La expresión “diálogo democrático” constituye quizás uno de esos lugares comunes de permanente invocación, fundamentalmente en el campo político, que pareciera dar por sobreentendidas muchas de sus características más salientes. Pero no hay que llamarse a engaño puesto que, sabido es, la simple invocación no supone necesariamente su plena vigencia, ni que el auténtico diálogo democrático tenga asegurada “carta de ciudadanía” entre nosotros.
Conviene aclarar, por otra parte, que si bien es cierto que para muchos el diálogo democrático es el modo que mejor combina con una sociedad pluralista en orden a establecer lo permitido o lo prohibido o, si se prefiere, lo que constituye un bien para la persona y la sociedad, de ello no se sigue que para participar de tal mecanismo haya que hacer profesión de fe relativista, renunciar a verdades últimas o a la existencia de ciertos fundamentos inmutables de la sociedad. En otras palabras, se puede adscribir al diálogo democrático como mecanismo, sin necesidad de caer en un relativismo moral.
Igualdad
Jürgen Habermas, filósofo alemán contemporáneo y, para algunos, el padre filosófico de la Alemania posnazismo, considera que el diálogo democrático constituye el procedimiento a través del cual una sociedad posmoderna establece, llegado el caso, lo que está bien y lo que está mal (o lo que es justo o injusto, permitido o prohibido). Pero, como buen teutón, nos dice que ese diálogo debe cumplir ciertas reglas, y que si esas reglas no se cumplen, la ley que así se apruebe carecerá de legitimidad, pese a ser sancionada por un parlamento.
Entre tales reglas sobresale, según el filósofo citado, la del acceso igualitario al diálogo, vale decir, que todos los que dialogan lo hagan no sólo con plena libertad sino en un plano de igualdad, de manera que toda la sociedad pueda escuchar esas opiniones diversas. Y esa igualdad debe garantizarse a la hora de repartir, por ejemplo, espacios televisivos, radiales, de la prensa escrita, etc. En aplicación práctica de esta regla, cuando la sociedad alemana discute temas polémicos, todas las voces tienen igual acceso a los medios de comunicación estatales. Entre nosotros esta regla de igualdad de la cual somos testigos, cada dos años, cuando la televisión cede gratuitamente espacio para todos los partidos políticos, lamentablemente no se aplica cuando se discuten temas de la agenda pública.
Opiniones y juicios
Ahora bien, más allá de lo dicho respecto de garantizar la igualdad de quienes participan del diálogo, podríamos preguntarnos: en una sociedad democrática ¿todas las opiniones tienen el mismo valor? Lo preocupante pasa por advertir que la respuesta suele ser afirmativa y acaso exista al respecto una confusión perniciosa para la misma democracia. Porque si bien no hay dudas respecto de la absoluta libertad para que todos los ciudadanos emitan su opinión (aunque mejor sería que se expresaran juicios racionales y fundados antes que meras opiniones antojadizas), de ello no puede inferirse, automáticamente, que todas esas opiniones valgan lo mismo. Si todas las opiniones valieran exactamente lo mismo, al igual que en el tango “Cambalache” (“lo mismo un burro que un gran profesor”) eso ya no sería una democracia sino una demagogia.
Quizás un ejemplo ayude a reforzar la idea. Si el tema a debatir consiste en analizar las ventajas y desventajas del uso de la energía nuclear, el juicio que al respecto diera a conocer un físico nuclear graduado con honores, no vale, ciertamente, lo mismo que la opinión de un abogado o un comerciante, pese al derecho de éstos a formular sus respectivas hipótesis. En suma, el derecho a formular una opinión no se le niega a nadie, pero en una democracia auténtica, ni el gobierno, ni el electorado, ni los padres de familia, etcétera están obligados a dar el mismo valor a cualquier opinión. No es discriminación injusta, sino sensatez.
Diálogo y humildad
Otra regla de oro del diálogo democrático radica, aunque a quienes dialogan les cueste admitirlo, en tener la suficiente humildad para reconocer, llegado el caso, el propio error, o en todo caso, que se carece de argumentos para refutar al adversario. Si, por el contrario, lo que se busca es imponer el criterio propio a los gritos, sin códigos ni respeto por el otro, entonces podremos seguir llamando a ese mecanismo “diálogo”, pero en realidad será una mera superposición de monólogos, que ciertamente nada tiene de democrático.
Este requisito se vincula con la característica anterior, en cuanto a que no todas las opiniones sobre un tema merecen la misma consideración. En el ejercicio argumentativo y contra-argumentativo que el diálogo supone habrá, posiblemente, verdades suficientemente demostradas en campos de las ciencias duras, y el obstinarse en esgrimir lo contrario, lejos de enriquecer el diálogo denotaría flaqueza de argumentos. Algunos ejemplos de esto último sería el negar la existencia de la ley de la gravedad o la ordenada alternancia de las estaciones del año.
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