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Dejar el búnker es el primer paso

Por Susana Pozzi.- Un conmovedor relato en primera persona hacia las entrañas de la marginalidad más profunda, hoy visibilizada en chicos que parecen adultos y que tratan de dejar atrás una vida a la intemperie llena de adicciones y violencia.


bunkerdentro

Es una tarde fría de fines de julio, de esas en las que el gris del cielo se enlaza con el viento y hace que se sienta que el frío “cala los huesos”. Un barrio de la zona sudoeste de la ciudad parece una barriada más de las muchas que abundan en las grandes urbes. No es un barrio más, no es anónimo, todos lo conocen a través de las secciones policiales de los matutinos y de los segmentos sangrientos de los noticieros televisivos. Vivir allí, imagino, es portar un estigma. Claro que no son los estigmas de Cristo, son los estigmas de una sociedad que los expulsó.

Acá estoy, parada frente a mis anfitriones que me ofrecen un mate que más que mate es agua extremadamente endulzada. Acepto el convite porque “el mate invita a la charla, a abrir corazones hasta con desconocidos” y para eso estoy acá.

Es un grupo pequeño de jóvenes arropados con sus buzos que cubren las cabezas, tanto las cubren que debo adivinar parte de sus rasgos. Sus pieles tienen costras, de esas que salen por la mugre acumulada; sus manos de piel cuarteada por el frío de hoy… y de años “a la intemperie”. Todos ríen nerviosos mientras los saludo con un beso. Me presento.

Están capacitándose en oficios. En este caso, albañilería. Tienen entre 16 y 20 años. Están ahí para aprender a construir. Están intentando “salir”. Salir de la estrechez del búnker; sí, ese de bloques, todo cerrado con un pequeño agujero por el que se hace la “transa”. Ese búnker que, imagino, paraliza el corazón de cualquiera que esté prisionero ahí porque es como la caja que contiene una bomba a punto de estallar. Presiento que debe ser angustiante estar encerrado ahí, dicen que por buena plata. Yo digo que es porque como sociedad los sacamos del camino, de ese que se construye colectivamente y que hoy todos llaman inclusión.

Casi todos tienen hijos pequeños. Hablan de sus hijos. Es el único momento en el que sus facciones endurecidas se distienden y arrojan luz en esos rostros quemados por la vida, la mala vida que, insisto, no eligieron. Y la tarde gélida se torna cálida.

No tengo hijos pero intuyo que el tener hijos los alegra, les da un sentido a sus vidas perdidas, y seguramente con ellos recuperan la faz lúdica de la vida, esencial no sólo para el esparcimiento sino también para aprender a manejarse, a vencer miedos, a despojarse de inhibiciones. Tener hijos les permite dar mucho amor y recibir mucho más, eso que seguramente no han sentido o dejaron de sentir vaya a saber hace cuánto. Porque sus males no comenzaron con el ingreso al búnker sino que hace mucho tiempo (vaya paradoja el nombre elegido para estos cubículos en los que se venden drogas, en los que unos ganan mucho y otros pierden la vida, los búnkers eran lugares para protegerse de los ataques en las guerras). Sus hijos, los hijos, son el ancla que los mantiene firmemente amarrados a la vida; sin ellos se hundirían sin más. Ellos están alejados de sus familias sanguíneas pero, a su manera, construyeron las propias.

No es fácil dialogar con ellos. La atención se dispersa rápidamente. No pueden, lo intentan pero algo en sus mentes no les permite concentrarse durante mucho tiempo. Saltan, como sorteando brasas encendidas, de un tema a otro… se alejan, vuelven. Sus manos se mueven rápido, sus risas son como risas “silenciosas”, de esas que nacen y quedan dentro… ¿Miedo a reír? Tal vez. De repente uno de ellos me pide un cigarrillo, le digo que no fumo e inocentemente agrego que “no es bueno fumar”. Y él, a quien supero en edad pero tal vez no en determinadas experiencias, me dice sin rodeos y con una ligera mueca en el rostro: “Es que esta mañana me di con algo que me pegó mal”. Nada para responderle pero sí para pensar. Y pienso en voz alta. Y me pregunto si no estamos obviando un paso en este camino de la inclusión, un paso clave, y es el de la atención a las adicciones.

Debemos, como sociedad, capacitar en oficios pero también debemos contribuir a la rehabilitación de quienes padecen adicciones. No son caminos fáciles pero son los pasos que se deben dar pues si ellos (estos jóvenes) dieron el primer paso, salieron del búnker y se animan a aprender un oficio, el primer paso está dado. El nuevo camino se comenzó a transitar.

La ronda de mates dulces continúa acompañada de unas facturas. Comienza a circular una planilla que deben firmar (supongo que era la de asistencia). Observo cómo uno de ellos se esfuerza en estampar su nombre sobre la hoja blanca. El tiempo se detiene con cada trazo dado con una mano torpe que sostiene la lapicera. Levanta la vista, mira directo a los ojos, y dice: “Sólo sé firmar, al menos sé hacerlo”. Tras lo cual baja la mirada y su humanidad se esconde una vez más tras esa capucha del buzo que, intuyo, le permite refugiarse de los dolores de la vida, dolores no pedidos pero que se sienten intensos, lacerantes.

No es el único. Nadie ha completado el colegio. Ni preguntar por el secundario. Duele una vez más y pienso. Pienso que habría que proceder a la alfabetización para que, al menos, cuando sus hijos, esos que los mantienen amarrados a la vida, les muestren que escribieron “papá te quiero mucho” sientan que la vida después de todo no era tan mala y un calor infinito los inunde alejando el frío de años de intemperie.

Son chicos y parece que les tocó el mal pujo de la vida cuando los parió. Nunca es tarde para tender una mano. No son culpables de la vida que viven. Tampoco lo es el barrio, que no es anónimo porque aparece en los policiales de diarios y noticieros. No lo son los padres que los parieron. Todos somos responsables por la vida que les tocó en suerte, por mirar para otro lado, por apuntalar modelos que los llevaron a ser parte de esa legión que estilan en llamar “los excluidos”, por priorizar urgencias que no eran ni son tales. Todos somos responsables por no mirarlos a los ojos y reconocernos en sus miradas. Estamos a tiempo. Estos jóvenes que conocí en un barrio del sudoeste de la ciudad ya dieron el primer paso: ahora tenemos que sujetarles fuerte las manos, reconocernos en sus miradas y transitar junto a ellos el camino de la inclusión. Y eso llamado inclusión es una construcción colectiva. Con esta idea en la cabeza partí de ese barrio de la zona sudoeste y acá estoy, sentada en casa pensando en voz alta para que nos despojemos de nuestras “capuchas” invisibles y comencemos a mirarnos, descubrirnos unos a otros y demos también nosotros ese primer paso que nos hará tender manos.

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