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Un sueño descabellado

Por: Carlos Duclos

Como siempre, como toda la vida, Jean devoraba con ansiedad el final de la novela. Tanto al leer como al escribir (porque de vez en cuando urdía sus propias historias y las plasmaba en el papel) había tenido prisa y expectación por llegar al final y conocer el desenlace. En esa ocasión le sucedía lo mismo.

Mientras leía las últimas frases del libro, se preguntó por qué el autor había dispuesto que el personaje de la novela, que era un escritor a quien se le conocía como “El Peregrino”, había citado a aquella mujer, de la que se había enamorado, en un viejo bodegón de algo parecido a San Telmo. Después de todo, se dijo, no importaba si era en San Telmo, en París o en Roma, lo que era determinante era la hora en la que habían acordado encontrarse: las 13, ni un segundo más ni un segundo menos. Y debía ser en ese instante, porque a las 13.05 él, “El Peregrino”, el personaje de la novela, aguardaba el cumplimiento de un sueño.

Entusiasmado con el final Jean siguió leyendo: “Desde luego, aquello era un sueño para él, que era un bohemio, un idealista, un hacedor de ilusiones, un misterioso como ridículo ser alado que pocas veces andaba con los pies sobre la tierra. En su disparada cabeza de poeta, se había instalado la idea, la ilusión de vago cumplimiento, que ella le diría, exactamente a las 13.05 de ese febrero frío (porque al fin se dio cuenta de que el asunto se desarrollaba en París, en medio de un invierno riguroso), que él, únicamente él, había sido, era y sería el amor de su vida”.

Un viejo y destartalado carrillón que había en un rincón del bar anunció que eran las 13. Llegó él con un cuaderno de apuntes debajo del brazo, se sentó a una de las mesas que se encontraban al lado del reloj, y a los pocos segundos atravesó la puerta la mujer. Una vez sentados frente a frente, los dos se sonrieron y allí se quedaron, durante cinco minutos, mirándose las miradas (porque los enamorados no se miran los ojos, sino que van más allá y se arrojan en las profundidades del alma).

 Por fin el viejo reloj dio las 13.05. Ella se levantó, le dio un beso en la mejilla, habló algo sobre unas flores y partió. Aquella ida no le tomó de sorpresa, ni siquiera lo sucumbió en la decepción, porque después de todo él sabía que no era más que un personaje de novela, apenas alguien que sería mientras hubiera quien leyera aquella historia. Por lo demás, advertía que aun cuando hubiera existido, nada hubiera podido esperar, porque de todos modos hubiese sido un soñador, un ridículo romántico, es decir un ser que anda descompasado del resto de los mortales.

Así que permaneció un poco más en aquel café de Paris, pensando en nada, y después se fue. Durante mucho tiempo caminó por el bulevar Saint Germain hasta que llegó a su casa ¿Casa? Bueno, no podría llamarse casa a un desventurado y despintado departamento que se ubicaba en el tercer piso de un viejo edificio, de esos típicos parisinos.

Abrió la puerta, entró. En el piso encontró una nota escrita a mano que decía: “No, no puedo darte esa respuesta, pero puedo hablarte de amor, puedo hablarte de la necesidad de tu existencia, puedo decirte también que si muriera en este preciso momento estarías en mi pensamiento. Vos, mi amor, mi amigo, mi triste peregrino, que no pocas cosas me ha enseñado, sos una de las personas más importantes de mi vida. Yo sólo quiero ser causa de tu alegría, yo sólo quiero seguir caminando con tu compañía”.

Sonrió, bajó las escaleras, se enfundó las manos en los bolsillos del sobretodo mientras pensaba que, después de todo, era probable que no fuera un personaje de novela.

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