Región

Genocidio

Buscan justicia por la masacre de habitantes originarios en el norte santafesino en 1887

El asesinato de aborígenes por una guarnición militar luego de que fueran reducidos en una misión fue descripto por un sacerdote franciscano y se conoció como la Masacre de San Antonio de Obligado. La revista “Añamembui” relató los hechos a partir de fuentes documentales y textos académicos


“Hoy día once del mes de marzo del año mil ochocientos ochenta y siete, después de la sublevación del día siete, habiendo quedado algunos indios de la tribu de los sublevados (…) después de haberlos atado bien seguro, a las nueve de la noche fueron asesinados por la fuerza militar que guarnecían este punto. Los muertos fueron catorce, a más de una mujer y un chico de poca edad. Fueron enterrados cerca de la proveeduría donde los soldados estaban acuartelados. Doy fe. No fueron los únicos casos”.

Así describía el sacerdote franciscano Ermete Constanzi la masacre de habitantes originarios en el norte santafesino, en una historia en la que él mismo fue uno de sus protagonistas y que, pese a haber quedado documentados hasta día por día los hechos, hoy se recuerdan exactamente al revés: como un ataque aborigen a pacíficos colonos que se establecieron para labrar la tierra. Las sucesivas tergiversaciones, que tuvieron como telón de fondo la disputa por la tierra, la explotación de mano de obra e incluso la expansión de los negocios británicos, forman hoy, a 135 años de los hechos, parte de un nuevo expediente judicial: en septiembre de 2020, los caciques Luis Pereyra y Rosa Pereyra, de las comunidades qom Anañaxag (Las Toscas) y Dalagay (San Antonio de Obligado) se presentaron ante el fiscal federal de Reconquista Roberto Salum para denunciar la masacre de sus antecesores como delito de lesa humanidad y genocidio.

Los trazos de la masacre de San Antonio de Obligado se internan en documentos públicos sacados a la luz por distintos historiadores a lo largo de las décadas que fueron transcurriendo, en las que, además, volvían a cobrar relieve a partir del no reconocimiento de la propiedad de la tierra a sus legítimos dueños, circunstancia que llega hasta el presente. Además, para los pueblos originarios involucrados es un ejercicio de memoria que de generación en generación se fue transmitiendo, hasta desembocar en un nuevo reclamo judicial.

El juez federal Aldo Alurralde tomó la causa, y avanzó en uno de los pedidos: puso a resguardo el libro de la parroquia de la Inmaculada Concepción de Villa Ocampo, y ordenó tomar imágenes de las páginas con testimonios escritos desde 1884 hasta abril de 1898. Es uno de los primeros pasos para determinar la verdad histórica de otro sangriento y oscurecido episodio, cuya saga continuaría años más tarde con el crimen del propio cura Constanzi.

Cinco siglos igual

“Primeramente se hizo un pozo grande y trajeron atados a los que iban a matar. Vino la fuerza militar y los mató a todos. A ellos mismos les hicieron cavar un pozo grande, barrancoso, y luego taparon todo”, rememoró Sixto Chará descendiente toba. “Tiene que haber más o menos 300 personas enterradas aquí. Eso es lo que vine a saber por parte del bisabuelo de mi mamá. Por eso está clavada esa cruz. Ahí está enterrada toda la indiada que había alrededor. La cruz de los pobres inocentes”, dijo por su parte Filiberto Gómez, del pueblo mocoví.

Era 1992, se cumplían 500 años del arribo de Cristóbal Colón al continente, lo que significó el inicio de la conquista, y en San Antonio de Obligado, en la llamada Cruz Alta, se reunieron descendientes de las comunidades para rendir homenaje a las víctimas –sus ancestros– y refundar el reclamo de justicia.

Con el título “Sublevación y matanza indígena en la reducción de San Antonio de Obligado (1887)”, la revista de historia Añamembui, de Reconquista, dedicó por entero su segundo número al caso. La investigación, rigurosamente documentada, fue publicada en noviembre de 2018, y comienza donde corresponde: por el principio. Lo que es incierto es el final, ya que hay indicios y aun datos que trazan un vaso comunicante de la masacre aborigen nada más y nada menos que con La Forestal, la compañía británica que durante siete décadas devastó el norte santafesino.

El extenso trabajo, firmado por Luciano Sánchez, director y fundador de Añamembui, incorpora fuentes documentales y textos académicos. Se ubica en la mitad del siglo XIX, con el Chaco santafesino, lo que es hoy el noreste de la provincia de Santa Fe, habitado mayoritariamente por pueblos de la cultura toba, mocoví y abipona.

Todos eran cazadores y recolectores, lo que supone una gran movilidad por un vasto territorio y por lógica una compleja relación con con una población blanca que iba llegando por oleadas. Los tiempos iban transcurriendo entre enfrentamientos armados y relaciones comercio a lo largo de una frontera marcada por fortines.

Los aborígenes pactaban o deshacían alianzas según la coyuntura. Hacía dos siglos que habían incorporado al caballo, traído por los españoles, “una de las transformaciones socioculturales más significativas”, en sus migraciones, tanto como en “los enfrentamientos con los colonos”.

El recorrido histórico pone una bisagra en 1870: hasta entonces –marca– “las políticas de expansión territorial habían sido puntuales y esporádicas”, reducidas a “exploraciones e intentos aislados y poco sistemáticos de ocupación del territorio” hacia el norte. Pero a partir de esa fecha todo empezó a cambiar: “El desarrollo del modelo agroexportador y la formación del Estado «monocultural» dieron el impulso y la determinación de lanzarse a la conquista del Gran Chaco. La expansión de la frontera del Chaco se produjo por medio de una triple avanzada integrada por militares, misioneros y colonos. Estos últimos –llegados mayoritariamente de Europa producto de la ley Avellaneda– se convertirían en «el nuevo actor social que se incorporaba al Chaco austral»”, describe el trabajo.

Durante el siglo anterior, hacia el sur de la provincia, los misioneros jesuitas habían avanzado en las “reducciones”, como las de San Javier, San Pedro, y San Jerónimo del Rey, hasta que fueron expulsados de las colonias españolas en 1768.

Para 1870 la situación era otra: el presidente Domingo Sarmiento había nombrado al coronel Manuel Obligado, quien “continuará la política de incorporación del indígena al Ejército, como se venía implementando”, marca la investigación.

“Así, la frontera del Chaco se corría y era escoltada por fortines, colonias y reducciones, escenarios donde se jugaría el destino de las culturas originarias del Chaco y donde lxs «indios» hasta aquí «irreductibles», serán

«derrotados, integrados o desplazados gradualmente hacia el norte”.

En ese contexto, 14 años después del inicio del corrimiento de fronteras, a las poblaciones originarias no les habían quedado muchas alternativas. El presidente era Julio Argentino Roca, y a él le escribe el coronel Obligado, informándole de la presencia de 235 “indios”, y en otra carta, dirigida al prefecto de Misiones, pidiéndole “uno o dos Padres para realizar una reducción indígena”. Así nace San Antonio de Padua y pueblo Obligado.

“Así, el 21 de junio de 1884 se embarcaron desde Reconquista rumbo a Las Toscas el coronel Manuel Obligado, el fray Ermete Constanzi, Cleto Mendoza –indígena reducido y fiel colaborador del sacerdote– y los 235 indígenas que hiciera mención Obligado”.

“Por aquellos años –marca Añamenbui– la población de Las Toscas se encontraba en plena conversión de fortín a pueblo”. Y el crecimiento también llegó a la reducción: para 1886, había triplicado sus habitantes. La mayor parte de los aborígenes estaban militarizados, en tanto que lo que no trabajaban en plantaciones de caña de azúcar. “El pueblo se compone de 16 cuadras de largo, casi todas pobladas de casas, habitaciones de los indios, bonitas azoteas, plaza principal, cuartel, escuelas e iglesia: y como éstas, otras calles más, que en su totalidad cuentan como 40 casas de ladrillo, la mayor parte de azotea, 90 y más de estanteo, sin contar los ranchos y casas que están en construcción. Además 2 panaderías, 7 casas de negocio, 5 carpinterías,

una botica, 3 fábricas de ladrillos y una fonda, etcétera, con una población de 1.200 habitantes, la mayor parte indígenas y los demás criollos y extranjeros”, escribe el franciscano Ermete. Pero entonces estalló un brote de cólera.

Superada la epidemia, que implicó muertes dentro de la reducción y aislamientos forzados por cuarentena, además de la huida de muchos de familias que habían dejado el nomadismo para asentarse allí, el sacerdote Constanzi pide al Estado nacional la cesión de 20 mil hectáreas en otro paraje para “fundar allí una colonia de familias extranjeras e indígenas estableciendo una misión cristiana”.

Es ya 1887 y hay un problema: la tierra ya se manejaba por títulos y hacía tiempo que los pueblos originarios eran dueños de nada. Peor aún, tenían títulos precarios del Estado nacional, pero con el corrimiento de la frontera norte, el territorio de la reducción había pasado a ser de Santa Fe. Y para el Estado santafesino, recuerda la investigación de Añamembui, “el interés de fondo radicaba en la posibilidad de pagar con tierras provinciales una deuda” que había contraído con Cristóbal de Murrieta & Co, banqueros de Londres.

“El traslado de la frontera norte afectó directamente los intereses de la reducción de San Antonio de Obligado. El cambio de Nación a provincia dejó sin efecto los títulos de adjudicación de tierras de los reducidos. Aquí comenzaría el extenso y desgastante reclamo de los títulos de tierra a la provincia de Santa Fe”, marca la publicación.

Ya todo estaba trazado: “Lxs indígenas trabajaban en diversas actividades relacionadas a la industria azucarera y representaban la mano de obra barata que venía a completar el modelo productivo de la Argentina de finales del siglo XIX”, describe la investigación. Y completa: “Pero sin dudas el germen de la sublevación anidó en el interior del Regimiento Indígena –integrado en

su mayoría- por mocovíes. Los «milicianos indígenas» recibían una ración diaria –en calidad de pago por los servicios que prestaban– que les permitía –entre otras cosas– no tener que participar de las duras jornadas de la caña de azúcar. Sin embargo tuvieron que soportar maltratos y abusos por parte de los superiores en el Ejército. Varios documentos históricos señalan al sargento mayor Marcos Piedra –máximo jefe militar de la reducción– como el principal promotor de castigos y vejaciones contra los soldados indígenas”.

“El excesivo rigor como trataba a los aborígenes, quitándoles a veces hasta la manutención y las herramientas de que disponían, suministradas ambas cosas por el gobierno; este militar negociaba descaradamente con ambas cosas –víveres y herramientas– y en connivencia con varios vecinos blancos”, escribió el propio sacerdote Constanzi.

La mecha estaba encendida. “Pero el motivo que provocó la indignación de lxs indígenas –mayoritariamente de los que estaban alistados en el ejército– fue el pedido de una «chinita» (niña indígena) del general Rudecindo Roca al mayor Marcos Piedra”. Rudecindo era hermano de Julio Argentino Roca y gobernador de Misiones, donde instaló, en Santa Ana, “un ingenio azucarero a través de un generoso préstamo que obtuvo del Banco Nación”.

“La existencia de siete telegramas –«celosamente» guardados en el archivo histórico del convento San Carlos– permite reconstruir el «secuestro» de la niña indígena –día por día– hasta llegar a la sublevación”, reconstruye el trabajo.

El revisionismo tarda

El diario Tiempo Argentino dio cuenta de acciones judiciales el año pasado, nada menos que en la semana del 24 de marzo, para develar con rigor qué fue lo que ocurrió en San Antonio de Obligado cuando todavía el lugar ni siquiera se llamaba así. Era una “reducción” indígena cohabitada también por criollos e inmigrantes que no sólo funcionaba bien sino que crecía en prosperidad, incluso pese a las injusticias documentadas en su época, que daban cuenta de pagos de hasta 5 pesos por el trabajo de un aborigen en un ingenio azucarero, cuando un criollo por igual trabajo cobraba de 15 a 20 pesos.

Según cuenta el matutino cooperativo porteño, una comisión de Gendarmería Nacional fue a la iglesia de Las Toscas, ciudad del departamento General Obligado, casi en el extremo noroeste santafesino, a buscar y asegurar “pruebas” sobre un alzamiento aborigen, su posterior persecución, la masacre que le siguió y otros hechos concatenados que, algunos años después, terminaron de encuadrar un trágico capítulo de la historia provincial.

El artículo rescata también que un año antes, en febrero de 2019, el antropólogo Fernando Pepe, coordinador del Programa Nacional de Identificación y Restitución de Restos Humanos Indígenas del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (Inai) había ido a Las Toscas para mediar en un conflicto entre una comunidad qom y la Municipalidad por tierras que, según se constató a partir de restos arqueológicos, tenían ocupación ancestral.

Y en la comunidad escuchó la historia de la masacre, que se transmitió de generación en generación. Y también su deformación: aborígenes habían asesinado al cura Ermete Constanzi y fueron muertos en represalia.

“Me interesó el tema, empecé a buscar datos y encontré que la historia estaba al revés”, relató. Y es que el propio sacerdote había defendido lo que llamó: “La inocencia de mis indios”, ante el gobierno de la Nación y la prensa. Y acaso esa determinación le valió la muerte, un crimen que nunca se consideró esclarecido, aunque hay indicios que pueden corregir la impunidad de entonces.

Pepe también tomó conocimiento de un contingente de Caballería que, tras la sublevación, se despliega en San Antonio de Obligado, donde había 15 hombres, mujeres y niños que aún permanecían allí, trabajando. “Los encierran en una habitación, los atan, y a la noche los fusilan”, dice. “Y luego encuentran a un agrimensor que trabajaba en un campo con dos baqueanos indígenas, a quienes también atan, matan y prenden fuego”, continúa.

Y sobre fray Constanzi determinó la total inocencia de sublevados y no sublevados: “El padre incluso trae los restos de indígenas quemados y los entierra. A Ermete, diez años después, lo matan porque siguió reclamando por las comunidades”, sostuvo.

Fernando Pepe es también presidente del Colectivo Guías (Grupo Universitarios de Investigación en Antropología Social) y aclara que todo lo que afirma figura en las actas de defunción escritas por el propio sacerdote. “Era al revés la historia. Por eso, junto con Cintia Chávez, abogada del Colectivo Guías, reunimos las investigaciones en una causa, y como querellantes de las comunidades se pidió la acción de resguardo de las pruebas a los fines de lograr un Juicio por la Verdad, en línea con lo que expresó el presidente Alberto Fernández: vamos hacia una reparación histórica de las comunidades”.

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