Hay una anécdota que pinta a Philip Roth de cuerpo entero: el escritor sostenía que siempre le faltaba tiempo para vivir; que nunca le alcanzaba para hacer determinadas cosas que aplazaba constantemente y que se mentía cuando decía que la semana próxima viajaría a visitar a algún amigo en otro estado o en otro país. Que tampoco tenía tiempo para andar, como sabía que había hecho su admirado Henri Thoreau, caminar sin prisa por algún bosque sin preocuparse a dónde conducía. Su labor cotidiana, de tono militante, había sido la escritura infatigable que le insumió sus mejores años. La contraparte fue la envidiable repercusión que tuvo en su país y en el exterior y que le permitió sumergirse en terrenos literarios espinosos, los que auscultaban el modo de vida americano y la respiración de una nación como Estados Unidos, enviciada por los prejuicios, la soberbia, el afán de poder. Pero si bien Roth contextualizaba con grandes circunstancias, su objeto preferido era el hombre, aquellos hombres y mujeres que estaban detrás de esas circunstancias o generaban situaciones de mucho dolor o pesar que afectaban a otros de manera tajante. Un día Roth decidió que no podía irse de este mundo sin hacer al menos una parte de todo eso que ansiaba. Era por 2010 cuando Roth dijo basta y dejó de sumergirse en las profundas aguas de la literatura para transitar otras latitudes, igual de mundanas pero no tan absorbentes, no al menos como fue para él la escritura.
El deseo del mal
Sus seguidores, en todas partes del mundo, se sintieron abandonados y le llovieron cartas –también de editores, desde ya– pidiéndole que volviera a escribir, que extrañaban sus novelas y su ojo clínico para discernir, por ejemplo, cuál era el lugar de los judíos en Estados Unidos o, como prefería enfocar el tema, sobre lo que significaba ser judío en ese país. Puede decirse que fue un tema que obsesionó su literatura, aunque no el único. Dos novelas son centrales en el abordaje más directo de esta cuestión: Operación Shylock (1993) y El teatro de Sabbath (1995), que resultaron muy polémicas y le valieron adhesiones y rechazos por igual. Esta preocupación subyace en toda su vasta obra pero está más difuminada en complejidades del tipo político o de la lucha por el poder en diversas acepciones. Con eso escribió Pastoral americana 1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000).
En un escritor tan prolífico como Phillip Roth van surgiendo cuestiones de un orden cotidiano con una fuerza casi filosófica. Es que los problemas se suceden a veces vertiginosamente y un escritor es alguien que puede hacer con ellos un tratado o preguntarse por su origen y modalidad, lo que lo convierte en un buceador de la naturaleza de cada uno de esos tropiezos, o de su recurrencia. También Roth intentó interrogarse acerca del lugar de la literatura en la cultura contemporánea de su país. Algunos títulos responden a estos dilemas y hay allí uno de sus mayores aciertos: la descripción que a su vez cuestiona las prerrogativas que hacen que tales sucesos sean de determinado modo y nunca de otro. El animal moribundo (2001); La conjura contra América (2004); Indignación (2008) y Némesis (2010) fueron los textos que se ocuparon del deseo del hombre por hacer el mal, de la lujuria que se esconde detrás de esos gestos ominosos, dispuestos para socavar solidaridades.
Seductora empatía
La poca diferencia que hay entre la aparición de sus libros habla de la capacidad creativa de Roth y de su entereza física para llevarla a cabo. Roth escribió hasta que decidió dejar de hacerlo; lamentablemente no hay muchos escritores que pudieron –o pueden– hacer lo mismo. La suya fue, a su modo, una actitud de confrontación con la realidad de su tiempo y para ello se armó con los recursos de la insistencia para vislumbrar de qué materia estaba hecha la condición humana. No parar era el leit motiv porque las pistas son infinitas y fue la ficción la práctica que eligió para mejor inmiscuirse en esa realidad muchas veces amorfa a la cual talla hasta encontrarle un rostro –ni el mejor ni el peor– que la refleje. Por eso varias de sus novelas son empáticas, el lector encuentra las diferencias con la visión del escritor pero no por eso deja de coincidir en que hay un costado probable, que se puede comprobar fehacientemente.
El patrimonio
Las novelas de no ficción tampoco le fueron ajenas. Hay una inolvidable: Patrimonio (1991). La novela funciona a modo de memoria sobre la vida, enfermedad y muerte de su padre Herman Roth, donde, claro, cuela buena parte de su historia personal. Philip se dedica a cuidar a su padre y narra, en primera persona, las vicisitudes de esa convivencia que es casi cotidiana. Es notable la asertiva descripción que hace de su progenitor, un tipo verdaderamente difícil que rechaza ese cuidado dispensado por su hijo. Pero, sobre todo, lo seductor de la novela –que se lee exactamente como tal, pese a contener elementos públicos de la realidad del escritor– reside en la forma en que el protagonista enfrenta a la muerte cada vez más cercana. El hijo allí –es decir, Roth mismo– va deshojando su propia vida en esa dedicación insoslayable con la que se encuentra cuando ha comenzado a cuestionarse como nunca antes sus debilidades. Entonces encuentra en cierta dignidad de su padre para acompañar su destino, algo muy parecido a lo que él siente con algunas cosas, una forma de entender que de eso se trata el único “patrimonio” que le dejará su padre. La empatía con buena parte de sus materiales literarios mencionada más arriba llega en esta novela a niveles increíbles, se “viven” ciertas sensaciones descriptas por Roth. Entre otras cosas que le señalan un lugar inobjetable, Roth criticó ciertos comportamientos del judío norteamericano, más allá de lo que pudo incluir en sus novelas, y lamentó que se inmiscuyeran en las cuestiones de Estado con aportes de dinero para operaciones nada claras. Como otros prolíficos con algunas obras exquisitas, el premio Nobel lo ignoró olímpicamente a pesar de estar varias veces nominado. Pero fue, fundamentalmente, el escritor que pudo dejar de hacerlo cuando quiso.