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Pudo haber sido de otra manera

Por: Mariano Savia

Era un día muy caluroso en Rosario el del viernes 22 de noviembre de 1963. Creo que nadie que haya vivido aquella jornada puede olvidar qué estaba haciendo, dónde estaba y tal vez hasta cómo estaba vestido. Alguien había matado al descollante político, al comandante de aquella lancha torpedera en el Pacífico con la que se atrevió, en plena batalla, a interponerse ante un destructor japonés. En segundos, le habían quitado la vida al hombre que pudo instalar a Estados Unidos en el primer lugar, espacio que parecía haberle arrebatado la Unión Soviética.

El cuerpo de John F. Kennedy, al ingresar al hospital Parkland de Dallas, mostraba los rastros de tres disparos certeros. Una herida en la cabeza, otra cerca de la columna vertebral y la tercera en el cuello.

Todavía, para quienes vivimos esos tiempos, están vigentes en la mente la marcha por la plaza Dealey del coche presidencial en lo que parecía una apacible jornada, y acto seguido el cuerpo del mandatario inclinado sobre su esposa.

El pueblo estadounidense y representantes de más de noventa países desfilaron ante los restos en la capilla ardiente instalada en el Capitolio.

El 25 de noviembre el armón, precediendo a un caballo sin jinete, llegaba al cementerio de Arlington. Atrás quedaba la congoja de todo el mundo, resumida en la figura de un niño, John John, saludando a la manera militar a su padre, que era llevado a su última morada.

La noticia del duelo, tras la ceremonia exequial, dejó inmediatamente paso al por qué, quién o quiénes. Todavía, a 47 años, existen incógnitas sobre la identidad del o los autores, cómplices o instigadores del homicidio.

Un testigo, Howard Brennan, escuchó, al paso del automóvil presidencial una detonación proveniente del edificio de la Texas School Book. No titubeó ni un instante en incriminar a Lee Oswald, una persona que trabajaba en ese lugar en calidad de bibliotecario, como al individuo que vio con un arma en lo alto de la propiedad.

El gobernador tejano John Connally, quien también resultó herido, su propia esposa y dos agentes especiales que viajaban en el vehículo, dijeron que los disparos surgieron del edificio de la escuela. Coincidieron con ellos otras seis personas que observaban el paso del coche desde el quinto piso. Y así podríamos seguir pasando revista a más de cien declaraciones, algunas coincidentes y otras no tanto.

Oliver Stone, en 1991, estrenó su conocido filme JFK, donde presenta una verdadera conspiración para matar al presidente.

Con el tiempo, la comisión Warren dictaminó que el autor del magnicidio era Oswald, ex tirador de elite de la Marina de Estados Unidos. Pero dos días después del crimen, el 24 de noviembre, Oswald fue asesinado de un tiro a quemarropa por el rufián Jack Ruby, mientras era custodiado férreamente por la Policía. Uno de los efectivos lo sostenía tomándolo por el cinturón. Y Ruby murió de cáncer mientras esperaba encarcelado su ejecución.

Estados Unidos vivía tiempos signados por la discriminación hacia las personas de color. Éste no era un problema exclusivo de esa nación. Sufría un flagelo que hoy también pasan España, Francia, Italia y muchos otros estados, a veces por el color de la piel, otras por la religión, por las razas, nacionalidades o ideas políticas.

Nadie puede olvidar los horrores de la Alemania nazi revelados ante los ojos del mundo en Nüremberg ni la política de segregación conocida como apartheid en Sudáfrica, entre otros ejemplos trágicos del siglo pasado y también del XXI con sus pocos años transcurridos.

Volviendo al país del norte de América, el fundamentalismo racial y la negación de los derechos a los esclavos había sido un de los motivos de una guerra fratricida entre 1861 y 1865, con un costo de un millón de bajas y veinte mil millones de dólares en pérdidas materiales. Hacia 1915, encauzado por el coronel William Simmons, apareció un imperio siniestro denominado Ku Klux Klan, que contó en sus filas con más de tres millones de miembros.

Ése era el contexto en el que en un fin de semana de enero de 1961 asumía la presidencia del país del norte el demócrata John F. Kennedy, luego de derrotar al republicano Richard Nixon por 113 mil votos sobre casi 69 millones de electores.

Transcurrió el tiempo. En la madrugada del 4 de abril de 1968, Martin Luther King tomaba aire en el balcón del segundo piso del hotel en que se alojaba en Memphis, Tennessee. Adentro, en la habitación, se encontraban conversando varios de sus seguidores. Habían estado acordando los detalles de una reunión para ese día. Se escucharon varios disparos y Luther King cayó herido. Fue declarado fallecido poco después en un hospital.

Había dejado este mundo –donde somos como una sombra que pasa– un adalid incasable de los derechos civiles, defensor a ultranza y sin claudicaciones de las personas de color que consumían sus míseras existencias bajo las sombras de la segregación social y racial.

Fue una extraña muerte, especialmente teniendo en cuenta que el FBI lo vigilaba constantemente, o por lo menos así lo había dispuesto el sucesor de John Kennedy, Lyndon B. Johnson.

Eran épocas en que el hermano de John, Bobby, se postulaba para la primera magistratura y tenía la amistad del influyente Martin, quien había dejado de tratar a Johnson fundamentalmente por aquella guerra de Vietnam, que exterminaba a la juventud estadounidense. Ese conflicto trae al recuerdo a aquel otro que sacudió y aún hoy golpea a los argentinos, Malvinas, cuando un individuo declamaba “estamos ganando” y la realidad era otra, muy distinta.

El autor de los disparos, uno de los cuales terminó con la vida de King, fue James Earl Ray, otro delincuente de poca monta al igual que Ruby, que tiempo antes se había escapado de la cárcel. Cumplida su funesta labor, el asesino se dirigió a su automóvil y se alejó del lugar como si nada hubiera pasado. El 8 de junio fue detenido en el aeropuerto de Londres, luego de entrar y salir de varios países. Había gastado 10 mil dólares en recorrer Canadá, Portugal y Sudáfrica. Analizando sus antecedentes no se encuentra ninguna referencia racial previa al luctuoso hecho. Nunca había utilizado la violencia en su carrera al margen de la ley y no hubo manera de saber cómo obtuvo el dinero que empleó para financiar sus viajes. Lo condenaron a 99 años en la cárcel, donde murió en 1998.

Robert Bobby Kennedy, el hermano menor y principal asesor de John, había ocupado luego de la muerte del presidente el cargo de fiscal general de Estados Unidos y era senador por el estado de Nueva York. Siempre hizo referencia a su profunda fe católica, que lo llevó a perseverar en la misión de representar al pueblo y tuvo un importante papel en el Movimiento Afro Estadounidense por los Derechos Civiles, que bregó desde 1955 por el fin de la discriminación para las personas de color.

El 6 de junio de 1968 acababa de pronunciar un celebrado discurso, que sin dudas lo encaminaría a la presidencia de Estados Unidos de América, en esos momentos en la persona de Lyndon B. Johnson.

Cuando Robert se encontraba en el hotel Ambassador de Los Ángeles, Sirhan Bishara Sirhan, un individuo joven, disparó a quemarropa sobre el senador ocasionándole luego la muerte.

El asesino declaró después que lo hizo en disconformidad por el apoyo de Bobby a Israel. Fue condenado a cadena perpetua y su abogado sostuvo que Sirhan se hallaba, al momento de cometer el hecho, bajo el efecto hipnótico producido por una técnica de control mental que lo había manipulado para tenerlo en su poder. Robert Kennedy, al morir Martin Luther King, había llamado a la reconciliación entre las razas.

Deseo poner en conocimiento del lector que comencé a escribir esta columna con el espíritu de recordar al presidente Kennedy en otro aniversario de su muerte, pero con el correr de los pensamientos, en una maraña de ideas, no pude menos que reparar en el sacrificio de Martin y Bobby.

Cuán fundamental hubiera sido para el mundo que estas tres personas continuaran un camino común en el desarrollo de sus importantes misiones. Seguramente ahora la historia se estaría escribiendo de otra manera.

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