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Un ataque signado por una llamativa improvisación

Desde que se autorizó el ataque a Libia el mundo asiste a un despliegue de improvisación por parte de las grandes potencias.

Catherine Ashton, la alta representante de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la Unión Europea, un cargo cuya nomenclatura es mucho más ambiciosa que sus atribuciones e influencia, debió admitir lo evidente sobre la ofensiva militar contra Libia. “No hay un problema de coordinación” dentro del bloque, sino “divergencias”, explicó, como si al hacerlo tranquilizara a alguien.

Lo cierto es que desde que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizó la campaña el jueves último, el mundo ha asistido a un despliegue de improvisación por parte de las grandes potencias llamado a hacer historia.

Primero se alegó, sin mayor alarde de imaginación justificatoria, la necesidad de proteger a la población civil de las matanzas de su dictador, como si lo ocurrido con Irak y su petróleo a partir de 2003 no formara ya parte del sentido común universal. Mientras, la tiranía yemení sigue haciendo de las suyas y la propia Alta Comisaría de la ONU para los Derechos Humanos denunciaba que hay entre cincuenta y cien desaparecidos en Bahrein, donde los reprimidos son chiítas supuestamente influidos por Irán y los represores cuentan con apoyo activo de soldados de Arabia Saudita. ¿El celo humanitario llevará también a bombardeos en esos países? No parece.

Críticas

En segundo lugar, ha sido tal la precipitación que arrecian en Estados Unidos las críticas a Barack Obama por haber involucrado al país en una nueva guerra, la tercera, sin el debido paso por el Congreso, hoy en receso pero cuya convocatoria correspondía. La tirria, esta vez, involucra tanto a republicanos como a demócratas. En España, José Luis Rodríguez Zapatero cumplió con la formalidad, con apenas tres votos testimoniales en contra. El problema es que lo hizo un día después de que aviones militares nacionales entraran a patrullar en la zona del conflicto.

El apuro tiene razones conocidas. La fuerza de la ola revolucionaria en el mundo árabe llevó a los principales líderes mundiales a dar por destituido demasiado prematuramente a Muamar Gaddafi. Sólo que las tropas de éste comenzaron a arrasar sin piedad a los rebeldes y el Consejo de Seguridad debió disimular de urgencia las divergencias entre los propios aliados apenas 48 horas antes del plazo que los especialistas daban para que la sangrienta faena fuera concluida. El propio tirano ayudó a precipitar los acontecimientos al amenazar con expulsar a las petroleras de los países que comenzaron de repente a cuestionarlo y al bombardear brutalmente a su propio pueblo. Brindó, de una vez, un motivo y una justificación.

En tercer término, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña demuestran cómo sus sofisticados brazos diplomáticos, militares y de inteligencia son capaces de ir a la guerra sin fijar siquiera cuáles serán los objetivos de la campaña, cuáles sus instrumentos y cuál su comando.

Llamó realmente la atención escuchar y leer cómo mientras el titular del Pentágono, Robert Gates, decía que sería un error matar a Gaddafi, su par británico, Liam Fox, afirmaba que ése era un objetivo “potencial”.

La polémica transatlántica fue tal que Fox resultó desautorizado por su jefe de Estado Mayor, David Richards, sólo para que más tarde el canciller, William Hague, volviera a hablar de magnicidio y restaurara la debida cadena de mando. No interesó demasiado que la resolución de la ONU no contemple de ninguna manera un paso semejante.

En tanto, el propio Obama obligó a sus voceros y a los funcionarios europeos a hacer una dificultosa exégesis al asegurar que el objetivo final de la operación Odisea del Amanecer es que Gaddafi deje el poder. ¿La coalición internacional forzará ese resultado militarmente, yendo (otra vez) mucho más allá de lo que autoriza la resolución 1.973, o ésa será una tarea del pueblo libio? Todavía no está claro.

Interrogante

Pero lo más llamativo, y grave, es lo que ocurre con el comando de la ofensiva, que la propia ley de gravedad ha depositado en manos del Pentágono. El problema es que Estados Unidos y su presidente y premio Nobel desean conjugar el delicado momento económico con una retirada de los escenarios bélicos antes que con una escalada. Irak permite pensar tal horizonte; Afganistán es un problema más serio. La Casa Blanca no está dispuesta a que Libia se convierta en un tercer frente si Gaddafi se revela más resistente que lo calculado o si la necesidad de cumplir la palabra empeñada lleva a que una intervención terrestre sea la única manera de hacerlo responder por sus crímenes. Nadie habla hoy de una ocupación, ¿pero qué pasaría si la falta de un poder de fuego decisivo deriva en un impasse que deja una Libia dividida, una al oeste, bajo el mando de un dictador menguado, y otra al este, llena de petróleo y gobernada por rebeldes dependientes de la protección exterior?

Así, Estados Unidos intenta ultimar con premura su trabajo de limpiar el espacio aéreo libio de la amenaza (modesta, por otro lado) de las baterías antiaéreas de Gaddafi para, “en cuestión de días”, pasarle el comando… a alguien.

Francia se resiste a que la Otán se haga cargo, Italia amaga con salir de la coalición si no se abre ese paraguas y Alemania, que se abstuvo en el Consejo de Seguridad, directamente se retiró de las operaciones de la Alianza Atlántica en el Mediterráneo.

Sin argumentos, flojas de papeles, carentes de objetivos, medios y hasta de comando… Así encaran las grandes potencias la coyuntura. A veces se hace lo que se puede.

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