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De amor, de locura y de muerte

Por: Rubén Alejandro Fraga

“No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”. La frase es del cuentista, novelista, dramaturgo y poeta uruguayo Horacio Quiroga, de cuya muerte se cumplen hoy 74 años.

Considerado el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista, no le son ajenas las influencias de Rudyard Kipling, Joseph Conrad y, sobre todo, el magisterio de Edgar Allan Poe, por las atmósferas de alucinación, crimen, locura y estados delirantes que pueblan sus narraciones.

A los 58 años, Quiroga decidió poner fin a una vida marcada por la tragedia, los accidentes con armas de fuego y los suicidios, tras enterarse que padecía cáncer de próstata. Y lo hizo el viernes 19 de febrero de 1937, al beber un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, donde estaba internado.

Sexto hijo del matrimonio compuesto por el argentino Prudencio Quiroga y la uruguaya Juana Pastora Forteza, Horacio Silvestre Quiroga Forteza había nacido el último día de diciembre de 1878 en Salto, República Oriental del Uruguay. Su padre, descendiente del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga, era vicecónsul argentino en Salto y su madre una joven uruguaya de distinguida posición social.

Pero el trágico sino de Horacio comenzó a manifestarse tempranamente: antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879, su padre murió al escapársele accidentalmente un disparo de su escopeta de caza. En 1891 su madre se volvió a casar, con Ascencio Barcos, pero el padrastro se suicidó delante del niño poco después. Ese constante vacío paterno incidió en su personalidad de niño díscolo –mimado por la madre y por la hermana mayor, María–, a quien acechan los fantasmas de la persecución y de la culpa inconsciente.

Terminó la secundaria en el Colegio Nacional de Montevideo y desde chico demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, la guitarra, el ciclismo y la vida de campo. Su pasión por las letras hizo que comenzara a colaborar con las publicaciones La Revista, Gil Blas y La Reforma.

En el carnaval de 1898 conoció a su primer amor, la adolescente María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven precipitaron la separación definitiva. Se consuela editando su propia publicación, la Revista de Salto, entre 1899 y 1900.

Sin embargo, decepcionado con la escasa repercución de la Revista, decidió viajar a París utilizando la herencia dejada por su padre. El viaje fue un fracaso y no conoció nada más que tristeza y humillación. Resumió esas experiencias en Diario de Viaje a París (1900).

Al volver a Montevideo, Quiroga reunió a sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el Consistorio del Gay Saber, una suerte de laboratorio literario experimental donde probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas.

La alegría que le provocó la aparición de su primer libro, Los arrecifes de coral, una serie de poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901 y dedicado a su amigo Leopoldo Lugones, se vio trágicamente opacada –una vez más– por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.

Pero aquel funesto 1901 le guardaba aún otra espantosa sorpresa. Su amigo Ferrando le contó que iba a batirse a duelo con el periodista montevideano Germán Papini Zas, quien había publicado malas críticas sobre su obra. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Desolado, en 1902 cruzó el Río de la Plata y se fue a vivir con su hermana María a Buenos Aires. Allí, adoptó la ciudadanía argentina y su cuñado lo inició en la pedagogía, consiguiéndole trabajo como maestro en el Colegio Nacional de Buenos Aires.

En marzo de 1903 acompañó, como fotógrafo, a Lugones a una expedición a las ruinas jesuíticas en Misiones. La profunda impresión que le causó la selva misionera marcaría su vida para siempre: seis meses después invirtió los últimos 7 mil pesos que le quedaban de su herencia y compró unos campos algodoneros a siete kilómetros de Resistencia, Chaco. Y aunque el proyecto algodonero fracasó, se convirtió, por primera vez, en un hombre de campo. Así, su narrativa se benefició con el profundo conocimiento de la cultura rural y de sus hombres, en un cambio estilístico que mantendría para siempre.

Volvió a Buenos Aires para vivir con su amigo Brignole. Se dedicó a la galvanoplastia y siguió escribiendo, abrazando la narración breve con pasión y energía. En 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, influido por el estilo de Allan Poe.

Durante dos años trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela Los perseguidos (1905) y su soberbio y horroroso “El almohadón de plumas”, publicado en Caras y Caretas.

En 1906 adquirió a bajo precio 185 hectáreas en la selva misionera, sobre la orilla del alto Paraná y se instaló nuevamente en ese lugar que tanto amaba. Dos años después se enamoró de una de sus alumnas, la adolescente Ana María Cirés, con quien se casó el 30 de diciembre de 1909. En 1911 nació su primera hija, Eglé, mientras él se dedicaba al cultivo de la yerba mate y a todo tipo de labores manuales en su taller, tarea que sólo interrumpía para confraternizar en el bar de la zona. Los hombres que frecuenta son el bosquejo de los personajes de Los desterrados. Luego renunció a su cátedra porteña a cambio de ser nombrado juez de Paz en el Registro Civil de San Ignacio. Como funcionario fue olvidadizo, desorganizado y descuidado; acostumbraba anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel que “archivaba” en una lata de galletitas.

En 1912 nació su segundo hijo, Darío, y Horacio trató de sostener la familia con muchas penurias: destiló naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares, pero sólo cosechó fracasos monetarios. Mientras, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba, pescaba y escribía.

Hasta que la tragedia volvió a golpearlo: el 14 de diciembre de 1915 se suicidó su esposa, ingiriendo veneno tras una violenta pelea con él. Ana María sufrió una espantosa agonía de ocho días y su muerte dejó a Horacio y sus hijos sumidos en la desesperación. Con todo, Quiroga no dejó enseguida el reducto silvestre, en el que empezó a concebir los cuentos de monte que labrarán su fama: “A la deriva”, “La gallina degollada”, “El alambre de púas”, “Los pescadores de vigas”, “Yaguaí”, “Los mensú”, entre otros, que formarán parte de sus Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917).

Luego, se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde vivieron en un sótano, mientras trabajaba como secretario en el consulado uruguayo y publicaba cuentos en las revistas P.B.T. y Pulgarcito. En 1918 aparecen sus Cuentos de la selva para niños, con ocho relatos, entre ellos “La tortuga gigante”, “El loro pelado”, “La gama ciega” y “Las medias de los flamencos”.

La Nación comenzó a publicar sus relatos en 1921, año en el que apareció Anaconda y otros cuentos y se estrenó su única pieza teatral, Las sacrificadas. También se dedica a la crítica cinematográfica en varias revistas.

Poco después regresó a Misiones, enamorado de Ana María Palacio, de 17 años. Pero el romance naufragó por la negativa de los padres de la chica a que ésta fuera a vivir a la selva. Este nuevo fracaso amoroso inspiró su segunda novela, Pasado amor (1929). Para olvidar, construyó una embarcación, la que bautizó “Gaviota” y con la que realizó numerosas expediciones fluviales. Los siguientes años los pasó entre Misiones y Buenos Aires, donde traba amistad con personalidades de la vida literaria como Lugones, José Enrique Rodó, Alfonsina Storni y Ezequiel Martínez Estrada.

En 1927, de vuelta en la selva, cría y domestica animales salvajes. Pero el enamoradizo artista ya había posado los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que se casó con él ese mismo año sin haber cumplido 20 años. En 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija: María Elena (Pitoca), nacida en 1928.

A fines de 1935 comenzó a padecer las primeras molestias de una enfermedad prostática que lo llevaría más tarde a quitarse la vida. Para colmo, su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo solo y enfermo en la selva. Al final, dejó su retiro misionero para internarse en el Hospital de Clínicas porteño.

Allí, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. Una copa de cianuro, apurada en el hospital la madrugada del 19 de febrero de 1937, puso fin a los sufrimientos y a la atormentada vida de Quiroga.

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