Ciudad

Sana costumbre

Una amistad que dura más de seis décadas en la ciudad

Nacieron con meses y metros de distancia, y aunque la vida los separó, volvieron a verse cada semana. Uno de ellos quiso recopilar las historias de la infancia compartida y llamó al resto para el reencuentro


 

Entre los árboles de la plaza Alberdi nació una amistad que lleva más de seis décadas. Ricardo Díaz, Carlos Robecchi, Claudio Wandzik y Edgardo Nino Llusa dieron sus primeros pasos en esas veredas. Cambiaron figuritas en los bancos, usaron el pasto para jugar a la pelota y los parches de tierra para competir a las bolitas. Los cuatro amigos que nacieron en la misma manzana de zona norte con solo meses de diferencia sentían que eran los dueños de la plaza de la avenida Puccio. Incluso crearon un equipo de fútbol para jugar en ligas rosarinas que bautizaron Central Alberdi por su amor por el club de Arroyito. En la plaza también aprendieron el secreto de la amistad: no mirar a la misma chica y no hablar de política. Algo que hasta hoy con 63 años y cada semana cuando toman café les funciona.

Wandzik es el serio del grupo, Llusa, el excéntrico, Robecchi, el alegre, y Díaz, el inquieto. Charlan con el El Ciudadano y las conversaciones vuelan. Recuerdan historias, nombran viejos amigos, ríen y se emocionan. Para el cuarteto ellos son un ejemplo de amistad. Y con cada respuesta aflora una nueva anécdota y bromean como si fueran una familia. “Nos vemos y hablamos el mismo idioma”, dice Díaz.

Memorabilia

La plaza Alberdi era el punto oficial de encuentro del cuartero y el fútbol, el juego favorito. Los sábados a la mañana el picadito era casi obligatorio. Armaban dos canchas: una chica y otra más grande que marcaban entre árboles y busos. Díaz era arquero y Llusa defensor. “Mientras los otros corrían, yo lo tapaba y él movía la ropa para achicar el arco”, recordó Llusa. A los 10 años Díaz recibió de regalo su primera pelota y el grupo lo celebró. Le pasaban grasa para cuidarla. “Antes las pelotas eran caras y si se rompía la mandabas a arreglar. El dueño de la pelota jugaba siempre. Aún si sabía ni patear”, cuenta el hombre. Al tiempo la barra armó un equipo de fútbol al que llamaron Central Alberdi. Viajaban en el Ford Falcón del padre de Díaz a los torneos y vestían una camiseta roja con dos líneas celestes y blancas. Competían con los vecinos de Mercado, la de Washington y la vía, y la de Chacharita.

Cuando no estaban en la plaza iban a mirar televisión en la casa de Robecchi. Fue el primero en tener un televisor donde veían Lassie, La Patrulla Canina o Mi marciano favorito. Otra de las diversiones era juntar figuritas para llenar un álbum de fútbol que compartían a la espera de que les toquen las dos difíciles: la de Ríos, de Colón de Santa Fe, y la de Gatti de Atlanta de Villa Crespo. “Solo uno de los chicos de la barra tenía la Ríos. Y eso que tenía 8 figuritas. Todos queríamos. Negociamos un montón y se la cambiamos por 300 figuritas de otros jugadores”, recuerda Wandzik. Aún con el trueque no completaron el álbum.

Cada Navidad los amigos salían de su casa para compartir qué les habían regalado. Una vez a Wandzik le dieron un cine graf, una especie de proyector de juguete que solo permitía ver una película. No contentos, los cuatro dibujaron personajes sobre papeles de calcar y recrearon un partido entre Newell´s Old Boys y Rosario Central. Dicen que lo proyectaron mil veces.

No fue el único invento de la barra de Alberdi. También hicieron un diario con el papel que la familia de Wandzik usaba en la granja que atendían. Los chicos pegaban fotos recortadas de revistas y escribían sus propias noticias.

De barrio

Para el cuarteto ir al centro era una aventura. Juntaban botellas o tapitas de gaseosa que vendían para pagar el boleto de colectivo y la entrada al cine o a los juegos del Parque Independencia. A veces el viaje hasta el centro era suficiente como distracción para convertirse en una especie de salida turística. “Íbamos solos, con la condición de volver a la parada y tomarnos el colectivo de regreso”, recuerdan.

A los 12 años probaron el primer cigarrillo. Fueron hasta barrio Sorrento para que su familia no los descubriera. En esa época también empezaron a musicalizar fiestas de cumpleaños. “Nos poníamos los auriculares al cuello, nos prendíamos un cigarrillo y eso te daba chapa entre las chicas”, explican décadas más tarde.

La vida

Wandzik fue el primero en ponerse de novio. Tenía 17 años cuando conoció a quien hoy es su esposa y madre de dos hijas. Se mudó varias veces, pero fue el único que sigue en el barrio. Cuando terminaron el secundario dejaron de verse tanto. Llusa se mudó al centro y trabajó como contador y humorista, Robecchi vive en zona sur y es electricista, y Díaz es carnicero y vive en Ibarlucea.

Volver al barrio es para el grupo fuente de innumerables recuerdos pero también de nostalgia. “Antes la plaza tenía palmeras, jugábamos dentro de la casa que hoy es Villa Hortensia, tomábamos sol sin protector solar, agua de la manguera y trepábamos a los árboles. Hoy la tecnología cambió todo”, señalaron. Sin embargo, fue la tecnología y las redes sociales las que permitieron volverse a ver. Hace unos años Llusa pensó en escribir un libro que recopile las anécdotas de la infancia, y mientras paseaba por el centro lo cruzó a Wandzik. Le comentó la idea y lo entusiasmó. Intercambiaron números de teléfono y se agregaron a Facebook. Armaron un grupo de WhatsApp y Llusa coordinó el reencuentro. El libro fue la excusa perfecta para que al menos una vez al mes los amigos tengan una cita fija en algún bar de la ciudad donde tomar un café y recordar juegos de la infancia hasta reírse a carcajadas. “Nunca perdimos el contacto, pero el trabajo y la familia nos distanciaron un poco. Ahora nuestros hijos son grandes, algunos dejamos el trabajo y tenemos más tiempo libre. Cuando uno es grande le dan ganas de volver a los afectos”, dijeron.

La barra de Alberdi tiene 63 años, pero siente que el tiempo no pasó para ellos. Su único deseo es seguir riéndose juntos por más años mientras prometieron celebrar a lo grande cuando lleguen a las siete décadas.

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