Últimas

El embate moralista contra el Carnaval

Por Paulo Menotti

Cuando en 2011 la presidenta Cristina Fernández de Kirchner restituyó el feriado por el Carnaval, muchos se exaltaron y exclamaron que la Argentina necesitaba trabajar y no estar de festejo. La polémica, sin embargo, no era nueva porque entre fines del siglo XIX y las tres primeras décadas de la centuria siguiente muchos sectores de la sociedad se oponían a las fiestas de carnestolendas, principalmente los grupos conservadores.

Rosario, no fue ajeno a la constante queja que se renovaba cada febrero cuando los grupos de elite intentaban poner orden a la jarana. El historiador, Ricardo Falcón en su libro La Barcelona argentina, afirmaba que la preocupación de la burguesía rosarina era el descontrol de los sectores proletarios en dichas reuniones. Aunque resulte paradójico, los anarquistas y todo el arco izquierdista, también se opusieron al Carnaval, ya que era un evento en el que tanto obreros como empresarios se sentían iguales y se  divertían juntos, lo que relajaba el clasismo en el que estos grupos fundaban su pensamiento político.

El Carnaval o carnestolendas, es una celebración pública que se festeja antes de la Cuaresma de la religión católica, heredera de las fiestas paganas del Imperio Romano –las bacanales y saturnales– que se trasladaron luego a la Edad Media donde eran un momento de liberación frente al rígido control clerical a la sexualidad, entre otras cosas. Más tarde, llegó a América donde, a su vez se mezcló con antiguos festejos precolombinos que dieron por resultado algunas celebraciones características del norte argentino, entre otras.

Según la concepción de Mijaíl Bajtín el Carnaval es un espectáculo sin escenario, sin actores ni espectadores porque todos participan en esa mezcla de drama teatral y elementos de la vida misma. Es un momento de la vida de la sociedad donde todo es al revés, y por eso abundan la burla y la comicidad hacia las figuras poderosas, “una suerte de regreso a una edad de oro mítica: el reino de la igualdad y la  libertad”, afirma Bajtín.

El historiador británico Peter Burke, por su parte, expresa que se trata de una época donde había abundante ingesta de carne y de bebidas, en oposición a la cuaresma, donde los roles de las personas en la sociedad se invertían y por eso los disfraces de obispo, bufón, etc.

Para Burke la festividad carnavalesca es un juego, con un fin en sí mismo que dura un tiempo breve de éxtasis y liberación.

Controlar el descontrol

Falcón afirmaba que la elite rosarina no tenía como objetivo la eliminación de la fiesta carnestolenda porque era una buena válvula de escape –como una pérdida de vigencia transitoria de las normas– a los pesares de la gran masa de trabajadores que habitaron la ciudad entre 1870 y 1930 en condiciones de pobreza.

Pero los sectores encumbrados del poder buscaron controlar las expresiones públicas que tomaba el Carnaval.

“En respuesta a la petición de vecinos de 1870, el jefe político promulgó un edicto estableciendo una serie de normas que debían regir el Carnaval. Se establecía la prohibición del juego con agua; la de galopar en la zona del corso y la interdicción de molestar a las comparsas y enmascarados que constituían uno de los más brillantes adornos de esas fiestas”, reprodujo Falcón.

A esas normativas se agregaron las prohibiciones de arrojar cáscaras de huevos rellenadas con agua, a las bombas de papel o de goma inflados de  harina o pintura, además de los “confetis” que también eran utilizados como proyectiles.

Los disfraces también fueron objeto de penalidades porque se proscribió vestirse como “clérigo o con uniformes militares o policiales”.

En esos años, la elite rosarina, que al igual que el resto de la población estaba compuesta por inmigrantes transoceánicos y por migrantes de otras provincias, buscaba afirmar su identidad y, por esto, también darle forma a sus propias celebraciones. En ese sentido, la clase adinerada de la ciudad fue implementando normas para limitar el espacio de festejo del carnaval y reservarse uno para ella. La plaza 25 de Mayo primero, y el bulevar Oroño, serían lugares donde los ricos se exhibirían en esa época y no permitirían el acceso de la chusma.

Eso tampoco significó que la burguesía hubiera abandonado su campaña moralizante del Carnaval criticando todo acto que saliera de los márgenes que intentaron ponerle para transformarlo en un espectáculo “familiar”. La intención moralizante sobrevolaba en todas las críticas, incluso la de algunos personajes de la “clase media” como Juan Álvarez, quien veía en los desbordes un motivo para que la “gente decente” no participara.

Una cuestión importante era que en esos momentos se mezclaban criollos e inmigrantes sin ningún tipo de diferencias.

Aunque parezca raro, los anarquistas también se opusieron –junto a todas las expresiones de la izquierda de las primeras tres décadas del siglo XX– al Carnaval. Para ellos, no era una cuestión de decoro sino el hecho de que estos festejos diluían y fusionaban las diferencias sociales que en la vida económica eran claramente opuestas. Además, porque en los corsos imperaba lo grotesco, lo absurdo y lo banal, contrario a los discursos ácratas y socialistas que imaginaban para el proletariado momentos de descanso y diversión en los que el conocimiento y el crecimiento racional fueran una bandera. La intención era crear un mundo de sabiduría opuesto al que ofrecía la burguesía, lleno de explotación y egoísmo.

En ese sentido, también la izquierda se opuso, en parte, a varias de las expresiones populares de los sectores bajos como el circo criollo o el fútbol. Además de eso, en el Carnaval también convivían todas las lacras sociales como la prostitución, el  alcoholismo, la ignorancia, etc. De hecho, la cuestión sexual se reflejaba –y aún lo hace por momentos– en los juegos con agua entre hombres y mujeres.

La fiesta del pueblo

Por encima de esto, las pulsiones populares sobrevivieron a la artillería de críticas ya fuera las de los enseñoreados burgueses como de los preocupados anarquistas. Desde la década del 30 pocos cuestionaban el Carnaval y para la época del peronismo ese paréntesis de trasgresión ya se había impuesto a cualquier prerrogativa. Es cierto, por otra parte, que en algún aspecto el Carnaval tomó matices de sana diversión familiar, y en ese sentido se consolidó y se hizo merecedor de rescate.

No obstante, otras campañas moralizantes la emprenderían contra el Carnaval, en particular durante los períodos dictatoriales, el último de los cuales le quitó el carácter de feriado y arrebató al pueblo los días que funcionaban como válvula de escape.

Hoy por hoy, llama la atención que alguna que otra voz de la burguesía vuelva a reclamar en contra del Carnaval y a favor del “trabajo”. Pero otros sectores comprendieron que la intención del pueblo es salir a festejar y por eso se unen al corso.

Comentarios