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Mito histórico

Felicitas Guerrero, la víctima del primer femicidio que se hizo público en 1872

Perteneciente a la llamada alta sociedad porteña, la considerada una de las mujeres más bellas de Buenos Aires fue víctima de un pretendiente de su círculo íntimo que se sintió despechado y la mató de dos tiros. Una historia trágica de pérdidas de hijos y marido precedió a su muerte


Una buena cantidad de elementos dan cuenta de lo que hoy podría llamarse el primer femicidio argentino, puesto que hubo gente cerca que, aunque no presenció directamente el hecho, pudo constatar de que efectivamente una mujer murió a manos de un hombre en una circunstancia concreta y donde testigos de toda índole sabían lo que argumentaba el sujeto como despecho.

Ocurrió en 1872 y la víctima fue Felicitas Guerrero –cuyo verdadero nombre era Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto– y el victimario Enrique Ocampo, a la sazón tío de las escritoras Victoria y Silvina Ocampo. Felicitas Guerrero pertenecía a una familia de las llamadas aristocráticas del Buenos Aires de entonces; Felicitas era una joven muy bella, portadora de un encanto natural y a los dieciocho años era envidiada por las damas de los salones literarios a los que asistía ya que casi no había hombres que no la rondara intentando ganarse algún favor.

Mujeres sin decisiones

El asunto era que en esa época, las mujeres no decidían sobre sí mismas en una buena cantidad de cuestiones, pero sobre todo en lo que respecta a casarse, es decir, no sólo no decidían sobre el momento sino, y fundamental, con quién lo hacían.

De este modo, su casamiento fue arreglado por sus padres –Carlos José Guerrero y Reissig y Felicitas Cueto y Montes de Oca– con el comerciante y estanciero Martín Gregorio de Álzaga y Pérez Llorente, uno de los hombres más ricos y poderosos de la época.

Al principio Felicitas se resistió pero apenas un poco después tuvo que resignarse ya que las mujeres de su clase debían obedecer el mandato paterno si no querían luego ser mal vistas por el sector de la sociedad porteña a la que pertenecían.

Uno de los argumentos que había dado para no casarse era que el pretendiente le llevaba nada menos que 32 años.

Pérdidas irreparables

Finalmente, Felicitas accedería y contrajo matrimonio con el “hombre mayor”. Al principio no le sería fácil la vida conjunta por lo diferente de los intereses que tenía cada uno y además porque su marido la quería con dedicación exclusiva y para ello la había llevado a una mansión con una cantidad impresionante de sirvientes y los lujos y placeres que se acostumbraban para las vidas ociosas de casada de aquellas mujeres.

Pero al cabo de un par de años de convivencia, Guerrero quedó embarazada de un niño al que llamarían Félix y para Felicitas fue un bálsamo y se dedicó tiempo completo a su cuidado.

Corría 1869 y la fiebre amarilla comenzaba a hacer crecer su virulencia en el orbe porteño, dejando un lastre que llegó al diez por ciento de muertos entre los habitantes de Buenos Aires.

Entre esos decesos estuvo el del pequeño Félix. La pareja puso mucho empeño para soportar semejante pérdida y unos meses después Felicitas volvió a quedar embarazada.

Fueron momentos en que todo parecía volver a cierta “normalidad” pero el organismo del hombre se había resentido a partir de una depresión profunda de la que nunca pudo salir del todo.

Enfermó seriamente y al cabo de un par de meses falleció, situación que produjo una descompensación en Felicitas que días después del trágico suceso perdió a quien sería su segundo hijo.

Un amor en la tormenta

Si bien la tragedia se enseñoreaba con ella, Felicitas heredó toda la fortuna de su marido, que era cuantiosa, y para volver a rehacer su vida comenzó a frecuentar los famosos salones literarios de la época y los varones volvieron a juntarse a su alrededor como cuando todavía era una joven damita soltera.

Con 25 años, su belleza había adquirido un tinte más exquisito aún y su encanto se tornó incluso más cautivante. Se decía que era la dama más codiciada de todo Buenos Aires y los hombres más importantes intentaban otra vez ganarse sus favores.

Entre los intelectuales pero también hombres de fortuna, se encontraba Enrique Ocampo, quien siempre había estado enamorado de Felicitas y no pocas veces había frecuentado la casa paterna de ella sin ninguna suerte.

Pero Ocampo no era un hombre de abandonar su pasión así nomás y consideró que la viudez de la mujer le concedería la chance que no había tenido en el pasado.

Ahora volvía sentir que eso era posible y su obsesión se agudizó al punto que comenzó a cortejar a Felicitas en cada ocasión que la cruzara. Felicitas pasaba mucho tiempo con su familia y amigos, y en una de esas salidas hacia la zona de lo que hoy se llamaría Gran Buenos Aires, viajó  a una estancia en Castelli de unos parientes suyos.

En el trayecto –en carreta– a ella y sus amigos los sorprendió una terrible tormenta de viento y lluvia y los carruajes pronto perdieron el rumbo sin poder encontrar la senda del camino que llevaban.

Afortunadamente apareció un joven hacendado que los auxilió y los condujo hacia su estancia. La generosidad y el porte de absoluto caballero del joven dejaron prendada a Felicitas, quien fue enamorándose y al poco tiempo, con efecto recíproco en el estanciero, ambos decidieron casarse.

Un hombre despechado y peligroso

A ninguno de los pretendientes de Felicitas les cayó bien la noticia pero al que dejó casi sin aire fue a Enrique Ocampo, quien primero se frustró, luego se deprimió y finalmente consideró que Felicitas lo había traicionado.

No pasó mucho tiempo hasta que Ocampo comenzó a acosarla. Era habitual que  apareciera repentinamente en los paseos que daba Guerrero en soledad, pero ella, sin ser descortés, demostraba cierta distancia, porque creía en la amistad y así había considerado siempre a Ocampo, como alguien con quien le gustaba conversar sobre literatura y viajes.

El 29 de enero de 1872, Guerrero y Sáenz Valiente, que así se apellidaba el joven estanciero que la auxilió la noche de tormenta, se comprometieron y dieron una fiesta fastuosa para buena parte de la sociedad porteña.

Fue en la casa paterna de ella en la zona de Barracas. En un momento de la reunión, Felicitas subió a su dormitorio a cambiarse las ropas que había lucido en la ceremonia por otras más cómodas.

En el trayecto fue interceptada por Ocampo, quien la tomó de las manos e insistió en que tenía que hablar con ella de un asunto urgente pero que no podía hacerlo públicamente.

Uno de sus hermanos y un primo vieron toda la escena sin escuchar lo que se decían Felicitas y Ocampo, pero se quedaron cerca porque intuyeron que algo fuera de lo común podía estar ocurriendo.

En el cuarto, rápidamente Ocampo se mostró iracundo y le reprochó a Felicitas que hubiera decidido casarse con ese estanciero y no con él. La joven le blanqueó que estaba enamorada de su prometido pero que a él lo consideraba como a uno de sus mejores amigos.

Ocampo insistió en que ella le había dado pruebas de que lo consideraba como algo más y, sin atender razones, buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un arma y disparó dos veces sobre Felicitas, quien cayó con dos grandes heridas producto de la corta distancia que la separaba de su agresor.

Poco después moriría en un hospital pese a ser atendida por los médicos más reputados de Buenos Aires. La frase que quedó impregnada en los oídos de su hermano y su primo fue: “O te casas conmigo o no te casas con nadie”, gritada por Ocampo antes de los disparos.

Las cosas por su nombre

En ese momento, ese homicidio fue catalogado como “crimen pasional” pero nadie duda de que se trató del primer femicidio que tuvo relevancia pública por tratarse de una mujer perteneciente al establishment de la época y del que se seguiría hablando hasta un siglo después.

Una verdadera vida trágica fue la de esta hermosa joven que no alcanzó jamás a sellar alguna felicidad que le permitiera sentirse a gusto. La casa paterna donde fue ultimada se convertiría en una iglesia que llevaría el nombre de Santa Felicitas de Barracas, que aún está en pie en ese barrio porteño.

Adentro se encuentra una estatua de la joven, de Martín de Álzaga y de Félix, su primer hijo. Unas décadas más tarde, los vecinos de la zona comenzaron escuchar pasos durante las noches en la nave de la iglesia, cuando ya estaba cerrada para sus feligreses.

De allí que la leyenda talló un fantasma que recorría la nave y que no podría ser otro que el de Felicitas. Se forjó también una tradición por la que las mujeres que querían casarse ataban pañuelos en las rejas de la iglesia y si al día siguiente aparecían húmedos, era producto de las lágrimas de Felicitas que les deseaba suerte para que no les ocurriese lo mismo que a ella.

Su historia inspiró a escritores y cineastas y los historiadores recuperaron los momentos de su corta y fallida existencia y aquello que también fue visto como el desenlace fatal de un amor no correspondido, hoy lleva el nombre de lo que realmente fue: un femicidio

 

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