundaron sendas armas de fuego. Ante el intento de uno de los agentes por frustrar la huida, se escuchó un estampido que anunció el disparo que le quitó la vida.

Una familia quedó destruida como consecuencia del cobarde ataque. Una madre debió hacer frente a la educación de sus hijos sin la protección de su compañero.

El hecho impactó fuertemente en la opinión del público y desnudó la desprotección en que se encontraban los humildes servidores públicos, fundamentalmente en la falta de contenidos en su preparación académica y operacional.

Suboficiales veteranos se encargaban de entrenar a los nuevos vigilantes, pero muchos no habían terminado sus estudios primarios. La mayoría de los jefes acreditaba sólo una discreta sapiencia. Algunos provenían de familias tradicionales y habían tenido acceso a una formación pedagógica que los presentaba como hombres cultos. Pero la institución y la sociedad coincidieron en que era imperioso contar con una academia que instruyera a quienes se constituían en avanzada contra el crimen y en la que se les dotara de mayores conocimientos técnicos y científicos.

El comisario inspector Antonio Rodríguez Soto, descendiente de un capitán de alabarderos de los reyes españoles, era mencionado frecuentemente en las crónicas policiales por sus sostenidos éxitos en la lucha contra el delito. Acababa de destruir la organización de varias “escuelas de baile”, que por ese entonces escondían una trama de prostitución y trata de blancas, y aquella tarde aguardaba en la antesala del jefe de Policía, quien lo había citado de urgencia. Cavilaba sobre qué nueva misión le encargaría, pero no se sorprendió cuando Ángel Bonifacio del Frade le ordenó la organización de la primera escuela de Policía de la provincia: “Tiene sesenta días, señor comisario inspector, para que esté en funciones un instituto para el perfeccionamiento de quienes hoy están en los tercios, como también de aquellos que teniendo vocación de servicio deseen llenar los cursos que le permitirán realizar una tarea digna y de provecho”.

Comentan quienes fueron testigos de esa jornada memorable que Antonio Rodríguez Soto, quien años después sería jefe de Policía y más tarde cónsul del Servicio Exterior de la Nación, volvió alborozado a su oficina, y el 12 de octubre de 1942 se convirtió en el primer director de la escuela que por mucho tiempo llevó su nombre, que fue modelo entre sus afines y que en sus inicios se encontraba en el predio de Arijón 420.

Eligió a un muy buen equipo de colaboradores: el maestro normal y comisario Silverio Bermúdez como primer subdirector, y el futuro jefe de Policía y comisario general Fermín de Isla como regente. A este funcionario ejemplar se deben leyes y reglamentos policiales que aún perduran.

La Policía de Rosario ponía en funcionamiento, con el apoyo de estas distinguidas personalidades, un meritorio cuerpo de profesores y de la ciudadanía, que había colaborado con todos sus medios para instalar en tan poco tiempo el instituto, un lugar donde no sólo se impartirían lecciones de ciencias policiales sino también los instrumentos necesarias para que el valor, el honor, la honestidad, la dignidad y la disciplina fueran el ornato de todos quienes pasaran por sus claustros.

El jefe Del Frade siempre sostuvo que la reforma que introducía de ninguna manera estaba destinada a quebrantar la estructura de la repartición formada por el esfuerzo de dignos jefes, antiguos y capacitados oficiales.

También exhortó a que la obra fuera respetada y estimulada por otros jefes que lo sucedieran. “Esa fe se afianza especialmente en el convencimiento de que las instituciones de existencia necesaria, son indestructibles –reflexionó–, porque han recibido como bautismo las bendiciones de Dios y el calor del pueblo”.

El mandato de la hora

El sostenido aplauso se escuchó en todos los ámbitos del teatro. La promoción 2010 se había graduado.

Una remembranza impregnaba el ambiente, era ineludible: la evocación del sexto policía muerto este año en Rosario. El agente Ramón Agustín Flores, asesinado horas antes, al responder a un pedido de auxilio a bordo de su moto intentó evitar un asalto en Funes. Gozaba de la misma confianza que aquellos policías de antaño. Todos los vecinos tenían su número telefónico. Patrullaba las calles de lunes a lunes. Dejó sola a su esposa, con la que compartía la esperanza de una familia.

En el foyer del teatro, un oficial con soles sobre sus hombros, visera dorada y hojas de roble en las solapas –los líderes policiales jamás olvidaron que una vez fueron cadetes de la Escuela Antonio Rodríguez Soto–, saludó con un fuerte apretón de manos a un camarada y, mirándolo a los ojos, aseveró: “Es nuestro deber hacer todo lo posible para no retornar al 25 de julio de 1942”.

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