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Esto que nos ocurrió

A 46 años de la Guerra del Fútbol

En julio de 1969, las eliminatorias para el Mundial de México 70 encendieron la chispa entre El Salvador y Honduras.


Cuentan que el nombre se lo puso un diario mexicano para vender más ejemplares. Luego, el recordado maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski lo inmortalizó como título de uno de sus libros de reportajes sobre diversos conflictos latinoamericanos y africanos. Lo cierto es que la denominada Guerra del Fútbol fue un conflicto bélico que enfrentó, hace 46 años, a El Salvador y Honduras, dos países centroamericanos gobernados por sendas dictaduras militares, y que dejó más de 6.000 muertos –en su mayoría civiles hondureños–, unos 200.000 heridos y 150.000 desplazados.

Se la llamó la Guerra del Fútbol porque las hostilidades se iniciaron bajo el pretexto de las eliminatorias para el Mundial de México 1970 que enfrentó a ambas naciones centroamericanas.

El polaco Kapuscinski (1932-2007) plasmó con lujo de detalles los pormenores de ese conflicto y le dedicó un capítulo de su libro homónimo. En su carácter de corresponsal en el extranjero de la Agencia de Prensa Polaca, el autor de Viajes con Heródoto vivió las hostilidades en directo y pudo ver que aunque el fútbol no fue la causa principal de la guerra, sí fue la chispa que encendió la gran hoguera de la violencia y el terror.

Ocurre que la situación social en ambos países era explosiva y los militares gobernantes buscaban una salida conveniente para los grupos en el poder. Así, la razón intrínseca del conflicto fue una iniciativa de la dictadura hondureña de llevar a cabo una reforma agraria. Los latifundistas controlaban la mayor parte de la tierra cultivable en El Salvador y esto llevó a la emigración constante de campesinos pobres a regiones de Honduras cercanas a la frontera.

Hasta que en 1969, ante las exigencias de tierra por parte del campesinado de Honduras, la dictadura se vio forzada a realizar una reforma agraria. Para ello expropiaron y expulsaron a los salvadoreños que habían vivido ahí durante años. Esto generó una persecución de salvadoreños en Honduras y un regreso masivo de unos 300.000 agricultores a El Salvador, donde no tenían nada. Esta escalada de tensión fue aprovechada por las dictaduras de ambos países para orientar el creciente malestar de sus respectivos pueblos hacia afuera, hacia un enemigo externo. Los medios de comunicación de ambos países jugaron un rol clave, alentando el odio entre hondureños y salvadoreños.

En el medio, la pelota

A comienzos de junio de 1969, y mientras las relaciones diplomáticas entre Honduras y El Salvador se deterioraban cada vez más, las selecciones de fútbol de ambos países centroamericanos se preparaban para jugar la clasificación para el Mundial de México 1970.

En ese marco, las pasiones futbolísticas fogoneadas por los dictadores exacerbaron el orgullo y el patriotismo mal entendido, lo que provocó que antes de que comenzaran a sonar las metralletas y las bombas, la pelota y el campo de juego ya sirvieran como precedentes a la batalla. El primer encuentro de las eliminatorias entre Honduras y El Salvador se disputó con un clima caliente en Tegucigalpa, la capital hondureña, el domingo 8 de junio de 1969.

Un día antes del encuentro, la selección salvadoreña llegó a la capital del país vecino. Una vez en el hotel, miles de aficionados hondureños no pararon de insultar y molestar a los futbolistas rivales. De hecho, los jugadores pasaron toda la noche en vela mientras enfervorizados hondureños lanzaban contra sus habitaciones petardos y cohetes. Al día siguiente, los salvadoreños saltaron a la cancha muertos de cansancio y al borde del colapso nervioso. Soñolientos, no aguantaron la presión y cayeron por 1 a 0 sobre la hora.

Lo que ocurrió después fue narrado así por Kapuscinski: “Amelia Bolaños, de 18 años de edad, estaba sentada delante del televisor en El Salvador cuando el delantero hondureño Roberto Cardona anotó el gol en el minuto final. Ella se levantó y corrió al escritorio donde estaba la pistola de su padre y se disparó en el corazón. «La joven no pudo soportar ver a su patria perder», escribió un periódico de El Salvador el día siguiente. Toda la capital participó en el entierro televisado de Amelia Bolaños. Una guardia de honor del ejército marchó con una bandera al frente del entierro. El presidente de la república y sus ministros caminaron detrás del ataúd cubierto con una bandera. Detrás del gobierno venía la oncena del equipo salvadoreño que había sido abucheado, burlado y escupido en el aeropuerto de Tegucigalpa, y que había vuelto a El Salvador en un vuelo especial de esa mañana”.

El partido de vuelta, a disputarse el domingo 15 de junio en San Salvador, se convirtió en una cuestión de Estado. Y no fue para menos. El equipo de Honduras tuvo un recibimiento mucho más duro que el que habían dispensado sus compatriotas en Tegucigalpa a los salvadoreños.

Aficionados fuera de sí rompieron los cristales del hotel, lanzaron petardos, huevos podridos y hasta ratas muertas. Para llegar al estadio los hondureños tuvieron que ser escoltados por vehículos militares blindados en un trayecto lleno de fotografías de la “joven mártir salvadoreña Amelia Bolaños”. Aquel día, la mejor noticia para los hondureños fue el final del partido, pese a caer derrotados por 3 a 0. “Fuimos terriblemente afortunados al perder”, dijo con alivio el DT visitante, Mario Griffin. “Los mismos vehículos blindados llevaron al equipo hondureño directo desde el estadio al aeropuerto. Un destino peor aguardaba a los hinchas visitantes. Pateados y golpeados, huyeron hacia la frontera. Dos de ellos murieron. Más llegaron al hospital. Ciento cincuenta carros (autos) hondureños fueron quemados. La frontera entre los dos países fue cerrada algunas horas más adelante”, contó Kapuscinski.

“Las relaciones entre los dos países eran tensas. La prensa en ambos lados emprendió una campaña de odio, llamándose entre si nazis, enanos, borrachos, sádicos, agresores y ladrones. Había pogroms. Las tiendas fueron quemadas”, agregó el autor de Los cínicos no sirven para este oficio.

Poco a poco, el descabellado conflicto tomaba forma al calor de un odio mutuo.

Y como en 1969 aún no se utilizaba la diferencia de goles para dirimir una eliminatoria, para decidir quién jugaría el Mundial del año siguiente se tuvo que disputar un partido de desempate entre Honduras y El Salvador, el viernes 27 de junio en Ciudad de México.

Los aficionados de Honduras fueron colocados detrás de un arco y sus rivales detrás del otro, mientras unos cinco mil policías mexicanos armados con garrotes los separaban. El Salvador se alzó con la victoria por 3 a 2 y sacó boleto para México 70.

Sin embargo, ya nada pudo bajar la tensión entre los dos países. El odio había sido alimentado en ambas direcciones, las fronteras estaban cerradas y había hinchas muertos a manos de aficionados del país vecino. Sólo faltaba conocer cuándo se iniciaría formalmente una guerra que ya estaba anunciada a los cuatro vientos.

Y fue así que, a las 6 de la tarde del lunes 14 de julio de 1969, El Salvador, más industrializado aunque más pequeño que Honduras, atacó a su vecino lanzando bombas sobre cuatro de sus ciudades y comenzó la invasión terrestre. Las tropas salvadoreñas avanzaron a sangre y fuego hasta que el viernes 18 de julio llegaron a las afueras de Tegucigalpa. Ese día, la Organización de Estados Americanos logró un alto el fuego que entró en vigor el domingo 20 de julio del 69, el mismo día en que el primer hombre puso un pie en la luna. Las tropas salvadoreñas se retiraron de Honduras a principios de agosto.

La guerra fue corta pero sangrienta. Más de 6.000 muertos –entre ellos, 4.000 civiles hondureños–, 200.000 heridos y 150.000 desplazados fue el saldo de un disparate político que manchó a un deporte que nada había hecho al respecto. Porque como dijo el técnico de aquella selección salvadoreña, Gregorio Gundio Núñez: “El fútbol fue una excusa para crear un conflicto armado que ambos gobiernos militares necesitaban”.

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