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Un flamante DNI que nació muerto

Por: Rubén Adalberto Pron

Soy poseedor de un DNI impecable en su cubierta del plástico símil cuerina obtenido en los años 80 gracias a la argucia de denunciar el extravío de la vieja Libreta de Enrolamiento, que con la misma pulcritud guardo en la vitrina de mis mejores recuerdos por una razón muy especial. Por lo menos para mí. Es que allí está registrada mi primera concurrencia a votar, el 11 de marzo de 1973, en una escuela de la calle Córdoba y por el Frejuli, por supuesto, imbuido de la sólida verdad de aquel momento: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”.

Dictadura mediante, demasiado tiempo había permanecido inmaculada esa libreta, más grande y solemne que las que le siguieron, y la quería conservar a salvo de extravíos reales y deterioros previsibles.

El DNI que la reemplazó me acompañó casi treinta años, preservado con el mismo respeto que le prodigué a la LE y sacado del sagrario en que lo guardaba sólo en cada oportunidad en que me convocó el deber cívico, sin faltar ni una sola vez.

Pero ese reiterado ejercicio agotó las páginas disponibles para colocar el sello certificatorio e invadió otros folios como los reservados para anotaciones referidas al servicio militar obligatorio, del que resulté exceptuado por excedente de la clase (número bajo en el sorteo) aunque sin haber podido eludir la revisión médica obligatoria en el Distrito Militar Santa Fe, con el vejatorio “¡Agacharse y abrir las nalgas!” para el control de hemorroides.

En este punto me decidí a emprender la renovación del DNI alentado por la promesa de simplicidad del trámite beneficiado por la informática y las nuevas prácticas de atención en las oficinas públicas, donde los contribuyentes somos mucho mejor tratados que hace algunas décadas.

Además, porque mi cédula de la Policía Federal, que no resistía más cinta scotch para seguir prestando servicios y por otra parte estaba vencida hacía como diez años, aunque aún la aceptaban como prueba para certificar quién era yo, la acababa de perder, con  toda la carga de angustia que eso significa para alguien acostumbrado por las circunstancias de épocas pasadas cuando era de fórmula interceptar a la gente en la calle con el estentóreo e intimidante “¡Documentos, por favor!”.

“Diez días hábiles”, me dijeron en el Registro Civil al instruirme sobre cuánto iba a demorar la llegada del nuevo documento y de los pasos que debía dar si el cartero no me hallaba en casa cuando lo trajera.

Demoró casi el doble, pero en el ínterin el ministro del Interior me envió al celular un cordial y tranquilizador mensaje de texto que decía, con un tuteo compinche: “Tu nuevo DNI ya salió de la fábrica. En los próximos días llegará a tu domicilio. Firmado: Florencio Randazzo, ministro del Interior”.

No pude resistir la pulsión de contestarle y en el mismo tono, apelando a las habilidades de mis compañeros de Redacción, duchos en un menester evidentemente reñido con mi motricidad digital, le hice responder: “Gracias, Flo”.

Días después, fatalmente, ocurrió lo que debía ocurrir: el cartero pasó por casa y como el timbre no funciona me dejó en el buzón la tarjeta de visita indicándome dónde y en qué horario debía concurrir para encontrarme con mi(s) nuevo(s) documento(s), o sea libreta y tarjeta.

Era a tres cuadras de casa y allá fui, de paso para el trabajo, cinco minutos antes de la hora informada, para ser el primero en la fila. Pero ya había otros. ¡No se imagine el lector con qué ansiedad transcurrieron los minutos hasta que me tocó el turno!, estirando además el cuello para ver por encima del hombro de los que me precedían cómo era el trámite.

El empleado que me atendió revolvió en una caja que decía “Frágil. No apilar más de tres” y que seguramente habría contenido originalmente paquetes de galletitas o frascos de vidrio y sacó del fondo varios sobres azules uno de los cuales estaba dirigido a mí y había sido devuelto por el cartero de regreso de su recorrido diario.

“Menos mal que vine temprano”, me dije para mis adentros ante el terror de que una vez colmada esa caja fuera a parar a la vereda hasta que pasara el recolector. Pero fijándome bien no había entre los sobres ni cáscaras de mandarina ni puchos de cigarrillo ni yerba descartada del mate que circulaba entre los empleados del local. Ni yo ni los otros no hallados en su domicilio tienen que temer por el destino de los DNI no recibidos.

Abrí el sobre azul delante del empleado que me lo dio haciéndome firmar una planilla; quería asegurarme de que me hubieran enviado el correcto y ahí estaba, flamante, oliendo a tintas y a papel intacto, prolijamente sujeto por seguridad a una banda adhesiva, debajo de la tarjeta de identidad portable que lo reemplaza para el desenvolvimiento cotidiano.

Me vine para el diario hecho unas pascuas. Subí el volumen de la radio del auto porque sonaba una canción que me gusta mucho y cuando terminó, una cuadra después, sonó el top de la hora oficial. Lo que siguió fue el informativo de la emisora. Allí, entre otras noticias y testimonios escuché el de mi amigo Florencio (ya que me tuteó me siento obligado a considerarlo amigo, aunque no ponga las manos en el fuego por mí, cosa que por otra parte no le exigiría), la voz del mismísimo ministro del Interior, digo, que anunciaba que en la Cámara de Diputados, después de una visita suya, había tenido despacho favorable del oficialismo el proyecto de eliminación de la libreta del DNI y sustitución por sólo la tarjeta plastificada, con la que se podría votar en el futuro.

Me cayó como un baldazo de agua fría. ¡Mi documento había nacido muerto! Caí en una crisis de desencanto, por no decir de identidad. Era el flamante poseedor de algo que posiblemente ya será obsoleto la próxima vez que deba ir a votar. Me sentí un poco menos ciudadano que hasta entonces.

Me llevó todo el día asimilar el golpe. No me atrevía a abrir el bolso para ver lo que me habían enviado. Temía encontrarme con un cadáver.

De vuelta a casa al fin de la jornada hice coraje y extraje el sobre azul. Despegué la tarjeta y la coloqué en el portadocumentos con la tarjeta de débito que me permite retirar el sueldo del cajero. Tomé la libreta para guardarla en el lugar donde guardo el pasaporte y entonces, en el colmo del desconsuelo reparé en que tiene menos hojas que la anterior, que la cartulina de la tapa es más finita y que no infunde nada del respeto que imponía la vieja LE.

“Bueno, después de todo no es para tanto”, pensé, y me fui a la ducha. Además, en la foto del DNI reemplazado me veía mucho mejor que en la de éste.

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