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Como el agua y el aceite

Por Luis Novaresio / Especial para El Ciudadano.

Intento escribir la crónica del cacerolazo del jueves. Y no sale. Resuena el odio de los que quieren aprovecharla para castigar usando el disparate miope de Miami o los que esconden en secreto –y no tanto– terminar ahora con lo que no comparten. En un costado de mi biblioteca encuentro un recorte de un artículo que publiqué hace mucho. Lo leo. Decido hoy, en medio de tanta intolerancia con rostro de marcha o de cadena desde el atril crispado, repasarla. Y digo.

Nadar se parece a la libertad. Tengo frío. Tengo que ir al baño, sentí en mi panza. Es que apenas teníamos 13 o 14 años y uno creía que la libertad, en el peor y más acuciante de los casos, era un sustantivo femenino singular que había que hacer rimar si nos ponían a poetas en la clase de Literatura. Y eso estaba bien. ¡Cómo extraño aquel estado de vivir con horizonte de futuro interminable! Demasiada filosofía para unos cuantos adolescentes que terminaban de entrenar una tarde entera en la pileta cubierta del club Provincial. A las 5 de la tarde, cada día, entrar a la piscina con olor desaforado a cloro para nadar hasta diez mil metros. Éramos de la época en la que Mark Spitz había hipnotizado a todos y el tipo mostraba sus siete medallas olímpicas luego de haber nadado y nadado y nadado.

El agua es otro medio. Hay que saber primero domar esa viscosidad ligera, reconocer tu cuerpo en el líquido que aparentemente remata todas las leyes de gravedad de la tierra y finalmente (¡finalmente!) saber deslizarte sobre ella como quien hace el amor sobre el cuerpo deseado. Mario D’Andrea, nuestro inmenso entrenador, entonces odiado por su rigurosidad, seguía insuflando filosofía a aquellos pibes lejanos que terminaban de entrenar una tarde anterior a la competencia de natación y les enseñaba qué cosa era la mística. Y recién ahora lo entiendo. Nadar es saber que hay algo más que podemos en ese universo distinto que es el agua. Podemos. Y demostrarnos que la carrera es nuestra. Ganar los cien metros espalda, gringo, es tu revancha contra lo que no se puede. Porque tenés que demostrar, a vos y a todos, que sí podés. Eso me decía Mario. Juro que dejé de sentir el dolor de panza. Y, claro, aquel fin de semana de competencia, gané.

A esa altura de la vida los héroes de nuestra existencia no eran los de la tele. Nuestros compañeros de escuela querían ser Batman, Robin los más sensibles. Nosotros queríamos ser otra cosa. Yo quería ser Conrado Porta, que había entrado octavo en los Juegos Olímpicos en donde el bigote de Spitz todavía no frenaba su desplazamiento. Hoy, todos, se afeitan. Vos querías ser Andrés Cejas, un librista más rápido que la luz y más poderoso que el ganador de las peleas con el Guasón. Tu hermana quería ser la inigualable Cintia Bellotto, una espaldista elegante que ganaba con sólo mirar a sus competidoras; o la inmensa Andrea Neumayer, que le había porfiado a su escasa estatura con una disciplina prusiana para ser una de las mejores nadadoras que dio este país. Había uno de estos dioses del agua que me afectaba especialmente. Patricio siempre ganaba. No más alto, no de un físico tan distinto, no más rubio desteñido por el cloro que nosotros. Sólo mejor nadador. El tipo entrenaba en Arroyo Seco. Ganaba.

Un día Mario me dijo que iba a competir en los cien metros libre en Talleres de Arroyo. Eso y condenarme al escalón intermedio del podio de medallas era lo mismo. Yo ya tenía en trámite el pasadizo al olimpo de los semidioses de la natación con mi especialidad en los cien espalda. ¿Por qué someterte a salir segundo con Patricio en la especialidad de él, los cien libre? Me quise retobar. Mario me fulminó con la mirada. Al rato me quise sentir mal. No me salió cuando la amenaza era no jugar más al waterpolo al final del entrenamiento. No hubo más remedio.

Cien metros son cuatro piletas cortas, como le decimos a la de veinticinco. El chapuzón cuando explota el sonido de la largada duele como cuando te ponen la antitetánica. No hay excusas. Hay que ganar. La primera pileta fue pareja. Creo que hasta di la vuelta primero. Imperceptible, pero primero. La segunda, me tocó respirar para el lado de Patricio y verlo me amedrentó. Supe que nadaría primero hacia los 75 metros. Y así fue. Entonces fue el oxígeno. Ya no respirar cada cuatro brazadas sino cada dos. No usar tanto las piernas. Porque no responden. Y esperar el milagro: que Patricio se canse. Cuando hundí la cabeza un poco más para ver si Patricio ya se había despegado de mí, creí en Batman. ¡Yo iba adelante! ¡Yo le podía ganar! Fue, entonces, la última vuelta. El modo de aprovechar la velocidad para nadar hacia el otro lado cuando se llega al extremo de la pileta se llama vuelta americana. Es una especie de tumba carnero en el agua que eleva las piernas por el aire para apoyarlas en la pared del extremo. Hay que saber calcular distancias, no hay que perder velocidad. Di la vuelta primero. Sentí que el calor de mi cuerpo era nada con el de mis talones. Supe que el dolor de brazos era nada con lo que quemaba en mis pies. Patricio me ganó en el sprint final como hacen los mejores. Yo apenas si llegué y con mis talones abiertos por el golpe que dieron en el borde de la piscina cuando calculé mal la vuelta americana. Me llevaron en camilla, vi por primera vez una ambulancia y me dolió cuando me cosieron con hilo quirúrgico.

Mario D’Andrea, unos los mejores entrenadores de natación que dio esta ciudad, me miraba sentado en la camilla del dispensario. No se separó un instante. Cuando dejé de llorar (¿por el dolor de talones o de la derrota?) me dijo que Patricio había venido a verme. Sacó de su bolsillo la medalla dorada que el chico de Arroyo Seco había ganado y me la dio. Dice que es tuya, me dijo. Que nunca nadie le había ganado en la vuelta de los 75 y que te la merecés. Mi héroe fue, desde entonces, Patricio Huerga.

Le perdí el rastro hasta que alguien me contó que en Arroyo Seco había un grupo de jóvenes discapacitados motrices, mentales, autistas y esquizofrénicos que nadaban en el río. Le propuse a mi jefe hacer un informe periodístico. Cuando llegué a la pileta, supe lo que sospechaba desde siempre. Patricio se abrazaba con dos chicos downs y les preguntaba: “¿Qué somos nosotros?”. Ellos gritaban: “¡Tiburones!”. El muy insensato no ha echado panza como este cronista y no ha perdido el pelo. Al menos, usa anteojos. Pero sigue nadando. Comparte su tiempo con (¿treinta?, ¿cincuenta?, ¿cien?) hombres y mujeres con todo tipo de discapacidad a los que enseña a bracear para superar el agua y hacer mil, diez mil metros en el río. Son Los Tiburones de Arroyo Seco. Ya hicieron por caso una veintena de maratones en el Paraná.

Patricio habla poco. Pero ríe mucho. Con sus alumnos, con los padres de ellos, con su familia. Conmigo. Dice que todos somos iguales, que todos somos distintos pero que todos juntos podemos. Me mira, mira a sus nadadores y ríe de alegría. Y entonces entiendo, hoy a sus y a mis 48 años, lo que Mario decía. Nadar es lo más parecido a la libertad. Y, en este caso, a la felicidad.

Cuando termino de hacer mi crónica del cacerolazo la comparo con esta vieja nota que publiqué hace años, reescrita ahora en los tiempos de cólera K. Entiendo el valor de poder, sin miedo a Dios ni a nadie, compartir, aceptar la diferencia y, esencialmente, construir sin rencor. Vale más la pena hablar del agua. Por eso, esta contratapa.

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