Política

Crónica en la historia

Polo Lugones: el signo trágico de los suicidios alrededor del “mago” de la picana

Hijo del poeta Leopoldo Lugones, "Polo" fue el jefe de la Sección de Orden Político de la Policía de la Capital, tras el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen a manos del general José Félix Uriburu. Durante su gestión Lugones (h) se destacó por desempolvar viejos métodos de tortura, como la picana


Por Ricardo Ragendorfer/ Telam

 

La escena era un poco vergonzosa: ese hombre, el “poeta nacional”, el orador fascista que supo anunciar la “hora de la espada”, sollozaba arrodillado, con las manos en posición de rezo, ante el presidente Hipólito Yrigoyen. Y apenas una frase brotaba, casi como un gemido, de su boca:

–Se lo suplico por el honor de la familia…

Leopoldo Lugones intercedía así por su único hijo, también bautizado Leopoldo, a quien todos llamaban “Polo”. Aquel muchacho había cometido un desliz: violar niños internados en el Reformatorio de Olivera, del cual él había sido director durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear. Y estaba a punto de ser condenado a diez años de cárcel.

Por entonces –a principios del otoño de 1929– su condición de perverso polimorfo era ya la comidilla de la alta sociedad porteña. Sin embargo había que reconocerle una virtud: su amor por los animales. De hecho, siendo sólo un púber el papá lo sorprendió sodomizando una gallina. La imagen fue difícil de digerir: esa criatura esmirriada, rubicunda y con ojos inyectados en sangre, retorcía el pescuezo del ave para optimizar  semejante “performance” con sus convulsiones de muerte.

Único fruto de la unión marital del escritor con Juana Agudelo, Polo vio la luz en Buenos Aires a principio de 1897. El progenitor acababa de publicar su primer libro, el poemario “Las montañas de oro”, inspirado en el simbolismo francés. Y aún transitaba su etapa socialista.

Ahora, ya consagrado a los 54 años en el universo de las letras, Lugones le rogaba al Presidente la absolución de su retoño. Incómodo por la situación, el viejo líder radical accedió de mala gana.

El 6 de septiembre de 1930 Yrigoyen fue derrocado por el general José Félix Uriburu. La proclama golpista había sido redactada por Lugones. “Von Pepe” –tal como le decían al nuevo mandatario por sus simpatías germanófilas– reservaba una misión crucial para el joven Polo.

El inquisidor

A punto de cumplir 32 años, Polo era retacón, de mirada turbia y cabello ralo a la gomina.

–Gracias, general. No lo voy a defraudar –soltó con voz atiplada.

Uriburu, atrincherado en su escritorio, lo escrutaba con beneplácito. Le había ofrecido la jefatura de la Sección de Orden Político de la Policía de la Capital. Esa designación incluía el grado de comisario inspector.

Para alguien sin formación en el oficio policíaco y con prontuario por delitos sexuales, tal cargo era como tocar el cielo con las manos. “No lo voy a defraudar”, insistía Polo, con tono aún más agudo. El mismo que se oía en sus arengas durante los actos de la Liga Patriótica, el grupo de ultraderecha al que pertenecía desde su adolescencia.

Uriburu confiaba en él. Y sonrió.

–Tenemos mucho trabajo por delante –fue su frase al despedirlo.

Sabía de lo que hablaba. Ya había instaurado el estado de sitio y la ley marcial. Así empezó una siniestra cosecha. Sus blancos preferidos: radicales yrigoyenistas, intelectuales y obreros comunistas, anarquistas y estudiantes de la Federación Universitaria Argentina (FUA).Cientos de inmigrantes fueron expulsados del país por la Ley de Residencia. Las cárceles se abarrotaban con presos políticos y hasta hubo parodias de juicios sumarísimos con ejecuciones. En ese contexto, Polo Lugones no fue una pieza menor.

A diferencia del modelo represivo aplicado a comienzos del siglo XX por el comisario Ramón L. Falcón y también en la llamada “Semana Trágica” –basado en la utilización intensiva de tropas policiales y hordas fascistas a los fines de sofocar protestas con embates homicidas contra los manifestantes– él fue a todas luces –o sombras, en este caso– un verdugo de laboratorio.

Sabida es su fama como introductor del uso de la picana eléctrica sobre seres humanos, un adminículo hasta entonces únicamente aplicado al arreo de ganado. Una celebridad inmerecida, puesto que aquella innovación en realidad le pertenece al comisario uruguayo Luis Pardeiro, quien en 1926 ya la había puesto en práctica para agilizar confesiones.

Pero el mérito de Polo fue haber importado tal metodología a la Argentina. Lo cierto es que en lo suyo, además, puede ser tildado de “revisionista”, dado que –tras una paciente investigación histórica– ordenó reconstruir elementos de tortura quemados públicamente por disposición de la Asamblea del Año XIII. Con tales herramientas equipó una sala de interrogatorios en un sótano de la Penitenciaría Nacional, situada sobre la avenida Las Heras. Aquel fue su gabinete de trabajo. Y allí solía alternar la obtención de datos bajo tormento con trabajos de campo; o sea, allanamientos, persecuciones y cacerías callejeras.

El 27 de noviembre de 1933 su notoriedad en tales menesteres le valió una caricatura en la tapa del diario Crítica que lo mostraba como un monstruo bajo un título por demás elocuente: “El torturador Lugones”.

“¿Qué es un torturador, papi?”, le preguntó entonces la pequeña “Piri” con los ojos clavados en ese dibujo. Su hija tenía apenas ocho años.

El cotorro de papá

Polo se había casado en 1923 con Carmen Aguirre, de apenas 15 primaveras. Era la hija del pianista y compositor Julián Aguirre, pionero del nacionalismo folklórico. Ella tuvo dos hijas con el inquisidor: “Babú” (bautizada Carmen como ella) y “Piri” (Susana). El matrimonio tuvo sus problemas; la personalidad psicopática del esposo y sus apetencias pedófilas resintieron la relación. De modo que el inicio de la Década Infame sorprendió a esa familia en medio de una crisis terminal. La pareja se separó poco después.

Sin embargo había algo que a Polo lo desvelaba aún más: su padre tenía una amante. Sí. El hombre que se jactaba públicamente de ser el “esposo más fiel del país” solía citarse a hurtadillas con una estudiante casi adolescente en un “cotorro” de Retiro.

Concluía la segunda década del siglo cuando ella, Emilia Cadelago, lo abordó al poeta de 54 años en la Biblioteca del Maestro, donde habitualmente él escribía, sin otro propósito que pedirle un ejemplar de Lunario sentimental para su tesis en el Instituto del Profesorado. El flechazo fue inmediato.

Prueba del carácter tortuoso de tal vínculo eran las epístolas que él solía enviarle. Una rezaba: “Mi amor en tu boca, el anhelo/ Mi amor en tu alma, el consuelo/  Mi amor sin el tuyo, la muerte”. Cabe destacar que Lugones había incurrido en la originalidad de suscribir el manuscrito con sangre y semen para así subrayar su pasión.

Aquel detalle enfureció a Polo, quien sintió un ramalazo de repulsión al obtener por sus esbirros policiales tal misiva. ¿Acaso el viejo Lugones llegó a percibir que su vástago le interceptaba la correspondencia?

La estocada final contra tal romance ocurrió al irrumpir Polo en el hogar de la familia Cadelago para amenazar a sus progenitores. Y a ella le dijo que si no abandonaba al papá lo haría encerrar en un manicomio.

Lugones pasó seis años intentando recuperar sin éxito a su amada.

Su última aparición pública fue el 18 de febrero de 1937 en el velatorio de Horacio Quiroga. El autor de “Historias de amor, locura y muerte” se había suicidado con cianuro. Lugones se paró ante el féretro para acariciar la frente al finado, y decir: “Horacio, te suicidaste como una sirvienta”.

Fue notable que Leopoldo padre se haya suicidado en una isla del Tigre exactamente el mismo día del año siguiente, ingiriendo nada menos que ¡cianuro!

Su hijo –indudable causante de ese desenlace– escribió mucho después al respecto: “Una tremenda realidad, compuesta de pena, soledad y angustia precipita al ser y despéñalo en la eternidad”. La frase forma parte del prólogo de la “Selección de verso y prosa de Leopoldo Lugones”, publicada por editorial Huemul en 1971. Lugones hijo se suicidó en noviembre de ese año. Primero quedó herido al dispararse en el cuello; luego prendió una hornalla y murió asfixiado.

Su hija Piri fue asesinada siete años después, en 1978, en la ESMA. Quizás entonces haya visto la mirada oblicua de su padre en los ojos de sus verdugos.

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