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En Rosario, los cementerios tienen su historia

Por: Ernesto Del Gesso

De la historia de los cementerios de Rosario este artículo sólo será un bosquejo parcial que se detiene en El Salvador, por ser el objetivo de esta nota destacarlo. Porque más allá de su historia, nos presenta un ámbito sagrado colmado de arte en arquitectura, esculturas, vitrales, placas y herrería artística. Éstas son obras de arquitectos y escultores argentinos y europeos. También de artesanos locales que con los anteriores, si nos detuviéramos a observar la autoría de los constructores en las más hermosas residencias y mansiones del patrimonio edilicio de la ciudad, en muchos casos los volveríamos a encontrar. 

Las características de este cementerio lo colocan en una corriente que de lugares sagrados los amplió a paseos de contemplación de arte funerario dentro de un marco de paisaje natural, proyectándolos a sitios turísticos. El atractivo es la suma de los nombres famosos de los que yacen y las obras de arte de artistas de relieve en los panteones. Per le Chiese de París y Stagliano o San Lorenzo de Génova, son los más clásicos cementerios europeos que reúnen estas condiciones. En Buenos Aires, La Recoleta es el modelo argentino de este fenómeno, salvo el marco de paisaje natural, que es la misma carencia que tenemos en El Salvador.

Con relación a Buenos Aires, muy pocas cosas pueden compararse en el país, incluso la afluencia de visitantes, al histórico cementerio de La Recoleta, salvo –excluyendo el factor cuantitativo– la calidad de las obras de arte funerario de El Salvador. Nuestro cementerio emblemático ha comenzado a mostrar su patrimonio cultural, que es de un nivel poco imaginado y conocido por la mayoría de los rosarinos.

Destacado el objetivo principal del artículo veamos la historia prometida que la iniciamos con un breve marco previo que nos lleva a nuestros primeros cementerios.

El concepto de cementerios, como lo concebimos actualmente, después de milenios de permanencia de la cultura de enterramientos y culto a los muertos, apareció en la época que el cristianismo se transformó en religión oficial de Roma, dejando atrás siglos de persecuciones y mártires. Entre las transformaciones del mundo espiritual, se produjeron también otras de carácter práctico. En Roma, desde la ley de las cinco tablas, cinco siglos antes de Cristo, no se permitía enterrar dentro de las ciudades.

Pero con el advenimiento del cristianismo, algunas iglesias se construyeron sobre catacumbas, otros mártires fueron llevados a las iglesias, allí también enterraron a los nuevos dignatarios, papas y emperadores y la práctica continuó con todos los cristianos. Primero en los pisos de las iglesias y, colmados éstos, en las tierras adyacentes. Con el correr de los tiempos y aumento poblacional, estos campos santos encerrados dentro de los pueblos y ciudades crearon serios problemas de salubridad. Sin embargo, la práctica duró mil quinientos años. Recién a fines del siglo XVIII, los Estados que ya habían logrado su consolidación impusieron su autoridad y permitieron a la Iglesia hacer cumplir las recomendaciones que venían haciendo desde cientos de años atrás, de prohibir los enterramientos urbanos y llevar los cementerios lejos de los centros poblados.  

Podemos deducir que desde fines de siglo XVIII a principios del XIX, o sea 1810, Rosario estuvo a tono con la norma de salubridad que disponía instalar los cementerios lejos del poblado. Así fue. En el mes de abril, uno antes de la Revolución de Mayo, el mismo obispo Benito Lué y Riega que en aquel glorioso cabildo abierto negaba a los criollos el derecho de autogobernarse, en la Capilla del Rosario dejaba sentada la prohibición de enterrar en la iglesia. Acto seguido, bendecía la apertura de un nuevo cementerio, que sería el segundo que tendría la ciudad. Por la ubicación, considerando el criterio de “alejado del pueblo”, podría pensarse que no existían muchas expectativas de crecimiento, por cuanto el predio utilizado estuvo ubicado en el solar que ocupa la ex estación Rosario Central, asunto que ya hemos tratado en oportunidad de temas tangenciales en artículos anteriores, así que pasaremos al tercer cementerio de la ciudad.

La necesidad de un nuevo cementerio se debió a dos factores. El principal fue que después de más de 40 años, a mediados del siglo XIX, el terreno cercado estaba saturado y además sufría desmoronamientos de la barranca y no se podía ensanchar por el segundo factor. Éste era el que exigía su traslado a espacios alejados de la zona urbanizada que lo había alcanzado. Las autoridades políticas trasladaban a Santa Fe los reclamos de la población y del clero, bajo cuya órbita estaba por ser cementerio católico (El Salvador también lo será en sus primeros años).

Atendidos los reclamos de evidente “necesidad y urgencia”, en noviembre de 1855 se iniciaron las obras que permitieron la apertura el 7 de julio de 1856 del cementerio El Salvador. El proceso que lo llevó a su lugar actual responde al decidido criterio de ubicarlo lo más alejado posible de ejido urbano de la época. Ello quedó evidenciado en el hecho que, tras la donación por parte del vecino Manuel Tabares de un terreno comprendido entre las actuales calles Mendoza, 3 de Febrero, Moreno y Balcarce, éste se aceptó con la idea de canjearlo por otro verdaderamente más retirado. El canje se efectuó por una propiedad mayor de otro vecino, Mariano Basualdo, que en parte es donde se sitúa en la actualidad. Esa lonja partía de lo que pronto sería la calle Suipacha hacia el este, hasta la mitad del actual predio.

Debe tenerse presente el carácter histórico de cementerio habilitado antes de las batallas de Cepeda y Pavón. Sus primeros registros se encuentran en los libros que fueran de la antigua Capilla hasta 1860, año que se organiza el municipio de Rosario y éstos pasan a los libros municipales que se conservan en el archivo del cementerio.

Éste fue creciendo con la ciudad, y se hizo necesario ampliarlo, cosa que se logró hacia el este con la adquisición de nuevos terrenos que fueron utilizados hasta la actual avenida Ovidio Lagos. El nuevo espacio contó con obras para oficinas, la capilla y un portal que dio jerarquía al sagrado recinto. Fue inaugurado en 1888, obra del arquitecto de origen alemán Ernesto Menzel, que lo resolvió con leguaje clásico griego, a términos de arquitectos, de acuerdo a los cánones de la época.

El propileo de columnas de orden dórico es la única obra artística funcional pública que no ha sufrido modificaciones. Es un portal de marcada imponencia que inicia la época en la que Rosario se manifestará en todo su potencial económico, que quedará reflejado en los panteones que lo distinguen, por las características de las obras señaladas al inicio, que agregan al silencio del respeto a quienes yacen la oportunidad de recordar la historia de los forjadores de la ciudad.

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