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Como fragmentos de pan crocante

Por: Ricardo Caronni, desde Ginegra

Los grandes inventos

“Cuando comienzo a escribir es para comenzar a inventar”.

Así dice Henri Michaux en uno de sus textos innumerables, de los que rescato algunos títulos que me parecen extraordinariamente sugerentes y bellos.

Por ejemplo, uno de sus primeros libros se titula Los sueños y las piernas. Otros: El espacio de adentro, Entre los pliegues de la vida, El turbulento infinito, Milagros miserables, Los grandes acontecimientos del espíritu y la infinidad de pequeños…

Le hago caso a Michaux y les digo que a estas invenciones, apenas aparecen, yo me pongo desde todos los lados a traducirlas entre los inevitables barrotes del proceso de plasmarlas en la realidad que, en este caso, implica transformarlas en palabras. De compromiso en compromiso, de azar en azar, como un escultor que trabaja en su piedra o en su acero, entre el autónomo fulgor de ellas y mi modesta intervención, voy obteniendo las formas y los modos posibles para pasar esas invenciones a su escrita vida social. Uno las agarra como del cuello –cuando no son ellas las que nos agarran del cuello a nosotros– y las somete a la letra.

Entonces, con gran dolor del alma, se vuelve –siempre– evidente que jamás gozarán de la bella existencia que les parecía prometida al nacer.

Miscelánea político-existencial

Recuerdo el encuentro con un antiguo copartidario allá lejos y hace tiempo. Yo tenía mi cargo y él, el suyo. Cuando, durante nuestra conversación, tuvo la fehaciente seguridad de que yo no padecía de ninguna ambición política y que entonces no sería el menor obstáculo para él, ni siquiera se molestó en saludarme a la salida.

Yo ya no existía más, ni como inconveniente, ni como soporte a sus objetivos.

Por lo tanto, tampoco como ser humano. Ahora tiene su cargo político anhelado. Se ocupa de miles de seres humanos.

Después no me digan que no se los advertí.

La disminución de la calidad literaria

Dicen que las mujeres son extremadamente sensibles a la palabra escrita y al mensaje verbal. En la evolución de la vida de un hombre, hay una etapa en que las ambiciones amorosas y sexuales se encuentran con una realidad que les marca un límite infranqueable. Entonces no se sabe bien si vale la pena hacer grandes esfuerzos de ingenio –y escribirlos o verbalizarlos– para sensibilizar y atraer mujeres.

Porque, cuando se es joven y amorosa y sexualmente impecable, ¿qué otro sentido y objetivos puede tener sentarse a escribir poemas?

La satisfacción –y el suplicio– de escribir son interesantes en sí mismos. En las debidas proporciones.

El pan en el horno de leña

“Andá a buscar el pan a la calle San Juan”, me decía mi vieja, algunos días en algún momento de la mañana. Y yo agarraba mi bicicleta roja rodado 22 con piñón fijo, la bolsa de lona a rayas blancas y verdes que tenía un mango de madera pintado también de verde al que mi viejo había unido con tachuelas doradas a la lona que había cosido mi vieja enla Singer, y salía a mi aventurada excursión de diez cuadras. El trayecto incluía el empedrado grueso de San Juan a partir de bulevar Oroño hasta Rodríguez y tantas veces era por las anchas veredas que lograba pasar de una a otra calle, porque el piñón fijo y el empedrado eran demasiado como mezcla aun para un pibe de 10 años como yo en aquel entonces.

Pero no era cualquier panadería ésa a la que había que ir cada tanto. Teníamos una en la esquina, pero la 25 de Mayo, en San Juan y Rodríguez, había logrado, en sus hornos de leña, un pan francés y unas varillas tan bien hechas y crocantes que la excursión lejana se imponía.

“Hoy hay pan de la calle San Juan”, avisábamos en la mesa antes de sentarnos.

Qué alegría, qué gusto. ¡Qué sándwiches excelentes de manteca, jamón y queso! ¡Y qué tostadas los días siguientes!

Ya no sé en qué momento y por qué causas, a pesar de la nueva bicicleta rodado 28 con tres cambios, toda la aventura desapareció. Alguna vez pasé por allí, muchos años después, y la panadería ya no estaba más.

No me cabe duda de que Michaux me recomendaría situar este recuerdo entre “la infinidad de pequeños acontecimientos del espíritu”.

Pero sobre todo, casi medio siglo después, desde la misma Francia, a distancia preventiva de aquel mezquino político de allá, y de improviso, pasando el cuchillo con manteca sobre estos panes tan lejanos y tan alejados de ese ayer, le quiero agradecer a aquel panadero rosarino y anónimo los momentos de hermosa alegría casera que nos supo prodigar con la evidente sabiduría de su oficio.

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