24 Años

Editorial

¿Por qué el Estado financia los discursos de odio?


La desigualdad ya parece una condición innata, genética, y no una invención cultural: siglo tras siglo, generación tras generación, ganadores (y ganadoras, casi ninguna) y perdedores (y perdedoras, casi todas) parecen estar predestinados por un sistema de dominación que pretende que nada cambie. Esa inequidad, cada tanto y más allá del nombre que adopte el sistema reinante, se sacude cuando todo está a punto de reventar y genera alguna modificación.

Es el momento en el que está el sistema comunicacional, donde a sangre y fuego, a billetera y contactos, pocos medios concentrados le marcan la cancha a los gobiernos populares y a ciudadanas y ciudadanos: es un periodismo de guerra que no duda en titular, cada día, que la crisis causó dos nuevas muertes cuando hay una ejecución extrajudicial, un asesinato, por ejemplo.

Estamos en ese momento, en el que los medios públicos y los alternativos, entre los que estamos los autogestivos, miramos con la ñata contra el vidrio cómo aquellos pretenden dictarnos la manera de pensar, de vivir. Y no es un tema de pauta, de financiamiento desde el tesoro estatal a esos abanderados del odio. O al menos no es sólo eso.

¿Por qué el Estado financia esos discursos de odio? ¿Por qué el Estado inyecta siderales sumas a los máximos representantes de las fake news? ¿Por qué el Estado pone fajos de billetes en los bolsillos de los dueños de esos medios, voceros de los dueños de la Argentina, que no sólo tienen sus entidades empresariales sino que, con aportes incluso de embajadas extranjeras, financian agremiaciones de algunos de sus empleados?

Es un momento clave de la vida democrática del país: una encuesta fresquita dice que la mitad de los rosarinos no termina de creer que un sicario haya gatillado a cinco centímetros de la cabeza de la vicepresidenta de la Argentina: todo termina, o empieza, como una cuestión de fe, porque antes hay un complejo engranaje de desinformación del que se valen esos medios concentrados, incluso desde sus redes sociales y sus voceros e influencers, para mentirnos, para agitar el odio, para negar la democracia, para hacernos la vida más miserable.

La concentración mediática no es más que un reflejo del país

Así, el procedimiento termina por alcanzar un círculo perfecto: un hecho televisado en directo por distintos canales de televisión, un intento de magnicidio, es una fake news inventada por un sector político que no es precisamente el que más en gracia le cae a los dueños de la Argentina: la mitad, al menos en Rosario y según la citada encuesta –incluso después de semanas en los que los discursos de odio debieron desensillar hasta que aclare– tiene dudas de que esa noticia, ese hecho haya existido.

Es sólo un ejemplo. Son esos mismos medios que agitan la palabra república y la vacían de sentido: no creen en la división de poderes, sólo creen en poner mandatarios y legisladores, en poner jueces y fiscales que puedan atajar sus hipotéticos problemas penales, y que a la vez permitan encarcelar a quien ose decir no, como ha quedado en claro en toda Latinoamérica.

Por supuesto, no es que la argentinidad haya inventado algo nuevo: así como Buenos Aires es el epicentro financiero (habría que ver qué tanto aporta el viejo puerto del río de la Plata a la economía nacional) y se queda con la parte del león de las riquezas del resto del país, no es más que la réplica de un sistema global que reconoce ganadores y perdedores, tanto entre las naciones como al interior de cada territorio: una escala que la globalización ha terminado por legarnos, en cada aspecto de la vida, económica y cultural, que transitamos por estos días. Un sistema que actúa como gendarme, que disciplina. Que no titubea a la hora de hacer valer ese poder.

Y la concentración mediática no es más que un reflejo del país: un oligopolio porteño que agita discursos de odio, en rigor el tradicional conservadurismo rancio y antidemocrático; promueve el lawfare para retener y acrecentar el poder que detenta desde siempre –más allá de las mayorías populares que cada cuatro años van a las urnas–, y es el principal productor de fake news, mentiras propaladas como en cadena nacional privada, con mucha más potencia que cualquier comunicación oficial, para incidir en la vida pública. Es lo que los gobiernos democráticos aún no hay podido modificar, más allá de algún módico intento, en estas últimas cuatro décadas. Y es un desafío para nuestros actuales mandatarios, y para nosotras y nosotros, el común de los mortales: poder dejar a nuestras hijas y nuestros hijos un futuro más equitativo.

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