Edición Impresa

Del apoyo récord a una derrota cruel

Por: Marcelo Falak

Piñera, presidente electo de Chile
Piñera, presidente electo de Chile

Las elecciones chilenas del domingo encarnan una paradoja de explicación compleja: ¿cómo es posible que la presidenta que deja el cargo con los mayores niveles de respaldo jamás conocidos, más del 80 por ciento según las últimas encuestas, sea la que ponga término a dos décadas ininterrumpidas de hegemonía de su sector político? O, en otras palabras, ¿cómo es posible que, dada semejante popularidad, la mayoría de los votantes no haya querido apostar a la continuidad que garantizaba el candidato de la Concertación?

Apoyo no es necesariamente adhesión fervorosa, se podría alegar. Cierto, sobre todo cuando se habla de un liderazgo herbívoro, acaso algo desdentado. Y, contrariando a Gardel, que veinte años en política es un tiempo muy largo y desgastante, tal la lógica implacable de todas las obviedades. Pero también lo es 16 años (cuando Michelle Bachelet ganó su mandato) o 24, cuando podría haberse dado, allá por 2014, la transición hacia un gobierno de centroderecha. ¿Por qué ahora, entonces, y no antes o después?
Apostar como única respuesta a los veinte años transcurridos bajo gobiernos concertacionistas desde la recuperación de la democracia supone minimizar la proeza de Sebastián Piñera, quien no sólo cortó esa primacía sino que logró para el conservadurismo el primer triunfo electoral en más de medio siglo. Claro, la derecha gobernó Chile entre 1973 y 1990, pero no fue precisamente por la confianza de los votantes.

Los guarismos de la segunda vuelta indican que, en términos generales, la derecha logró un caudal sólo un poco superior al de la elección precedente (48 por ciento con sus dos candidatos –Piñera y Joaquín Lavín– sumados en la primera vuelta del 11 de diciembre de 2005). La que no fue la misma, en cambio, es la Concertación, que tuvo que volver sobre sus pasos para intentar reconquistar trabajosamente lo que hasta entonces le era propio y que en la primera vuelta se llevó ese fenómeno curioso que es Marco Enríquez-Ominami. Nada menos que un 20 por ciento de los votos.

Una parte importante del electorado de Enríquez-Ominami está compuesto por ciudadanos menos sensibles a lo ideológico, a quienes ya no es posible conmover con planteos del tipo izquierda-derecha y para quienes –sobre todo los más jóvenes– el pinochetismo es un fenómeno antediluviano. En esos rasgos, y en las aspiraciones largamente insatisfechas de ese sector de la población, anidan los factores que resuelven la paradoja mencionada al comienzo de estas líneas.

El siempre elogiado auge económico de Chile ha sido generoso con la inversión, pero no ha derramado sobre todos por igual. El desempleo orilla el 10 por ciento, una cifra que sólo puede parecer pequeña a los argentinos, acostumbrados como hemos estado al hiperdesempleo. Pero es mucho en un país con un sistema laboral tan flexible como el chileno, que hasta la llegada de Bachelet al poder permitía que empresas de atención al público licenciaran por un rato a sus trabajadores para evitarse el pago de algunas horas de trabajo. O donde, como refleja la muy interesante nota del viernes último de Sebastián Lacunza, el enviado especial de Ámbito Financiero, dicha flexibilidad laboral no ha impedido que el empleo en negro o informal siga afectando al 40 por ciento de los trabajadores, donde los puestos de trabajo “tercerizados” siguen siendo moneda corriente y donde se permite a las compañías registrar diversas razones sociales a fin de poder despedir por una ventanilla a empleados al cabo de los once meses en los que no rige el derecho a indemnización para recontratarlos luego por otra.

Hace poco, a propósito del ingreso de Chile a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde, el “club de los países ricos”), se dio un llamativo contrapunto entre el gobierno chileno y el secretario general de la entidad, el mexicano Ángel Gurría. Pese a datos como los brindados más arriba, éste denunció el sistema laboral del nuevo miembro como demasiado rígido, sobre todo en lo que hace a los costos del despido. ¿Qué diría Gurría entonces de países como Alemania o Francia, cuya pertenencia al mencionado club nadie en su sano juicio pondría en duda?

En paralelo a aquella tirria se conocieron los resultados de la Encuesta Laboral 2008, un estudio oficial. Según éstos, si bien el 71,8 por ciento de los contratos laborales son ilimitados, las prácticas antes descritas hacen que el 50 por ciento de ellos se interrumpa antes de los tres años y que el 20 por ciento culmine antes del primer año. Así, dado el plazo de prueba de once meses trabajados previsto por la ley, esos trabajadores no acceden a indemnización.

Más en concreto, el mencionado trabajo indica que apenas el 7 por ciento de los despidos da lugar al pago de indemnizaciones, que, por otra parte, tienen un techo de doce salarios. ¿Se puede hablar de despido caro en Chile?

Por otro lado, el 55 por ciento de los asalariados chilenos percibe menos de 630 dólares brutos, el 31,4 por ciento entre 318 y 477 dólares y un 6,4 por ciento directamente gana menos de 318.

Con estos datos, por ejemplo, ¿cómo “se emancipa” un joven en Chile, cómo planifica su vida, cómo accede a su propia vivienda, cómo encara un proyecto matrimonial o la aventura de la paternidad? Sobre todo cuando la educación universitaria es muy cara (especialmente la estatal, otra gran paradoja para el sentido común argentino) y los estudios no son una alternativa fácil para muchos de ellos.

Al día siguiente de una elección abundan los análisis que aluden a un supuesto “mensaje de las urnas”, o los especialistas dicen que la gente quiso decir esto o aquello. No hace falta caer en semejantes pecados de generalización. Basta con que un puñado de ciudadanos, un 5 por ciento como ocurrió el domingo con respecto a la contienda anterior, muestre su disconformidad para que la historia cambie de rumbo.

Esos votantes (y sus padres, u otros chilenos no tan jóvenes pero que enfrentan problemas similares) explican lo que sucedió el domingo en el país hermano. Esos desencantados a los que no les importó que les hablaran de izquierda o derecha, que nunca compraron el oxímoron del “Eduardo Frei progresista” y que, dado lo similar de las promesas de los dos candidatos, privilegiaron la empatía personal. Al cabo, ¿qué tenía para ofrecer de distinto un ex presidente, un hombre cuyo mandato (1994-2000) estuvo signado por el efecto tequila, la crisis asiática, la brasileña, la rusa, las argentinas? Si “izquierda” y “derecha” se parecen tanto, si son fotocopias tan perfectas, mejor intentar con lo nuevo.

Así piensan los abandonados por la Concertación. Los que el domingo votaron y cambiaron la historia.

Comentarios