Ciudad

Rosario es pionera en vital iniciativa ecológica

Por Laura Hintze y Guillermo Correa.-  Ya hay 687 variedades de plantas a resguardo y una red con 77 madrinas y padrinos que las cuidan.

“La mayoría de los hábitos ha ido desapareciendo, fueron cubiertos por un paquete tecnológico donde empresas privadas se hacían cargo de las semillas. Obviamente, al privatizar estos recursos de la humanidad se fue perdiendo también el conocimiento y las variedades. La llamada Revolución Verde diseñó semillas para que se produzcan en todo el mundo, a grandes volúmenes. Se diseñaron alimentos globales, y en ese sentido, apareció uno de los símbolos más visible del capitalismo más visible: los McDonald’s. Son comidas mundializadas y homogéneas, iguales en todos lados. Contra eso estamos”, describió con crudeza Luciano Lemos. Más conocido como Lucho, y con una larga militancia a cuestas, Lemos es el coordinador de un intento inédito en el país: el Banco de Semillas de Rosario. De allí la Red de Huerteras y Huerteros de la ciudad obtiene, reproduce, multiplica y devuelve variedades de alimentos que no sólo no se encuentran en el circuito comercial de la ciudad sino que hasta hace pocos años, no existían prácticamente en ninguna: se trata de alimentos “olvidados” que fueron dejados de lado por el mercado, y junto a ellos se había comenzado a extinguir todo el conocimiento asociado por generaciones. No ya la identificación, cultivo y cuidado de plantas, sino su existencia misma como parte de culturas locales milenarias que no distinguían entre alimento y salud: lo que se come es también lo que cura.

Haciéndole frente al desierto verde, en la esquina de Vera Mujica y San Lorenzo existe un pequeño espacio de historia y resistencia: el Banco de Semillas de Rosario. La iniciativa está por estas fechas cumpliendo 20 años: arrancó en 1991 “con muy pocas variedades”, pero cuando estaba cumpliendo una década, se transformó en una iniciativa clave: allí, en pleno estallido social y crisis económica, había un oasis capaz de dar respuestas. Las huertas comunitarias se transformaron en una herramienta clave para garantizar nada más y nada menos que lo más elemental: la alimentación –y la alimentación sana y saludable– de grandes sectores de la población rosarina que estaban perdiendo todo, a toda velocidad.

Desde entonces el Banco de Semillas de Rosario pasó a ser una cuestión estratégica. Allí se almacenan variedades que, por el monocultivo, desmonte y pérdida de biodiversidad en la provincia y en todo el país están en serio riesgo de ser borradas del mapa. Pero además, la metodología para preservarlas es también una estrategia en sí misma: al carecer de cámaras frigoríficas capaces de preservar semillas manteniendo su poder de germinar –no existen en la Argentina ni en ningún país del Hemisferio Sur del planeta– la respuesta del Banco fue apelar a una “gran asociación colectiva”. Se trata de “madrinas” y “padrinos” de semillas, que voluntariamente se llevan variedades a sus casas o terrenos, las plantan, las reproducen y al cabo de un año devuelven parte de lo obtenido al Banco.

El sistema de madrinazgo y padrinazgo encuentra raíz en una práctica que es originaria de todos los pueblos antiguos del continente de la cual se obtuvieron prácticamente todos los alimentos, tanto los olvidados como los que hoy se consumen masivamente. Expertos en biodiversidad estiman que durante 5.000 generaciones, las mujeres de las tribus fueron seleccionando semillas de miles de plantas, dejando las más pequeñas para consumir y las más grandes para replantar. Allí ubican los autores, por dar un caso, el salto del teocinte –que aún existe como tal– al maíz que asombró a los colonizadores españoles cuando desembarcaron en el “Nuevo Mundo”.

El arca de Rosario

Lemos cuenta a El Ciudadano que actualmente el Banco alberga a 687 variedades de semillas, a las que, además de quienes trabajan con ellas, son resguardadas por una red de 77 madrinas y padrinos, inscriptos con nombre, apellido, y variedad que se llevaron para reproducir. Pasando por alto una escala obvia, el método creó una alternativa eficaz, social y de bajo costo similar a, por ejemplo, la Bóveda Global de Svalbard, situada a 130 metros de profundidad en las heladas afueras de Longyearbyen, Noruega. Allí, como resultado de una inversión millonaria, funciona desde 2008 lo que también se conoce como “Bóveda del fin del mundo”, y que consta de almacenes donde se conservan a 18 grados bajo cero semillas. Claro está, el intento es conservar allí buena parte o toda la diversidad mundial, y por ello la Bóveda recibió aportes de países y fundaciones de todo el planeta. Actualmente alberga 100 millones de semillas de un centenar de países, y tiene capacidad para 2.000 millones de semillas.

Pero aún así –y no por una cuestión de tamaño– está lejos de la idea del Banco de Semillas de Rosario. “Nosotros somos puestos de resistencia pequeños, pero potentes”, aclara Lucho Lemos. Y explica que la tarea del Banco no es la de un conservacionismo ecológico –Brasil comenzó a resguardar sus variedades en 2004, pero a través de muestra de ADN– sino la de plantear la discusión sobre la soberanía alimentaria y la seguridad alimentaria.

“Si los pueblos no tienen condiciones para asegurar su alimento no tienen seguridad ni soberanía”, destaca y afirma que desde el Banco se hace frente a la “apropiación” de la diversidad. “Hoy la semilla es un bien para el mercado. El mercado sacó toda la información de los productores, de los campesinos y los llevó a hacer cosas que responden a sus intereses. Hoy tenemos una «semilla globalizada»  sobre las que empresas multinacionales tienen el control y tratan que en todo el mundo se consuman las tres cuatro o cinco variedades que ellas manejan. Que los alimentos respondan biotecnolóticamente a los intereses de una empresa y no a los de la población”, remarca Lemos. “Contra eso estamos”, repite, para que no queden dudas y subraya: “Las semillas son patrimonio de la humanidad”

Según él, ahora sólo se trata de consumir poca variedad y global: soja en todos lados, harina en todos lados; perdiendo, a su vez, la capacidad alimentaria de los granos. “Cada grano tiene su particularidad, su aporte energético, vitamínico, alimentario, y estas mismas empresas que diseñaron semillas mundializadas son las que también fabrican los alimentos. A eso se suma el deterioro alimentario que produce el proceso de fabricación”, apunta. Y describe que así, “sometida” a agroquímicos, cada fruta, verdura, hoja, grano, “pierde sus propiedades alimentarias”.

Con todo, las variedades que están en el Banco son puras y con capacidad alimentaria completa: no están modificadas genéticamente, ni “pichicateadas” con agroquímicos. Allí, contra la cantidad, se busca preservar la calidad: guardar la especie y dejarla en disponibilidad para todo el que quiera apadrinar. Y en ese sentido, el Banco “es un colectivo con una gran posibilidad de formar parte de la defensa de la vida, no es sólo hablando de la semilla, sino que incluyendo la mirada agroecológica, el cuidado del medio ambiente, la alimentación sana”, destaca Lemos.

“Se trata de conservar, rescatar y poner otra vez en uso en la agricultura urbana, a través de un proceso en donde la semilla circule. Algunos nos critican por llamarnos Banco, porque el banco está muy relacionado al dinero. Pero nosotros lo transformamos y decimos que estamos bancando una política, una organización, una estructura que es potencialmente muy fuerte. Este Banco viene de bancar una actividad buena, potente y desafiante”, concluyó.

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