Arabia Saudita es noticia, pero no porque se despidió rápido del Mundial de Rusia, sino porque se anunció que desde este mes la mujeres de ese país van a poder manejar.
Desde donde lo mire parece una locura que eso sea noticia. ¿Cómo puede ser que hasta junio del año 2018 las mujeres árabes no podían manejar? ¿Cuál era la fundamentación de semejante injusticia? Es difícil de entender para esta parte del planeta, pero si se tiene en cuenta que recién hace tres años las sauditas pueden ejercer su derecho a voto, este nuevo logro pasa a ser un avance.
Y ni hablar que recién a principios de este año las aficionadas del fútbol árabe pudieron ingresar a un estadio para presenciar un partido, algo que ya se explicó en esta columna, todavía está prohibido en algunos países, como Irán.
Es una buena noticia, claro. Porque de a poco, las mujeres sauditas van conquistando derechos, pero resulta que las cosas que “no pueden hacer” forman parte de una lista tan larga y como absurda.
No pueden elegir con quién casarse, divorciarse, viajar, tener un trabajo o hacerse una cirugía sin el permiso de sus tutores varones. Tampoco tener independencia económica, ya que para montar un negocio tiene que tener sí o sí dos hombres testigos.
Tampoco pueden solicitar una credencial de identificación nacional o un pasaporte sin el permiso de su tutor varón. Y la mayoría de los restaurantes cuentan con espacios que separan a las familias de las mesas sólo para hombres. Además, las mujeres deben entrar por una puerta aparte. Por eso no pueden comer en restaurantes que no tengan un espacio separado para las familias. Claro que tampoco pueden decidir sobre sus propios cuerpos y el aborto se permite sólo para preservar la salud.
A pesar de todas estas restricciones, como siempre, las luchas se ganan en la calle. Y cientos de activistas, hombres y mujeres, se rebelaron contra el discurso oficial y volvieron a pedirle a la monarquía que ponga fin al sistema que establece que una mujer debe depender de la voluntad de su padre, hermano, esposo o hasta un hijo menor de edad -de ser necesario-, durante toda su vida.
Poder estar en un estadio de fútbol fue el primer paso; el segundo fue la posibilidad de manejar; ojalá el tercero sea terminar con esa extrema cultura misógina.
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