Plinio tiene 8 años, y hace semanas que no quiere sacarse la camiseta de Argentina. Espera ansioso el primer Mundial que va a ver por tele. Quiere ver a Messi. Pregunta por Messi. Es el mejor del mundo, me dice. No, Maradona le contesto. Y pese a que mis argumentos y mi amor por Maradona son sólidos a los 8 años no importan. Le cuento de mi viaje a Nápoles, de lo que representa Maradona, pero no le importa. Al final transo, y le digo que es el mejor jugador vivo y se queda tranquilo. Y el recuerda que es de Newell’s, como nosotros. Y cree que con eso hay algo nuestro en la Selección, lo mejor es nuestro.
Después vienen las figuritas. Como nunca encuentro, cuando el quiosquero recibe algunas me guarda 10 paquetes. Plinio los abre todos juntos y se desilusiona. Sólo busca a Messi. Nunca me toca, me dice. Los nenes aman a Messi. Es como si esa imagen de humano mejor del mundo los hiciera soñar. Recuerdo una imagen viralizada de Messi llorando y un niño secándole las lágrimas al televisor.
En Rosario, había pocas cosas de su hijo más famoso. Ni siquiera un lugar a dónde llevar a un niño que no encuentra la figurita y quiere algo de su ídolo. Pasaron muchos mundiales hasta que el barrio obrero donde el ídolo nació y la canchita donde pateó sus primeras pelotas fueran pensadas como un lugar importante. Hoy, los muralistas pintan los rostros de Messi de niño a hombre. Sus goles, sus botines, su camiseta. A partir de ahora hay un lugar para estar más cerca de Messi, donde llevar a un pequeño obsesionado al que nunca le sale la figurita.
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