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Debatir por norma o como excepción

Por Luis Novaresio, especial para El Ciudadano.

Hoy no hay margen para el disenso. Como pocas veces en la historia democrática argentina, reiniciada en 1983, la posibilidad de argumentar distinto al pensamiento dominante se ha reducido a la mínima expresión. Se engloba dentro de este concepto de “pensamiento dominante” al discurso oficial de los que ostentan el poder legítimamente adquirido en las urnas. A nivel nacional, especialmente, pero también a nivel local.

Quizá sea el motivo de esta distorsión una mirada parcial de lo que implica la mayoría en los gobiernos democráticos. Las administraciones nacidas de la elección popular representan a los que más votos obtuvieron, es cierto, pero con respeto y consideración de las minorías. Es raro que una gestión como la que actualmente ejerce el gobierno desde la Casa Rosada que supo, por ejemplo, atender a las minorías excluidas por razones de orientación sexual o aquellas olvidadas de la atención previsional por la devastadora década de los 90, olvide el concepto de escuchar, al menos, a los que no aparecen en el 54 por ciento de los votos. Que, de paso y aun cuando sea de Perogrullo, implican un 46 por ciento. Nada menos.

Hoy no hay margen para criticar sin ser corrido, de un sopapo, a la vereda de enfrente: a la de los infames traidores del modelo. Y no se habla sólo desde lo político, en donde directamente la osadía de mirar distinto cualquier hecho, aunque sea el más banal, garantiza vestir el traje de enemigo que merece ser doblegado hasta la humillación pública. Se piensa en cuestiones técnicas, desapasionadas de cualquier atisbo electoral o que provoque un punto más o menos en la consideración de las encuestas, la biblia pagana a la que se debe rendir culto y devoción.

La sesión del jueves pasado del Senado nacional, en donde se dio media sanción a la expropiación de la imprenta Ciccone Calcográfica, fue el claro escenario de lo que se dice. “El proyecto no se toca ni en una coma”, argumentó sin ponerse colorado el senador oficialista Miguel Ángel Pichetto. De nada sirvieron las buenas argumentaciones de senadores como Liliana Negre o María Eugenia Estenssoro sobre la turbiedad del proceso en el que no se conocía ni al dueño de la compañía expropiada o la torpeza de invocar una quiebra que no existía. En nada tampoco ayudaron las sonoras ausencias de los santafesinos Roxana Latorre y Carlos Reutemann, que empujaron aún más las mayorías del oficialismo. No se toca ni una coma, parece ser el lema de estos días, sea para un texto de ley, para un discurso de atril o para un pensamiento militante sostenido por un batallón de mayorías.

El Código Civil

Sería peligroso que semejante leit motiv inspirase el tratamiento de un monumental y bienvenido proyecto como la unificación de los códigos del derecho privado argentino. Con convicción por lo que se dice, pero también con la necesidad de remarcar a los gritos que se está de acuerdo con la iniciativa (no vaya a ser cosa que, sin más, se nos considere opositores pagados por un magnate monopólico), no es menos cierto que sería necesario que semejante idea jurídica admitiese un debate en el Congreso. Pero un debate con el sentido propio de la discusión. Un intercambio de ideas que crea que quien está del otro lado de la tribuna puede tener una cuota de la razón. Si lo que se va a hacer es dejar hablar para que nada cambie, eso es no tocar una coma adornado con mucha palabrería. Alguna vez la presidenta se definió como hegeliana pura. Fue este filósofo alemán el que proponía una teoría del conocimiento basada en la tesis y la antítesis, pariendo desde ellas una síntesis superadora de idea. Es verdad, también, que Hegel abrió el camino al pensamiento más hegemónico que se conociera años después a su trabajo. Pero uno está convencido de que éste no es el caso.

Dos particularidades, ínfimas, nacen del proyecto presentado y que quizá sirvan para saber si hay ánimo de debate y de disenso. Una atiende al matrimonio civil que, como es conocido hasta hoy, desaparece. No hay más deber de convivencia entre los cónyuges ni exigencia de fidelidad. Y aquí no hay metáfora: así lo prevé la reforma. Nadie puede negar el profundo y positivo avance que ha implicado la legislación nacida en la gestión que comenzó en 2003 cuando incorporó, por un lado, el matrimonio igualitario y, por el otro, la protección de la asignación universal. Esto fue un enorme paso. Revolucionario, si se quiere en la gramática del “modelo”. Pero es raro que, so pretexto de modernización y progresismo, se crea que es razonable proponer que uno pueda casarse para no convivir u olvidar un mínimo concepto de apego familiar. Soy de los que creen, como el gran Rodolfo Fogwill cuando le preguntaban sobre el matrimonio homosexual y moderno, que era raro pregonar que se libera a un oprimido dándole la facultad de encarcelarse en una institución de dominio como el matrimonio. Pero como nadie puede alegar su propia torpeza, es raro que se proponga casarse para no convivir y que a eso se lo llame matrimonio. ¿No es un exceso de prepotencia progresista? Bienvenidas las protecciones a las uniones convivenciales de hecho y a los derechos individuales olvidados. Pero forzar un concepto por capricho de mayorías suena demasiado. “No se toca ni una coma”, dijo sin usar las mismas palabras uno de los integrantes del oficialismo cuando se lo consultó sobre el particular.

El otro aspecto es considerar a los menores con derecho a intervenir en las decisiones que les afectan desde temprana edad. La capacidad civil plena se seguirá obteniendo a los 18 años pero se podrá opinar, por ejemplo, con obligación de ser respetado sobre su educación (si le gusta o no la escuela a la que concurre), sobre los tratamientos médicos a los que debe ser sometido (si acepta o no una operación o un tratamiento de endodoncia) desde los 10 años. A la par, se extiende la obligación de recibir alimentos de sus padres hasta los 25. ¿No hay allí un contrasentido? Se adelanta la madurez para decidir pero se extiende el ala protectora de sus padres hasta la posadolescencia o juventud. Desde ya que no se admite, de ninguna manera, discutir a la par de este tema del derecho civil si el mismo menor que opina de su escuela puede entender un delito penal a la misma edad.

Son ejemplos pequeños de lo que podría ser un gran territorio de debate. Ejemplos, signos demostrativos de esta clausura del disenso. Ojalá que el tratamiento del proyecto de unificación de los códigos Civil y Comercial sea el comienzo de una nueva etapa nacional en donde debatir sea la norma e imponer sea la excepción. Porque será mucho más que una iniciativa de ley. Implicará un síntoma de mejor democracia o ausencia de ella.

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