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El peregrino y la casa de locos

Por: Carlos Duclos

¿Detenerse ante la piedra para explicarle por qué se mece el follaje por el paso del viento? ¡Vana tarea! E inútil trabajo es intentar persuadir a ciertos seres humanos sobre determinados sucesos y circunstancias, o sobre la necesidad de que cambien su punto de vista o actitud. Hay un cuentito muy interesante y antiguo que viene al caso. Iba un peregrino, allá por el año 1756, por el camino de Santiago rumbo a Compostela, en España. Debía llegar a la famosa y bella ciudad sobre el inicio de la semana, exactamente al mediodía. Allí se encontrarían, en una conocida posada, él y cuatro mercaderes a los que vendería cinco piedras preciosas, únicas en el mundo, y con cuyo producido tenía planificado el buen hombre comprar una hacienda en La Coruña.

Una tarde, mientras conducía su carruaje, se detuvo para descansar un rato y advirtió que justo enfrente de él había una “Casa de locos”. Le llamó la atención que en el patio un hombre hacía ademanes como si tratara de embocar unas piedrecillas en un agujero imaginado en la tierra.

El comedido se acercó con el propósito de inquirir qué cosa estaba haciendo. “Trato de acertar las piedras en esa enorme boca”, dijo el loco. El viajero se pasó toda la tarde tratando de hacerle entender al alienado que allí no había agujeros y que no tenía piedras. “Eso es imposible –le respondió- allí hay un agujero y cada piedra que arrojo cae en él”.

El comerciante por fin quiso hacer una demostración contundente y sacó sus pequeñas, preciosas, y brillantes piedrecillas como el mismo sol, y comenzó a arrojarlas una a una. Quiso la mala suerte que una bandada de pajarracos se posara en ese instante en el lugar que habían caído las piedras, las picotearan y las tragaran. Desesperado, el peregrino corrió tratando en vano de capturar a las aves que volaron raudamente mientras el loco gritaba de alegría: “¡Se las tragó el agujero!”. Desde luego, no hubo encuentro de mercaderes, ni venta, ni hacienda.

En el camino de la vida suelen suceder cosas semejantes y por eso el buen juicio indica que aquél que tiene un propósito concreto, pasible de ser alcanzado, no puede detenerse ante la roca para explicarle por qué se mueve el follaje al paso del viento. Para decirlo de otra forma: “No le arrojes perlas a los chanchos, no sea que se vuelvan y os despedacen”. O para hacerlo más contundente: es imposible labrar y sembrar en la mente de ciertos seres humanos. Así por ejemplo, hay casos notorios en donde todo esfuerzo de diálogo y entendimiento se torna inútil. Es inútil persuadir a la casta de dirigentes argentinos sobre la necesidad de que cambien su actitud respecto del pueblo; es inútil convencer a un mezquino empresario de que la renta debe distribuirse justamente y es vano el trabajo de hacerle saber a un resentido consuetudinario, a un violento, a un confrontante compulsivo, a un soberbio, que el amor es mejor. No lo entenderán y seguirán siempre arrojando piedras que no existen a un agujero invisible.

Descartes decía que dos cosas contribuyen a avanzar: ir más rápido que los otros o ir por el buen camino. Todo lo demás supone, en ocasiones, caer en la desgracia de ese peregrino que arrojó sus piedras preciosas para que unos pajarracos se las tragaran. Para ser más precisos, como Quijote: en la vida hay que seguir cabalgando, aunque algunos ladren; hay que seguir caminando, a pesar de las piedras.

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