Últimas

Un escenario de desolación

El colegio de las Hermanitas de Santa Teresa albergaba 150 alumnos. Las religiosas lograron rescatar sólo a 30.

haiti_grande

En el extremo de una barriada mísera de una colina de Puerto Príncipe, el colegio de las Hermanitas de Santa Teresa es un espacio de desolación, con cientos de cadáveres de niños bajo los escombros y sin nada para los supervivientes.

Como era por la tarde, el martes pasado los mayores no tenían clase. Casi todos se salvaron. Pero los más pequeños quedaron atrapados entre el hormigón del colegio, destrozado por el terremoto. Unos 150 alumnos de entre seis y quince años, dicen las monjas.

Durante dos días, con las manos como única herramienta, las religiosas lograron rescatar un centenar de heridos, pero sin medios, sin auxilio y con la ruta bloqueada por los escombros, no pudieron darles atención médica ni evacuarlos lo bastante rápidamente, y unos 30 niños rescatados murieron.

“Pusimos a los muertos y a los vivos en aquella terraza, los padres se llevaron los muertos en los brazos y transportaron los heridos en puertas transformadas en camillas improvisadas” por las sinuosas e insalubres callejuelas de la barriada de Carrefour, cuenta la hermana Gisèle Chaperon.

Nadie a venido desde entonces al colegio de Santa Teresa del Niño Jesús, en el que siguen unas sesenta personas, incluyendo niños minusválidos. Ni socorristas para salvar a eventuales supervivientes bloqueados bajo los escombros o retirar cadáveres, ni ayuda médica ni alimentaria.

“Sin material adecuado no podemos sacar a los cadáveres de los escombros. No tenemos nada, ni agua ni comida”, dice Barbara Wander, misionera norteamericana de 65 años.

Y los saqueadores acechan. “Hubo saqueos desde el primer día. Por la noche, hombres armados vienen diciendo que es para protegernos, pero son ladrones. Tenemos miedo”, agrega.

Las monjas pidieron ayuda, en vano, a los servicios de vialidad y a la policía. La iglesia, cuya jerarquía fue diezmada, tampoco pudo hacer nada.

“Los servicios del gobierno están ocupados en otra parte. Comprenda, aquí estamos lejos de todo”, dice con voz suave la hermana Gisèle.

Finalmente, son sólo las familias pobrísimas de la villa miseria las que las ayudan. Una les trae unas bananas, otra naranjas.

Antes lo habitual era lo contrario, era la comunidad de Santa Teresa la que se ocupaba de esas familias. En su colegio, las monjas no se dedicaban solamente a dar clases a los niños de la zona. También los cuidaban, les daban atención médica y, sobre todo, los alimentaban. “Los niños decían: cuando no hay colegio, no hay que comer. Ahora, los supervivientes no comen”, prosigue la religiosa.

Sor Gisèle, que pasó varias horas sepultada baja los escombros, trata de mirar hacia el futuro pese a todo. Dice que quisiera por los menos tiendas de campaña par reanudar las clases, para reanudar la vida.

Después la tristeza vuelve a apoderarse de ella. “Cada día es la pena. No hemos encontrado a Rosena, que pasó diez años con nosotras, quería dedicarse a la costura y tomar cursos de pastelería para ayudar a su mamá. No encontramos a Cyrilla, que quería ser enfermera…”.

En un rincón, sentados en corro, un grupo de niños minusválidos se arrebujan alrededor de una monja. Entre los escombros se ven libros, cuadernos, hojas.

Comentarios