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Reflexiones

Debate sobrevaluado en medio del debate constante


El sciolismo apeló este miércoles a la vocería del diputado provincial bonaerense Guido Lorenzino para hacer saber que su candidato no participará de debates con los demás postulantes a la presidencia. Anteanoche, otros íntimos de Daniel Scioli confirmaron ese adelanto que no hace más que expresar una vieja rutina de las campañas electorales: el que va ganando no debate. Scioli cree que gana y entiende que no hace falta apelar al debate, que no es otra cosa que un recurso proselitista que, como tantos otros, se usa si se logra con eso un objetivo. En este caso, el candidato cree que no le hace falta para alcanzar lo que pretende: ganar las presidenciales.

Desde la oposición, como se esperaba, sus contrincantes salieron a mortificarlo por esa negativa, aprovechando el clima que creó la publicidad de los debates (uno del monopolio, por TN, el otro de una entidad privada que propone hacerlo en la Universidad y pasarlo por la TV estatal).

La presión sobre la opinión que ejerció esa publicidad del producto llamado debate armó la pinza: si Scioli no debate es porque arrugó, y si debate es porque se quebró. Un clásico del razonamiento dilemático.

Los debates presidenciales son otro mito de la fantasía criolla, porque decir que en la Argentina no se debate es una simpleza. La política, los personajes y las consignas se discuten las 24 horas del día, en blanco y negro y en color, en directo y en diferido, hasta producir el hartazgo del público.

Los candidatos y no candidatos hablan mañana, tarde y noche por radio, TV, internet, mandan mensajes, tuits y otros productos de la intimidación pública. ¿Hay algún marciano en la Argentina que ignore lo que piensan Scioli, Mauricio Macri, Sergio Massa, Aníbal Fernández, Mariu Vidal, José de la Sota y siguen los nombres? ¿Necesita el público verlos enfilados detrás del atril para resolver si los vota o no?

Creer eso es ignorar que el público ya sabe qué va a votar y que sólo una franja volátil del electorado –sobre la que bombardea el marketing político– puede modificar su voto hacia uno u otro lado.

Los debates tienen prestigio por la costumbre de países como los Estados Unidos o Brasil, pero se engaña quien crea que su bonanza o malandanza depende de que hubiera debate presidencial. En esos países, el público no está sometido las 24 horas al esmeril de los talking heads que hacen fila en las radios y canales cerrados y abiertos para predicar su mensaje. Hablan candidatos, ganadores, perdedores, ministros, legisladores, cada tanto presidentes –la actual mandataria tiene una cadena nacional que emplea con una liberalidad que irrita a los opositores–. Dicen lo que piensan, lo que no piensan, acusan, se defienden, explican proyectos, critican los de otros, insultan, califican, descalifican en una marea que, además, no se limita al lapso de las campañas electorales. La Argentina vive en campaña permanente, o sea en debate permanente.

Con ese panorama, creer que un debate puede cambiar algo es una ingenuidad. O una picardía de las televisoras que están detrás del negocio de las emisiones –algo dudoso, porque cuando al productor de Marcelo Tinelli le ofrecieron hacer debates respondió que ellos buscan rating, no dormir al público– o los opinadores de las ONG que propician estos entretenimientos que, organizando debates, se invisten como jurados que toman examen a los políticos.

Dicho kirchnerísticamente, el debate es una privatización de la conversación política.

También les convienen los debates a los candidatos que desafían a los que se presumen ganadores: les da tribuna, aire, conocimiento, oportunidad de visibilidad, algo tan valioso en ese oficio.

Forzar además a los políticos a actuar en debates es someterlos a una prueba que no demuestra nada sobre su condición, capacidad o idoneidad. Es como forzarlos –y quizás sería más útil– a un examen médico, o de alguna destreza útil para el ejercicio de los cargos, como correr aunque fuera una media maratón, o sus conocimientos de primeros auxilios o de derecho constitucional.

¿Y si alguno de los candidatos no tiene el perfil, la elegancia, el tipo que prefiere el público? Ya los políticos abusan del maquillaje, los elevantores –diría un veterano– la tintura de pelo y la vestimenta. Pero, ¿y si ni eso hace pasable a un postulante que fuera, imaginando una galería universal de feos, como Peter Lorre, Edward G. Robinson o el llorado Nathán Pinzón?

¿Y si algún candidato tuviera una discapacidad en el uso del habla, o un tic que produjera risas o nervios en el público? Hay candidatos en estas elecciones que han demostrado gran capacidad política, pero que son tartamudos, o cuadripléjicos sin capacidad de habla, condiciones mucho más dificultosas para navegar en política que las discapacidades que por accidente tienen los exitosos Scioli o Gabriela Michetti, sometidos por su condición a un conmovedor esfuerzo de superación de las contrariedades.

De Richard Nixon se recuerda que perdió las elecciones ante John Kennedy porque iba a la TV sin tiempo para afeitarse y tenía tanta testosterona que la barba le crecía varios milímetros en pocas horas. De Hipólito Yrigoyen, dos veces presidente, se cuenta que nunca hablaba en público, por timidez o porque se sentía intimidado por las multitudes que, pese a todo, lo votaron y lo convirtieron en una leyenda de masas. ¿Y si lo hacían debatir?

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