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Día Nacional de la Prevención del Abuso Infantil

Por: Lic. Dorcas Bressán

Hablar hoy, en el siglo XXI, acerca de los derechos del/la niño/a y de l@s adolescentes parece una redundancia. Y sin embargo no lo es, quizás porque hablar en demasía no signifique que se cumplan sino que, tal vez, en la misma medida que se habla, se los oculta.

El dolor de los cuerpos que gritan en silencio es el peor de los destierros, la destitución de la infancia, infancia que de allí en más será errante y muy probablemente ha de padecer las consecuencias de tal destitución. Destitución y destierro que no es cualquier destierro ni destitución, sino la más dolorosa en la constitución subjetiva: el abuso sexual infantil.

Las miserias humanas que algunos hombres y mujeres somos capaces de cometer contra nuestr@s semejantes, el abuso sexual infantil, y/o el abuso en toda la amplitud de su palabra, les roba la magia, los sueños, y esos horizontes hacia los que caminar.

Sus cuerpitos, al igual que su subjetividad, se percibirán fragmentados. Han de cargar con un silencio que no es cualquier silencio, es el de la complicidad que los convierte en sucios, porque no es el secreto de sus amig@s aquellos que los hacen soñar, jugar y reír junto a sus pares. El silencio del que forman parte es el que los hace sentirse suci@s y con miedo, ya que generalmente son amenazad@s de que si lo cuentan nadie les creerá. O, peor aún, l@s culparán.

La cultura androcéntrica produce y reproduce ejercicios de dominación de un@s sobre otr@s, y el abuso sexual en la infancia y en la adolescencia es su expresión más perversa.

A quienes perpetran estos hechos, no podemos justificarlos recordando que lo hacen porque muy probablemente a ellos se lo hicieron. Lo cierto es que no es ése el modo de cortar la cadena de la violencia. Por ello es muy necesario e imprescindible que l@s adult@s creamos los relatos de los/las niñas/os y luego hagamos la denuncia correspondiente. Son delitos que no pueden ni deben quedar impunes, aunque frecuentemente muchas personas en el ámbito familiar tienden a silenciarlos, negando estos hechos y tratando de minimizarlos. Cuando esto pasa las víctimas vuelven a ser destituidas de su infancia y se convierten en niñ@s tristes, que se van aislando, teniendo serias dificultades para estar con otr@s, buscando enmendar el desamparo en el que han caído, como también entender lo que les sucede: infancias y adolescencias vulneradas.

La denuncia hace que estos hechos no queden impunes. Éste es el primer intento de reparación, ayudando a diferenciar qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. Allí estamos construyendo límites, y no son los límites que algunos sectores de la sociedad reclaman, de afuera hacia adentro sino desde adentro hacia afuera. La denuncia y el procedimiento en los ámbitos de la Justicia tienen que ver con una ética de los valores.

Si pensamos que esto pasó siempre estamos siendo cómplices de quienes llevan a cabo estos hechos.

Si elegimos adherirnos a la Convención de los Derechos del/la Niña/o, no debe ser algo meramente formal sino un compromiso genuino con convicción de que esto no debe suceder y que si sucede merece un castigo.

Esta adhesión nos ha permitido un avance en lo que hace a derechos de l@s niñ@s y adolescentes, aunque en el de abuso sexual aún falta mucho por avanzar. Dudamos de que haya una clara conciencia del verdadero daño que se les causa a las víctimas de abuso, que va creciendo de modo notable y preocupante, ya que se suman a estos modos perversos de acercarse a la infancia, por ejemplo, el mal uso de la tecnología a través de internet, como también la acción de los diversos medios de comunicación que van legitimando y naturalizando la prostitución como un modo más de consumo.

En ellos los cuerpos de las mujeres son claramente fragmentados, vendiéndose junto a diversos productos.

Por eso, para evitar algo de estos abusos es de suma importancia y necesidad que en las escuelas se enseñe Educación Sexual como modo de prevención, ya que en la medida que educamos estamos señalando/indicando y previniendo situaciones traumáticas.

Ese maltrato, esa destitución de la infancia, les producirá una perturbación en la relación con su cuerpo. Sentirán que será necesario esconder, limpiar, porque ¿qué habrán hecho para que les pase esto?

Esta cultura androcéntrica muestra a cada paso sus modos metamorfoseados, y hoy mientras se proclaman los derechos de los y las niñas/os, es muy necesario ir más allá de una formalidad en sus enunciados y es exigir su cumplimiento.

Surge una tensión necesaria entre el cumplimiento de los mismos y nuestros deberes como adult@s, a los que no debemos claudicar, que es nuestro ejercicio de ser padres y madres. Es necesario que exista la diferencia generacional, que es aquella que nos permite crecer. Cuando ella se desdibuja la infancia queda a la deriva y nuevamente aparece la vulnerabilidad. Luego, ante la vulnerabilidad aparece la imperiosa necesidad de sobrevivir, y ese sobrevivir lleva a esos niñ@s y adolescentes a situaciones de riesgo para su vida. Son frágiles, y esta fragilidad los torna en objeto para algún otro que se arrogará para sí el poder de un “supuesto cuidado”, con ese aire paternal, heredero de esta cultura milenaria patriarcal. Será necesario entonces, interrogarnos a diario acerca del cuidado de quienes se acercan desde un lugar “familiarmente conocido”.

El abuso sexual infantil produce un trauma dentro de la constitución subjetiva, y no es cualquier trauma, pues, si quienes deben cuidar de ell@s realizan hechos aberrantes, entonces, ¿quién cuida y protege cuando se borran estos límites?

Allí hay un orden legal que cae, y ese orden es necesario restaurarlo mediante la denuncia. Y para quien ha padecido el abuso será necesario un espacio de terapia en el que pueda trabajar y elaborar el trauma, el duelo.

Las marcas quedan cual cicatriz en el cuerpo, pero al ser elaboradas les ofrecemos la posibilidad de reparar algo de lo caído, restableciendo un orden legal que le permitirá al niño y/o niña anudar-se al orden simbólico existente.

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