Rusia 2018

El espía rojo

Cuando fui araña roja


Bueno, bueno, bueno, el debut de nuestro amado equipo no va a pasar inadvertido; no sólo quedará en las retinas de los miles de rusos que lo vieron en el estadio sino que toda la población recordará este suceso, este hecho determinante para el cual contribuimos todos los que somos de allí, de esa querida tierra, pero que hoy vivimos desperdigados en lejanas partes del globo añorándola.

Sí, porque aunque no soy un tipo especialmente nostálgico, nada me gustaría más que sentir los olores de mi país, la brisa de mi patria, esa fragancia que arrojan los abedules cuando se caminan los estrechos senderos de los bosques, o el perfume de las manzanillas y el lirio de los valles… pero, ¡alto!, ¡no debo seguir recordando de esta manera! Tengo que pensar en lo glorioso que fue dejar un marcador 5-0 en el encuentro inaugural, dejando boquiabiertos a propios y extraños, que no esperaban tal contundencia de nuestro equipo.

Nobleza obliga –y vuelvo a los argentinismos, que tanto placer me provocan– yo me siento parte de ese triunfo y creo que contarlo no hará más que certificar que siempre que se quiera uno puede ayudar a los paisanos, aún cuando se encuentre a más de 17 mil kilómetros de distancia.

Nosotros, los rusos digo, tenemos algunas supersticiones que ayudan en el tránsito por esta vida; y si uno las sigue al pie de la letra -eso que nuestros ancestros transmitieron oralmente durante siglos, desde aquellos eslavos orientales que se pisaban los pies unos a otros para no entablar discusiones inacabables que muchas veces, si era invierno, terminaban con sangre tiñendo la nieve-, dan resultado.

Y ahí está, creo, una de nuestras supersticiones más antiguas y de la que me valí en un partido de fútbol que quedó grabado en mi memoria –como dice una popular canción argentina, hay cosas que quedan grabadas a fuego–, cuando era muy joven y templaba mis piernas y mi ánimo en los entrenamientos.

La superstición consistía en que alguien pisara el pie de aquel que te hubiera pisado porque de lo contrario, surgiría una discusión de final incierto. Era, para mi placer, un día muy frío con una copiosa nevada y todos los que integrábamos las divisiones inferiores del Dínamo –de ahí mi pase directo a la KGB– no temblábamos por la temperatura, sino porque en el arco estaba la inmaculada, la fantástica, la inigualable Araña Negra, el arquero Lev Yashin, que con su sola presencia enteramente vestida de negro, causaba pánico, sobre todo porque ¡quién se hubiera atrevido a marcarle un gol! Aunque se tratara sólo de una práctica, su mirada y sus angulosos brazos volvían impensable cualquier intención e impenetrable el arco.

Pero el fútbol es impredecible y las supersticiones también, y ese día yo estaba dispuesto a no tener ningún altercado con Boris Pasternov, que me había pisado y era un joven rudo que le gustaba luchar en la nieve, por lo que debía encontrar a alguien que lo pise a él, para sostener el rito de la creencia: pisotón por pisotón no da lugar al papelón. Y así fue que perseguí por toda la cancha a mi gran amigo Andrey Dmitry, con quien nos debíamos favores y nos gustaba armar un mediocampo que diera aire a los delanteros; nos entendíamos con sólo alzar la cabeza y divisar los apurados botines de cada uno.

En fin, Andrey se iba con el balón a campo contrario –contrario es un decir porque todos pertenecíamos al Dínamo pero en los entrenamientos guerreábamos como en un partido de campeonato– adonde atajaba la Araña Negra, y yo detrás intentando decirle que debía pisar a Pasternov. En un momento, los copos de nieve cada vez más densos cubrieron mis ojos y me detuve y sentí el golpe suave de la pelota delante de mis pies. Luego la voz de Andrey pidiéndomela y creí verlo correr cerca de mí. Pateé como venía, con algo del efecto que había aprendido a darle hacía poco y la pelota, con la carga extra de la nieve, salió como una bala. Sentí los gritos enardecidos de los de mi equipo y caí en la cuenta que había convertido un gol y rápidamente me paralicé.

Andrey y varios más vinieron a abrazarme, pero yo sólo escuchaba las puteadas de la Araña, que maldecía, porque claro se trataba de alguien que salía de su línea para retar a los delanteros en los mano a mano, sacaba el balón con el brazo y no pateándolo, y organizaba la defensa desde el fondo, todo en su sobria y temible vestimenta negra. Y yo, un incipiente mediocampista le había clavado un gol. Recuerdo que corrí a los vestuarios como si me persiguiera el diablo –ya el partido no podía continuar por la nieve– mientras escuchaba que mis compañeros me vivaban como ¡¡¡¡Araña Roja!!!!

Y la tradición no podía perderse. Antes del partido con Arabia Saudita pisé al sodero mientras me dejaba unos cajones, y Nikolai Vladimirevich, que estaba en casa de visita, puso suavemente su 44 sobre mis pies. Luego nos sentamos a ver el partido.

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