Mi Mundial

Mi Mundial

Papelitos, fútbol y memoria


“El que no salta es un holandés”, gritaban en la esquina de mi casa de Wheelwright, a metros de la estación de ómnibus y del hospital del pueblo, en la tarde-noche del 15 de julio de 1978, hace casi 40 años. Yo tenía 11, y estaba en sexto grado. Había terminado el Mundial, Argentina era campeón del mundo: le acababa de arrebatar el partido a Holanda en un disputado 3-1, después de un tiempo suplementario, en un día frío y algo nublado.

Los argentinos, nosotros, mis amigos del barrio, estábamos también a los saltos y a los gritos, eufóricos y obnubilados con el triunfo y los papelitos que flotaban  en el aire de la esquina de Ferrari y San Martín -el corazón del pueblo-. Y que unas horas antes, obedeciendo los pedidos de Clemente, el legendario personaje de Caloi, habíamos estado preparando en la cocina de mi casa. Ganar un Mundial era un poco olvidar el resto, tapar, negar, pero sobre todo, desconocer, una práctica que nos resulta tan propia, aunque nosotros ni sospechábamos lo que estaba pasando.

Días antes de esa proeza histórica, en la que un lejano olor a sangre de una dictadura desconocida o negada, de la que pocos hablaban, se disipaba en cada casa del pueblo con la ansiedad del triunfo, un plato lleno de buñuelos recién fritos y tapados de azúcar, y un mate siempre al alcance de la mano, en lo de los Passarini, con mi viejo a la cabeza, que tenía la radio del pueblo y una propaladora ambulante, y la ayuda de amigos y vecinos, habíamos armado un Mundialito de trapo, una réplica medio chingada a la que costó poner de pie del gauchito con el que el Mundial 78 parecía querer hacer patria, atento a su mirada pícara y sonrisa complaciente, casi como una mascarita de un carnaval fuera de época.

Lo habíamos paseado por horas en el techo del auto, a los bocinazos y a los gritos por el pueblo durante las eliminatorias, sobre todo, desde la rotonda de la entrada del pueblo a la estación de trenes, las seis o siete cuadras que por años fueron testigos de domingos aciagos que renegaban del mote incómodo pero irremediable de “vuelta al perro” pueblerina.

Por esos días, en Radio Hilmar, una emisora de circuito cerrado creada de la nada y con ingenio por mi viejo, que era su gran orgullo, y que hoy puedo ver como mi primer contacto real con el periodismo y la comunicación con apenas 8 o 9 años, se había hablado del “trago amargo” de los dichos de la Oriana Falacci queriendo “ofender al país”, al decir que en la Argentina había campos de concentración. Eso para mí era un eco, una intriga: la periodista italiana había estado en la Argentina, y de vuelta a su tierra, aseguraba que en el país de las vacas y el cereal estaba en marcha un verdadero genocidio, algo tan atroz que, según ella, no era posible “sin una prensa cómplice”.

Esa idea de complicidad mezclada con horror me acompañó por mucho tiempo: qué debía ser, hacer o decir un periodista para no ser cómplice más allá de los dichos de esta mujer brillante pero siempre incómoda para algunos sectores, a la que tildaban de “loca”; cómo aquel enojo por una supuesta mentira malintencionada que hería nuestro nacionalismo bienpensante debía transformase en otra cosa, qué había en verdad detrás de la fachada de pintura fresca de un Mundial de fútbol que nos había hecho campeones al fin, entre saltos agitados y una lluvia de papelitos.

Esas ideas cuestionadoras de aquel “Mi Mundial”, fueron con el tiempo el basamento de una elección vital del preadolescente del 78, cuando aún la patria de la infancia, la de los juegos y la inocencia, me contemplaba de cerca. El sueño de contar, comunicar, empujar con los codos los bordes de la corrección política que había aprendido en parte de mi viejo, ese mismo sueño de hacer algo por la gente, de contarle la verdad sin medir las consecuencias, hoy se confronta con la idea siempre latente de que, cada Mundial de fútbol, cuando la euforia dicotómica de Messi o Maradona está de regreso, la canción del Mundial suena sin parar, cuando vuelven las juntadas para ver los partidos finales de eternas picadas y cerveza con amigos, y el sueño siempre latente de recuperar la Copa está más vigente que nunca, no vuelva a convertirse en otra fachada de cartón recién pintado, lluvia de papelitos y una “prensa cómplice” y silenciosa que elije mirar para otro lado.

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