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El atractivo de lo imperfecto

Por: Elisa Bearzotti

Sostiene la noticia relevada que Pamela Pallett y Stephen Link, de la Universidad de California en San Diego, junto a Kang Lee, de la Universidad de Toronto, realizaron una investigación para buscar la existencia de una disposición ideal de rasgos faciales. Como resultado se logró la identificación de la relación óptima entre los ojos, la boca y el borde de la cara en la belleza femenina.

En cuatro experimentos separados, los investigadores solicitaron a estudiantes universitarios hacer comparaciones sobre el atractivo físico entre caras femeninas con rasgos faciales idénticos pero con distancias diferentes entre la boca y los ojos y entre los ojos entre sí.

Los autores del estudio descubrieron dos “proporciones áureas”, una para el largo y otra para el ancho, indicando que los rostros femeninos eran considerados más atractivos cuando la distancia vertical entre los ojos y la boca era aproximadamente del 36 por ciento de la longitud de la cara, y la distancia horizontal entre los ojos del 46 por ciento del ancho de la cara.

Otro descubrimiento (no menos interesante que el anterior) fue que estas proporciones se corresponden con las de una cara promedio.

Ballet, Link y Lee no fueron los únicos –ni los primeros– individuos de la historia que se afanaron en la exploración de los parámetros de la perfección.

La condición de proporción áurea buscada por los investigadores deriva de un antiguo anhelo de la humanidad, que durante siglos se movió afanada por hallar el número áureo o de oro, es decir, el número perfecto.

Persas, sirios, chinos y griegos confluyeron en la misma intención. Y la gran sorpresa la provocó Euclides, un matemático griego que vivió entre el 300 y el 265 AC, al determinar que en realidad el “número perfecto” era absolutamente imperfecto ya que se trata de un número irracional: 1,6180339887…

Este número surge de la división en dos de un segmento que guarda las siguientes proporciones: la longitud total (a+b) es al segmento más largo “a” como “a” es al segmento más corto “b”.

Euclides, el primero en hacer un estudio formal del número áureo, lo definió de la siguiente manera: “Se dice que una línea recta está dividida entre el extremo y su proporcional cuando la línea entera es al segmento mayor como el mayor es al menor”. Este número irracional (decimal infinito no periódico) posee muchas propiedades interesantes, y se encuentra tanto en algunas figuras geométricas como en elementos de la naturaleza: puede hallarse en la relación entre las nervaduras de las hojas de algunos árboles, en el grosor de las ramas, en el caparazón de un caracol, en los flósculos de los girasoles, por ejemplo. Muchos atribuyen un carácter estético a los objetos cuyas medidas guardan la proporción áurea creyendo, incluso, que el número tiene una importancia mística.

Volviendo a la reflexión primera sobre la intención de encontrar una proporción áurea para definir la belleza de un rostro femenino, lo interesante es que, más allá de medidas y descripciones matemáticas, el término usado para describir la perfección es el exponente de la mayor imperfección, mientras que la simetría resulta absolutamente común y vulgar.

Como si la perfección tuviera un recodo donde no se sostuviera por sí misma, como si el modo de percibir belleza en los seres humanos necesitara de cierto desgarro de los límites, de un punto ciego por el que se caen las aristas de toda rigidez.

¿Acaso no resultan interesantes los rostros que denotan ciertas incongruencias? ¿No expresan los detalles abruptos cierta experiencia de vida? Y ese margen de error implicado en un detalle inesperado en el medio de un cuerpo perfecto (lunar, tatuaje, piercing), ¿no resulta acaso atractivo y en cierto modo conmovedor?

La imperfección es justamente aquello que hace “humano” al ser humano, de otro modo revestido de características mecánicas o químicas que exacerban algunas de sus potencialidades en desmedro de otras.

Y, dado que el atrevimiento inquisidor inhibe de otras certezas, sería posible aventurar que la supuesta perfección cósmica de los planetas deambulando entre estrellas y cuerpos celestes también sufre de la “imperfección” y el caos inmerso en las grandiosas explosiones estelares.

¿Será que acaso también Dios es imperfecto y el hombre hecho “a su imagen y semejanza” no fuera más que una rémora de lo increado? ¿Será tal vez que el Dios que se atrevió a hacerse niño no le teme a la imperfección de lo espontáneo?

Un Dios así resultaría cercano y accesible; un Dios así no se empantanaría ante el error ni la tragedia. Sería más bien un hermano, un compañero de ruta, una amistosa presencia indescifrable. Un verdadero milagro.

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