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Crítica cine

“Otra ronda”, un viaje doloroso y conmovedor, pensado especialmente para celebrar la vida

La premiada película del danés Thomas Vinterberg, protagonizada por Mads Mikkelsen y disponible en Netflix, propone, desde su oda al consumo de alcohol, un saludable debate sobre las consecuencias de la crisis de mediana edad en un grupo de amigos     


La tristeza por un tiempo perdido, ya pasado y lejano; la nostalgia por la distancia que separa al presente de ese supuesto tiempo de felicidad y algunas preguntas recurrentes, como por ejemplo quién sabe concretamente qué es la felicidad, para qué habitamos este mundo y cuál es el real sentido de la vida.

Son las preguntas por encima de cualquier respuesta y una angustia que quita la respiración lo que marca el clima de la imperdible Otra ronda, la película del danés Thomas Vinterberg, hijo del revolucionario movimiento Dogma 95 cuando comenzaba su carrera, que es bastante más que la ganadora del último Oscar al mejor film de habla no inglesa, entre otros premios y nominaciones, y que desde hace unos días está disponible en Netflix.

Otra ronda propone un enfoque amplio acerca de la crisis de la mediana edad en un grupo de amigos en una ciudad del primer mundo y un primerísimo primer plano en el ahogo y la fatiga por lo cotidiano de un profesor de historia de unos 50 años, hastiado de la rutina por seguir transitando un camino supuestamente trazado y del que no puede correrse por más que lo desee.

Martin, a cargo del siempre deslumbrante Mads Mikkelsen, el mismo que con Vinterberg concretó esa otra proeza cinematográfica que fue La Cacería (2012) y quien desempolva acá su pasado de bailarín, de un momento a otro entiende, asume y se hace cargo de que la vida es hoy, que el pasado es inmodificable y que poco y nada se conoce del futuro, incluso de ese tiempo que parece estar a la vuelta de la esquina o en un mensaje sorpresivo que llega al celular en el momento menos esperado.

Padre de dos hijos adolescentes y con un matrimonio sumido en la rutina, en una de sus tantas noches en soledad, se suma a un festejo de cumpleaños. No sin esfuerzo, y decidido a tomar agua, la cena en un restaurante de Martin con algunos pocos de sus amigos más cercanos que transitan por ese mismo hastío, encuentra finalmente en la bebida algo más que placer y diversión, una instancia que cierra al grupo en un viaje de autodescubrimiento y contemplación que modificará sus vidas para siempre.

Ese reencuentro copa en mano, ese camino sin fin de varias rondas que los devuelve al principio, se plantea como una epifanía no apta para moralistas ni prejuiciosos. Todos ellos, nuevamente niños, nuevamente víctimas de sus actitudes pueriles propias de la adolescencia, en esa soledad en la que los cuatro habitan el mundo acompañados por fantasmas, se refugian en el alcohol y eso modifica su modo de ser y de estar en lo cotidiano, un universo en el que dejan de ser invisibles y que de repente vuelve a registrarlos.

Con un eco en brillantes bebedores empedernidos como Hemingway o Churchill, el disparador del concilio de estos cuatro amigos de borracheras es una supuesta teoría del filósofo y psiquiatra noruego Finn Skårderud (algunas veces desmentida, sobre todo posterior al estreno del film), que sostiene que los seres humanos nacen con un déficit de 0,05 por ciento de alcohol en sangre y, al parecer, cuando la bebida compensa ese déficit, es cuando todo se vuelve “perfecto”, pero al mismo tiempo, peligroso.

Sin juzgarlos, la cámara sensible y curiosa de Vinterberg y su registro siempre condimentado a partir de las lógicas del documental, los muestra rotos, ajados, derrotados, pero con la necesidad de volver a ser lo que soñaron. Y es en ese punto donde la película se vuelve poderosa: el deseo siempre es el motor, y recuperarlo vuelve a dar sentido a todo aquello que parece haberlo perdido, más allá de que detrás de los sorprendentes resultados que a primera vista ofrece el consumo de alcohol (a toda hora, de todos los tipos, formas y colores) se esconden algunas consecuencias indeseables y, obviamente, conocidas.

Con algunos momentos memorables, estos cuatro amigos (los otros interpretados por los igualmente deslumbrantes Thomas Bo Larsen, Magnus Millang y  Lars Ranthe) recuperan la empatía y el sentido de la vida: se abrazan, ríen, lloran, bailan, se escuchan, con algunos pasajes que quedarán para siempre rondando en el imaginario de quienes vean la película.

Pero sobre todo, porque Otra ronda resignifica el conmovedor discurso de Thomas Vinterberg al recibir el Oscar, donde homenajeó a su hija Ida, también actriz y de tan sólo 19 años, quien murió en un accidente en 2019, a los pocos días de comenzado el rodaje, y ese duelo interior se trasluce irremediablemente en el film en varios momentos.

En ese viaje de alcohol, los alumnos del colegio que los cuentan como profesores dejan el letargo y los celulares y vuelven a escucharlos, los supuestos incapaces descubren sus capacidades, el deseo y el sexo vuelven a ser un interés y la risa, la mesa compartida y las noches interminables, la mayor felicidad.

Hacen mucho a esa construcción poética de santos bebedores descamisados y noctámbulos los cortes de música clásica que van de Schubert a Chopin, entre muchos otros, que acompañan sensible y atinadamente el derrotero de estos cuatro jinetes del apocalipsis etílico, del mismo modo que el desconcierto de su entorno, donde se destaca especialmente la propuesta del irresistible trío danés de soul-funk-pop Scarlet Pleasure (otro de los grandes hallazgos de la película, para escucharlo una y mil veces) con su “What a Life” (“Qué vida”), una invitación a repensarse, la sensación en el cuerpo de un baile frenético que invita a salir corriendo por el medio de la calle siendo conscientes de que la vida siempre es ahora, y que de un momento a otro se puede terminar.

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