Espectáculos

Pizarnik. Fértil y desgarrador territorio literario

Compilado por dos expertas en la obra de Alejandra Pizarnik, este tercer volumen de cartas incluye nuvos textos y destinatarios y ofrece una fascinante arqueología de otros inéditos y diversos aspectos en su tan intensa y dúctil vida breve.


LITERATURA
Nueva correspondencia Pizarnik
Edición de Ivonne Bordelois y Cristina Piña
Alfaguara 2014
456 páginas

Ivonne Bordelois y Cristina Piña, tal vez dos de las más conspicuas y expertas estudiosas de la obra de Alejandra Pizarnik acaban de publicar Nueva correspondencia Pizarnik, otro epistolario que se suma a una primera edición de 1998 (Seix Barral) y a una segunda de 2013, (México, Posdata), y que amplia exhaustivamente aquéllos con gran cantidad de correspondencia inédita que fue surgiendo a partir de una minuciosa pesquisa de ambas críticas y también poetas. Como en una caja de Pandora, las compiladoras fueron dando con nuevos destinatarios de las cartas de la enorme poeta que, a su vez, condujeron a otros que orillaron pistas para toparse con datos que conducían a fuentes insospechadas. Lo cierto es que esa trama de frases viajeras aporta otras luminosidades sobre la vida y obra de Pizarnik, sobre sus lazos amistosos y todo lo que en ellos depositaba; sobre la tortura y el sosiego que su propia escritura provocaban en su sensibilidad, sobre la obsesión y el cuidado que le despertaban sus trabajos, sobre la desinteresada promoción de colegas y de sus obras cuando se deslumbraba con ellas, pero, sobre todo, lo que reúne un valor incalculable en cuanto a lo que develan estas escrituras con formato de cartas es su capacidad para internarse en la naturaleza de la poesía, desmontando aquellas falsas tabulas donde se mece la poesía sin encarnadura y transmitiendo su curiosidad sobre su arte como modo de canalizar sus deseos en un destino confinado en interioridades de su mundo lingüístico, en este caso puesto de manifiesto en lo que aguardaba de sus interlocutores luego de sincerarse provocativamente, en un tono que siempre se asemejó a una especulación azarosa.
La mujer y la poeta conciernen a una misma identidad; muchas de las cartas pueden leerse como un fuera de campo donde la superficie de registro revela conciencia de ser y búsqueda estética o responden a animosidades, a momentos de incisiva ironía o de densidad espiritual, a un humor a veces flagelado por las imperfecciones de un mundo hostil y fraudulento. En esta ocasión los corresponsales son cuarenta, es decir dieciséis más que en los anteriores epistolarios e incorporan, entre otros, a Manuel Mujica Láinez, Esmeralda Almonacid, Raúl Gustavo Aguirre, y destacadamente por su extensión y entusiasmo, por lo libre de toda atadura, al poeta y pintor español Antonio Beneyto, editor de El deseo de la palabra, libro de Pizarnik publicado póstumamente. Tiernos como caricias y algunas muy bellas en su conformación son las reproducciones de dibujos y collages que aparecen en forma de facsímiles en el libro, mentando el carácter lúdico de muchas de sus correspondencias que no dejaban de implicar también reflexiones. Sus frases se teñían a veces de ingenuidad y familiaridad, que eran al mismo tiempo simulaciones o juegos de espejo para calar o descubrir en su propia voz cualidades íntimas y descubrir así sus afectos y sus deseos de amor, incluso, por momentos, hasta desparramadas con inusitada franqueza y temible amabilidad por lo que puede leerse, por ejemplo, en sus cartas a Silvina Ocampo, uno de sus grandes amores.  Sus preocupaciones, dudas, pulsiones descubren un territorio franco en donde la forma poética es recurrente como modo de desentrañar la realidad de su estar en el mundo y el de su inspiración –y hasta desolación– con la que escribe su obra. En una carta a Ivonne Bordelois –probablemente de 1963, ya que puede adivinarse por la proximidad con otras puesto que muchas no están fechadas– le escribe: “…La poesía se convierte entonces en un juego, en una búsqueda de palabras bellas que no signifiquen (y aquí pienso en Góngora). Cuando el poeta no se enuncia ni se erige para celebrar o maldecir aparece el silencio de la desesperación pura, de la espera sin desenlace. Y sin embargo es también, es canto, es voz, es decir en vez de no. Es aún una prueba de fe. La última…”. Se trata de una construcción continua, muy acorde con su personalidad oscilante, capaz de describir los saltos hacia otros mundos posibles porque cada línea de su escritura es portadora de otras secretas  y ligadas a su intimidad.
En este epistolario hay cartas dramáticas que descubren los tormentos que agobiaban su cotidianidad y que ponían en claro esos instantes de zozobra que viciaban su inmediatez. En una carta al poeta santafesino Rubén Vela, perteneciente a la generación del 50 e integrante del movimiento Poesía Buenos Aires junto con Raúl Gustavo Aguirre, describe parte de ese estado, esa constante cercanía de la muerte que la desvelaba  y que ella buscaba conjurar o, tal vez, por la que dejarse atrapar:  “…No te envío poemas porque están en laboratorio. Estoy en un gran proceso de síntesis. Muy pronto te enviaré algo, unos pocos pájaros de fuego, una breve palmada en el hombro tieso de la señora muerte…”, le escribió. En estas correspondencias surge nítidamente que nada las separa de su poesía  –en algunas hay literalmente unas pocas líneas poéticas–, que pervive en ellas esa esperanza tan utópica de insistir en sentirse contenida. A Silvina Ocampo le escribe a la búsqueda de una cofradía que le resulta esquiva, al tiempo que revelan una melancolía sustancial en la experiencia sensible, la misma que derrama en sus poemas. “…tristísimo día en que te telefoneé para no escuchar sino voces espurias, indignas, originarias de criaturas que los hacedores de golems hacían frente a los espejos…Pero vos, mi amor, no me desmemories. Vos sabés cuánto y sobre todo sufro (en cursiva en el original). Acaso las dos sepamos que te estoy buscando. Sea como fuere, aquí hay un bosque musical para dos niñas fieles: S. y A….”, describe un fragmento de una larga carta a Ocampo. Estas cartas también incluyen esa posibilidad de encontrar al otro, al destinatario, y ofrecerle –a veces a través de citas, juegos de palabras, adivinaciones– un corazón desnudo, un universo condensado en un sistema de constelaciones brillantes aunque virulentas e imperfectas y a las que ella quería transparentar para que las respuestas a sus cartas remedien o conforten su vacío y su intemperie. Las confesiones tienen un desgarrador sonido directo. Al poeta y médico Osías Stutman le pone estas líneas: “…Osías, amigo mío, tuve que haberme muerto en diciembre, cuando terminé de escribir esas prosas de humor, las corrosivas que ya te mencioné. Ahora solo me la paso pensando qué mala suerte tuvo Hölderlin al vivir 40 años después de su erosión y corrosión. Y qué suerte morir joven…”.
Hay bastante de pureza en la conexión que Pizarnik  busca establecer con los destinatarios de sus misivas. Su soledad e inquietud transmutan en un esfuerzo por dar cuenta de la soledad humana. Su tristeza sin nombre impresiona por su carácter pero ella consigue quitarle algo de su pesado velo con esa certidumbre de quien converge hacia un tema compartido, en el que todos pueden reconocerse y admitir que la obra –y la amistad– se construyen mientras se tiene en claro que el motor es la existencia de una belleza inalcanzable. Al crítico literario y psiquiatra suizo Jean Starobinski le escribe líneas antes las que cualquiera buscaría compadecer a su autor. Pero nada de eso encierra esa carta, con ninguna pertinencia busca ese reconocimiento; por el contrario, hay allí una apuesta por distinguir signos vitales (los de la poesía) que convenzan de la validez de la práctica artística y de pulir una voz original y abandonar el remolino de contornos y figuras inútiles. Le pone a Starobinski en una carta que nunca fue enviada y rescatada por las compiladoras: “…Sí, usted lo dice perfectamente: «mis terribles experiencias deben ser recubiertas por los signos de la poesía…». Sí, hay que recubrir con poemas las desgarraduras, las fisuras, los agujeros…todo lo que alude a la presencia de la ausencia (o del ausente). Creo también y sobre todo en la corrección de los escritos. «Curar» un poema significa curar esa desgarradura…significa también reconstruirse…”.
Desde ya que toda esta correspondencia fue escrita en pequeñas letras muy prolijas y regulares (a veces con desvíos en el curso de las hojas), casi como un festejo de la grafía que tanto disfrutaba y con una intención plástica en la que perseguía fluidez y amenidad. Bellísimas son esas cartas con ornamentos dibujados o elegidos por ella, entre fantásticos o surrealistas, que estampaba en las orillas o en el medio y arriba de las hojas. Claro que al correr de esas líneas, esos artefactos gráficos enmarcaban frases con distintos planos de vivencias encarnadas en el desgarro interior o en cierta desesperación razonada.
También, con dibujos parecidos, el festejo que corría de lugar sus decepciones afectivas y su cansancio, se manifestaba en ascenso y expansión. En gratitud a una misiva de Manuel Mujica Láinez que hablaba de su poesía le escribe: “…Manucho hermoso, Manucho querido (y tan admirado!) de repente en una breve, luminosa carta, aludís a mis «difíciles» poemas con una exactitud que ni los más grandes poetas o críticos lograron. Y todo de un modo dulce y refinadísimo, como un pequeño príncipe danzando o como un niño genial y autómata de un museo francés que escribe genialmente distraído. Gracias, gracias…”.
Loable ha sido el trabajo realizado por Bordelois y Piña al ofrecer esta fascinante arqueología  de correspondencias que permite encontrar otros diversos aspectos de Alejandra Pizarnik en su tan intensa y dúctil (cada nueva carta muestra alguna faceta inédita) vida breve. Tal parece haber sido el objetivo de las compiladoras, poner en evidencia la profunda originalidad, los tópicos y distorsiones psicológicas y morales de una existencia conmovedoramente inseparable de la obra.

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