Ciudad

Destapando mala suerte

Víctor empezó a trabajar en una distribuidora de una famosa marca de gaseosas a los 15. Pero al cumplir 18 lo echaron y desde entonces todo se hizo cuesta abajo; él, su mujer y los chicos viven en un campamento.

 

 

 

Esperando una mano. Víctor y su compañera viven en la zona de Lagos al 6900.
Esperando una mano. Víctor y su compañera viven en la zona de Lagos al 6900.

 

 

Por: Guillermo Correa

Víctor comenzó a trabajar para la Coca Cola cuando tenía 15. En las largas jornadas, muchas de más de doce horas, se fue capacitando. Le simpatizaban las carretillas elevadoras y le dieron el gusto: era clarkista, pero también participaba del circuito de distribución. Todo marchaba bien hasta que se iba acercando, cada vez más, a sus 18. Cuando cumplió la mayoría de edad, a la distribuidora Manzur le quedaron dos caminos: o lo ponía en blanco, o lo echaba. Y Víctor “festejó” en la calle. Fue un golpe más entre tantos, pero distinto: de ése nunca pudo reponerse. No hizo juicio: “¿Para qué? Si yo lo que quiero es trabajar”, dice, pero lo cierto es que quedó sin un peso. Víctor tiene hoy 22 años, una compañera de 35, Andrea, y dos chicos, el mayor hijo de ella y el más chiquito, de ambos. No volvió a conseguir un empleo ni en blanco ni en negro ni en gris, ni tampoco casa ni piecita. Y todos terminaron frente a la metalúrgica Ivanar, viviendo de los descartes que les daban, y que vendían a una chatarrería de la zona. Pero lo que les alcanzaba para pucherear también se esfumó: la fábrica se mudó y otra vez se quedaron con las manos vacías. Y no sólo eso: uno de los guardias de la empresa que empezó la obra para establecerse en el lugar les dio un ultimátum: aunque ocupan apenas cuatro metros cuadrados de un terreno que está enfrente, les dijo que en dos semanas se tienen que ir.

Sorprende la velocidad con que Diego, que apenas tiene un año y ocho meses, corre con una botella de plástico en la mano. Se la alcanza a Diego, de 10, para que busque agua: otro sereno de una planta de la zona –“Uno de los que nos trata bien”, aclara Víctor– se la devuelve llena. “Una señora de ahí atrás nos calienta el agua”, señala hacia el descampado Víctor, con gesto de agradecimiento. Ahí, tras 200 o 300 metros de terreno hay otro galpón. Una empleada que cuida la planta y vive ahí, en una casita al costado, también los ayuda.

Se podría decir que la familia tiene uno de los patios más grandes que se puedan desear en su hogar. Sería una mentira vil: no viven bien. El frío aprieta, y lo que Víctor puede juntar lo tiene que traer a pie. Sigue con los fierros, pero como no tiene carro, el peso lo llevó también a los plásticos, que son más livianos.

Víctor, Andrea y los chicos hace siete meses que están allí, y antes pasaron ocho en otro descampado cercano, hasta que los sacaron. Y ahora, dice, van a probar si se pueden quedar ahí. “Ahí” es un monte, que se levanta todavía donde termina la urbanización: apenas a poco más de un par de cientos de metros hacia el oeste por la calle 2133, que corta Ovidio Lagos al 6900, cuando ya es más ruta que avenida.

  Pero igual ahí la tierra tiene dueño, y Víctor teme que los vuelvan a sacar. ¿Qué van a hacer? No lo sabe, pero sigue esperando que alguien le tienda una mano a tiempo: lo conocen los serenos del lugar, lo conocen en la chatarrería que viene a buscar lo que junta, cuando se justifica el viaje. Lo conoce Gustavo, un camionero que le dejó su número de teléfono y que iba a fijarse si un conocido de un conocido de un conocido “tenía algo”.

Víctor no dejó de intentarlo. Sigue convencido de que no haber hecho un juicio cuando lo echaron le podía abrir de nuevo las puertas de la distribuidora. Pero hasta ahora no tuvo suerte. “Estaban contratando gente”, cuenta. Pero a él le dijeron que “no”.

Igual, no se desanima. Mientras Andrea saca la yerba y una pava para unos mates antes de salir a juntar fierros, hace planes. Ya se lo dijo el camionero: si clarkistas se piden continuamente en los clasificados, y él es joven y tiene experiencia.

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