Espectáculos

Una posibilidad de ser real

La mediatización de la toma de rehenes y posterior entrega del delincuente autor del hecho en Pilar pone de relieve el rol de la tevé cuando demarca nociones de bien y mal como un demiurgo. Por Leonel Giacometto

telenota

En el mediodía del 22 de julio pasado, en la localidad bonaerense de Pilar, en una sucursal del Banco Nación rodeada de dependencias policiales y locales comerciales, un grupo de delincuentes ingresó y en decenas de segundos robó todo lo que pudo. Fueron segundos y luego huyeron. Intentaron hacerlo más bien, porque en la puerta del banco un tiroteo con la Policía los obligó a dispersarse, arrojar el dinero a la vereda y rajar por donde pudieran. Pero uno no logró salir del banco y, rápido, tomó de rehenes a cuanta persona estaba dentro. Ahí comenzó todo.

Duró casi cinco horas y fue raro. Más raro aún que el de Ramallo, en 1999, pero sin la violencia torpe, las imprecisiones impuestas, la sangre con implicancias políticas y demás cuestiones que estuvieron allá y aún no aparecieron aquí, después de la toma de rehenes en julio pasado.

Tampoco se supo el monto que se intentó robar, ni qué fue de todos esos billetes que quedaron tirados en la calle mientras todo sucedía. Lo que sí se supo, más o menos, es la cifra de rehenes que este delincuente mantuvo durante todo ese tiempo, y de la que la televisión no logró en ningún momento dar su número exacto. Alrededor de 60 personas fueron, entre empleados y clientela, los que estuvieron encerrados en las instalaciones del Banco Nación. Hasta un chico encerrado en un baño del segundo piso hubo, hijo del gerente, y del que el delincuente nunca se enteró. En comunicación directa con Guillermo Andino, decenas de minutos después de empezado todo, y por América TV, se supo que el delincuente se llamaba Jonathan Josué Coronel, pero “Decime Cheto” le dijo a Andino, que hacía rato no respiraba y se le había hinchado la cara. En Telefé, mientras tanto, hablaban de dos delincuentes dentro del Banco que se llamarían “El Cheto” y “El Chilenito” pero que después se supo que era uno solo con dos apodos.

Dijo tener 20 años, dijo tener HIV, dijo estar jugado y tener una bomba. Pidió un coche, pidió cámaras para salir, pidió ser enfocado, pidió alejar a los policías que estaba viendo por la tele dentro del banco (les decía “cobanis” y más de un conductor sonreía con esa palabra), pidió pizzas, pidió que en todas las pantallas de todos los televisores pudiera leerse “Leyla te amo y Jessica te amo”, sembró empatía con una jubilada rehén que según le dijo El Cheto se parecía a su abuela, y armó un porro con un billete de cien pesos. Todo esto le confirió una personalidad mediática que más de un periodista empezaba a encadenar livianamente con la rutina de traer a la memoria la película Tarde de perros cada vez que hay una toma de rehenes. Habría que recordar una película posterior de Sidney Lumet, de 1976, Network, en la que un conductor de noticieros gritaba desesperado a las cámaras su despido por bajo rating gritando “estoy trastornado como el infierno, y no voy a soportarlo más”, y que después hacía una religión mediática con esa frase, reclutaba espectadores fanáticos, rearmaba su propio show con eso, y moría baleado y traicionado, en vivo y en directo, en 15 segundos por televisión y no en horario central. Pero El Cheto se entregó fácil, por lo que se vio por la tele, a pesar de que todas las comunicaciones telefónicas que se vieron y escucharon fueron violentas y algo absurdas. Pero ya pasó.

Podrían ser las dos acciones juntas que se retroalimentan de golpe pero, o todo delincuente que se apresta a un asalto de estas dimensiones lleva consigo, además del instrumental para el robo en sí, un papelito con los números de los canales de televisión anotados por “las dudas”; o cada vez que se asalta y se toma rehenes en lugares oficiales y/o públicos los productores, los periodistas y los conductores de los noticieros sienten, de algún modo, la necesidad en “entrar” al hecho de forma explícita y así, de algún otro modo, poder “influir” de manera concreta sobre el curso de las posibilidades. Esto último es la vida de las personas (nada menos) y no sólo implicaría eso sino, también, que la maquinaria que impulsa la televisión se sirviera directamente de la, digamos, real realidad para sus propios fines. O sea, hacer plata sin pagarle a nadie y manipular el rating con el mismo ritmo del minuto a minuto con el que, por ejemplo, especula Marcelo Tinelli todo el tiempo (en vivo y grabado).

Los noticieros especulan con la construcción de una narración que intenta desplegar los engranajes de la moral, por decirlo así, casi a la manera de los cuentos con moralejas, como las fábulas de Esopo, como definiendo y demarcando el bien y el mal, como ciertos cuentos infantiles, como las religiones, como las investigaciones de tenor canallesco de Facundo Pastor, como la seriedad impuesta y medio abúlica de Luis Novaresio, como el traje enorme que tenía El Cheto, y como esos zapatos náuticos marrones que calzaba y las cejas afinadas que tenía. Todo puede ser tan válido como intrascendente en la televisión y a veces no basta con cambiar de canal.

Pero, además de informar (situación un tanto degradada y sin forma sustancial en cuanto a que alguien se entere concretamente de algo), ¿qué cosa se pone en juego dentro de un noticiero cuando aparece un asalto con toma de rehenes? La posibilidad de ser real, el medio por el cual la televisión podría directamente accionar sobre el acontecer real de un suceso con devenir confuso y enredado, en el cual todo (absolutamente todo) podría suceder. Y hacerlo ficción, proporcionarle personajes, situaciones, continuos, scherzos, protagonistas, héroes, villanos, relatores, jueces, victimas, extras, tirar siempre para el lado de la tragedia. Pero es el grotesco el género nacional y habría que explicar eso alguna vez.

Como sucedió otras veces, el pasado 22 de julio, la televisión intervino y, como siempre sucedió también, nadie quedó conforme con su accionar. Nadie es un decir. Desde la tele, los protagonistas directos, los conductores de los noticieros, las caras que se ven en la tele hoy “miran todo de otro modo a pesar del mal rato”. “Pero valió la pena”, dijo Guillermo Andino sentado a la mesa de Mirtha Legrand la semana pasada.

Ramón Andino, hace mucho, fue el conductor estrella del noticiero del por entonces Canal 11 y una vez (y para siempre) en uno de los cortes publicitarios del noticiero se fue al baño y borró la línea que lo separaba con el más allá. Lo sucedió su hijo menor, Guillermo, quien desde entonces mantiene como ninguno el estereotipo de lo que se debería ser siendo rubio, pulcro y accionado siempre sobre lo “bienpensante del sentido común”. A eso dice que apeló en las comunicaciones con El Cheto y es casi imposible detectar si Andino, que seguramente no toma la gaseosa que promociona, cuando escuchó el sonido del seguro de la 9 mm que tenía el delincuente, ahí, decía, no se puede saber si Andino cerró los ojos como maldiciéndose a sí mismo por estar ahí en ese momento siendo el que es (“no soy mediador, soy Guillermo Andino”, le dijo a El Cheto por teléfono), o porque sabe tanto de televisión que encontró, con esos gestos, la forma de redimirse a sí mismo y entender el sentido de la vida (sobre todo de la propia). No importa. Ya pasó.

Network, una ilusión verdadera

“No tengo que decirles que las cosas están mal. Todo el mundo sabe que están mal. El dólar cuesta monedas, los bancos están quebrando, los vendedores guardan un arma bajo el mostrador, los punks corretean salvajemente por las calles, y no hay nadie en ningún sitio que sepa qué hacer. No hay fin para esto. Sabemos que el aire no es apto para respirarlo y que la comida no es apta para ser comida. Nos sentamos mirando nuestra TV mientras algún locutor local nos dice que hoy ha habido 15 homicidios, 63 crímenes violentos, como si esa fuera la forma en que debe ser. Sabemos que las cosas están mal, peor que mal. Es una locura, es como si todo, en todos lados, estuviera enloqueciendo. Así que no salimos más. Nos sentamos en la casa y lentamente el mundo en que vivimos se vuelve más pequeño, y todo lo que decimos es: «Por favor, al menos dejanos tranquilos en nuestra sala de estar. Déjenme tener mi tostadora, mi TV, mi radio y no diré nada… sólo déjennos tranquilos». Bueno, no voy a dejarlos tranquilos. Quiero hacerlos enojar. No quiero que protesten, no quiero que escriban a los miembros del Congreso, porque no sé qué decirles que escriban. No sé qué hacer sobre la depresión, la inflación y los rusos. Y el crimen en las calles. Todo lo que sé es que primero deben enojarse y tienen que decir: «Soy un ser humano, maldita sea, mi vida tiene valor»”. Eso pregonaba al aire el conductor de la película Network cuando lo despidieron del canal pero le permitieron un último adiós con su público. Y parecía real cuando lo decía. Pero no. La televisión es una ilusión verdadera. Hay que tener ojo, a veces.

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