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Crítica teatro

Una nueva oportunidad para Gregorio Samsa, en un mundo que abre el juego a la diversidad

“Gregorio, el zanahoria”, coproducción entre el Teatro Nacional Cervantes y el Teatro Municipal La Comedia, bajo la dirección general de Ludmila Bauk, propone una valiosa relectura sobre el clásico de Kafka haciendo foco en las infancias  

Fotos: Guillermo Turín Bootello

En La Metamorfosis, obra corta de Franz Kafka publicada en 1915, el autor plantea un desafío y un gran interrogante respecto de qué hacer frente a lo diferente, frente a la transformación inesperada, frente a eso que de un momento a otro no encaja con lo “normal y habitual”. Y toma un camino acorde con la época, en el contexto de un sociedad (la de principio del siglo XX) donde, si bien algo empezaba a cambiar por el arribo de la Primera Guerra Mundial, lo diverso era sólo atractivo para el circo y no había lugar para lo diferente, entonces el destino era el descarte y la muerte, preanunciando ya en aquel momento el advenimiento de un mundo tan moderno como deshumanizado.

Tomando como disparador la tragedia de Gregorio Samsa y su familia, pero merced a la creación de un nuevo universo distópico derivado de una atractiva estrategia dramatúrgica, la actriz y directora rosarina Ludmila Bauk transformó a los Samsa en una familia de patos, los puso a hablar en verso e imaginó que el infausto Gregorio, el pato trabajador y proveedor, sostén de la familia, como en el original también vendedor de telas, en lugar de despertase un día convertido en cucaracha se levanta y es una zanahoria, algo bastante más banal y mucho menos incómodo que una cucaracha, aunque muchas veces se use el término “zanahoria” no como sustantivo sino como adjetivo.

Se trata de los entretelones de Gregorio, el zanahoria, coproducción entre el Teatro Nacional Cervantes (TNC) y el Teatro Municipal La Comedia, surgida de un profuso concurso nacional, bajo la dirección de Bauk, quien además es la autora del texto junto con el escritor y músico Agustín Alzari, también en escena, como músico y asistiendo a una especie de retablo que acompaña los cambios en el relato a modo de cuento, con un gran elenco rosarino integrado por Manuel Baella, David Gastelú, Cecilia Li Causi, Marisa Rinaldi y Nicolás Terzaghi, que se presenta por estos días en el primer coliseo municipal de Mitre y Ricardone.

Si bien el disparate es, desde el humor, acorde a la intención de acercar la historia a un público más amplio, lo que no es poco por tratarse de una versión de La Metamorfosis, una obra marcada por la oscuridad y la angustia que aquí pueden ver y disfrutar las infancias, en la referida estrategia de dramaturgia implementada por Bauk junto con Alzari, una serie de bajadas de línea, lejos de quedar veladas detrás del colorido y el despliegue de una muy bella puesta en escena para nada distractiva, aparecen fuertemente en un primer plano: el tiempo que se le dedica al trabajo en la vida cotidiana, la opresión y las exigencias de un patrón déspota indefectiblemente ridiculizado, y la máquina que supone el capitalismo donde, el que no trabaja, queda afuera del sistema y hasta deja de tener importancia para su entorno y sus afectos, porque el poder desintegra a todos aquellos que no entran en el molde de lo “normal”, en el engranaje debido.

Es así como, en términos del relato, los dos primeros actos de La Metamorfosis están muy claros y presentes, y ése es un gran acierto de esta versión que tiene mucho para crecer potenciando un humor y una complicidad que ya están presentes, pero lo mejor viene después. La distopía familiar de los patos, dejando en claro que desde el vamos todos son algo por fuera de lo humano, da a Gregorio una nueva oportunidad: la de salir, la de buscar, la de encontrar y encontrarse en otros mundos que existen y están en éste, donde el material se acerca a temas vinculados con la diversidad, la identidad de género y la aceptación, todas cuestiones ligadas a las problemáticas de la agenda del presente.

Es, precisamente, esta segunda parte la que pone en equilibrio la fábula que se dispara al comienzo: Gregorio sale al mundo y descubre que más allá de todo, las diferencias son inherentes a los seres humanos o a lo que sea cada uno, independientemente de un planteo biologicista, porque se trata de una cuestión más bien filosófica y de autopercepción: un pato devenido en zanahoria que bien podría ser feliz en aquél “Reino del revés” imaginado por la inmanente María Elena Walsh.

En ese sentido, amplio, sin velos, abarcativo e inclusivo y donde, incluso, aparece el amor, el material acerca a las infancias otras posibilidades, en un mundo en el que Gregorio se sentirá a gusto con lo que es y con cómo es, un hecho que de por sí es muy valioso para los tiempos que corren, donde, desde algunos sectores, parecen estar empecinados en restringir derechos adquiridos.

Para eso, la apuesta se consolida, primero, en un texto para nada pretencioso y muy trabajado para alcanzar esa simplicidad, que se ajusta a la idea de asistir al conflicto yendo al hueso de la historia sin demasiadas especulaciones, sin restricciones de una supuesta corrección política o de aquello que algunos creen que las y los niños no podrán entender en esa eterna lógica de la subestimación.

Y al mismo tiempo, sin dejar de lado lo importante: los personajes (todos los actores, menos David Gastelú que es Gregorio, representan a más de uno) están edificados, en principio, desde el texto y la dirección, pero es notable la gran complicidad y el aporte de un grupo de grandes artistas, plagados de recursos, que juegan en escena y que terminaron de encontrar la lógica morfológica de cada personaje no sólo en ese proceso de trabajo sino merced al estupendo vestuario del siempre sorprendente Ramiro Sorrequieta, que pareciera haberse inspirado en los colores y en las texturas de los cuentos clásicos ingleses y alemanes.

Todo eso va muy en diálogo con el formidable e ingenioso dispositivo escenográfico móvil creado por Pali Díaz (también a su cargo la realización de esa escenografía más los objetos y la utilería), a lo que se suman las bellas luces de Diego Quilici, creadoras de grandes climas; la composición y producción musical de Alzari, la producción y diseño de sonido de Diego Longinotti, las coreografías de Agus Black, dado que la puesta coquetea por momentos con las lógicas del musical, y la asistencia de dirección de Celeste Bardach, junto a Aimé Irupé Fehleisen en la producción, una de las claves de este montaje, donde nada quedó librado al azar y todo está pensado hasta en los más mínimos detalles.

Por lo demás, la obra, destinada a ser uno de los hallazgos de las inminentes vacaciones de invierno donde sumará una serie de funciones por fuera de los fines de semana, siempre con entradas muy populares, es la prueba palmaria de que el teatro local cuenta con grandes artistas en todos los rubros y que algunas veces, como en este caso, la asistencia económica del Estado en dos de sus versiones (TNC Produce en el País junto a los aportes del municipio local) sirve (para eso también debe estar el Estado, generando bienes culturales y artísticos de calidad) para que ese talento se ponga de manifiesto en el contexto de un colectivo de trabajadores y trabajadoras siempre acostumbrado a hacer mucho con casi nada y donde, siempre, la dificultad, sin más remedio, sirvió para agudizar el ingenio.

La historia de un pato que se convierte en zanahoria y desafía los límites de lo diferente

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