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Los tres caminos de la vida

Por Candi.- “Existen tres senderos en la vida de todo ser humano. Yo soy guía en uno de ellos. Mi enemigo es la Luz en el otro, y en el tercero no interviene el orden metafísico y es una vía abominada por ese orden”, dijo el diablo.

“Recuerden siempre que, como bien dijo el filósofo, el amor y el odio no son ciegos, sino que están cegados por el fuego que llevan adentro”, dijo y continuó enseñando a un grupo de hombres y mujeres que, supuse, eran seguidores suyos en este orden temporal, y que deberían pertenecer a una de esas sectas, o grupos oscuros de culto, que terminan siempre causando estragos en los inocentes e ignorantes que se acercan. No descarté, tampoco, la posibilidad de que aquellos discípulos del siniestro pertenecieran a alguna sociedad política o de poder secreta, cuyos miembros siempre están dispuestos a provocar el odio y el enojo en la humanidad, mediante el implante de la injusticia social. Como sea, el diablo siguió con su arenga: “Por tanto, nuestra tarea será siempre encender la llama del resentimiento en el corazón del hombre. Una llama no para iluminar, claro está, sino para exaltar el fuego de la pasión desoladora; porque así perdido y arrebatado en su furor el ser humano, lograremos dominarlo. Sepan que la dominación de todo ser se logra a través de los siguientes estadios del  hombre: depresión, que supone la resignación en la adversidad; neutralización de su mente y de todo aquello que le sea útil para saber y comprender; entorpecimiento de la acción espiritual, de manera de impedir el flujo de sabiduría. Y lo más importante: exaltación de las pasiones”.

Cuando me vio interrumpió su clase magistral, se apartó del grupo y me dijo sin más: “No tengo tiempo para reportajes hoy, sólo puedo responder una pregunta, pero antes me gustaría aclarar tu pensamiento respecto de los ignorantes e inocentes que se acercan a eso que llamas sectas o grupos oscuros de culto. Y he de preguntarte algo: ¿acaso no hay inocentes e ignorantes a merced de sacerdotes, pastores, rabinos, imanes, guías espirituales, verdaderos embaucadores que predican la luz, pero gozan en las voluptuosidades de las sombras?”.

¿Qué podía responderle? ¿Acaso no han quedado al descubierto los escándalos en el Vaticano? ¿Acaso no hay príncipes católicos que elevan el cuerpo y la sangre de Cristo, se muestran impolutos veneradores en el sagrado momento de la consagración, pero en la intimidad se entregan a los más aberrantes orgasmos? ¿Acaso no hay pastores de TV que se enriquecen a costa de la angustia de las personas? “¡Gloria a Dios, hermanos –se les escucha decir haciendo alarde tanto del conocimiento de la escritura como del manejo de la mente humana–, aquí hay unción, preparémonos para el milagro”, y al cabo de unos segundos, luego de una escena digna de ser seguida y aprendida por los insignes actores de los más grandes teatros, sale el enfermo “curado” para siempre por obra y gracia del espíritu non sancto (y que el lector imagine todas las no santidades que desee), o “sanado” por un rato por el influjo de la sugestión. No podía negarle que en cierto modo tenía razón. ¿Acaso no hay pobres ignorantes del Islam que se ciñen cinturones explosivos, salen a matar en nombre de Dios, bajo el influjo de un ayatolá que sigue vivo y coleando lleno de poder, gloria y fortuna? En ese momento, una ráfaga de sabiduría (no propia, desde luego) resplandeció como un relámpago apacible, mostrándome las respuestas que le espeté al demonio: “Sin embargo –le dije–, aunque es cierto que hay hombres y acciones aborrecibles en todas las religiones, no puede decirse que esas sean la naturaleza de las mismas, ni que todos los hombres de esos grupos se comporten en el mismo sentido dañino y dañoso. Más bien diría que el espíritu de todas las grandes religiones (grandes no por la cantidad de fieles, sino por la relevancia de la doctrina) tiende a elevarse hacia el bien e insta al fiel en el mismo sentido”.

No me contestó, y sólo atinó a decir displicente: “Pregunta lo que quieras”.

—¿Cuáles son los caminos de la vida?

—Hay tres senderos en la vida de todo ser humano. Yo soy guía en uno de ellos. Mi enemigo es la Luz en el otro, y en el tercero no interviene el orden metafísico y es una vía abominada por ese orden.

—Lo sigo escuchando con atención.

—Los caminos de la vida son los siguientes: el camino del mal, el del bien y aquel que no es ni uno ni otro. Te hablaré del primero y del último, puesto que no me corresponde a mí referirme a aquello que está fuera de mi campo de acción y de mi propia naturaleza. El camino del mal es una pendiente lisa, suave, alegre, cautivadoramente perfumada y gelatinosa, por la que el corazón del hombre se desliza sin esfuerzos, hacia un placer abismal fútil, o una acción aberrante que lo envanece. Alcanzado dicho placer, o consumado el hecho injusto y dominador sobre otra persona, la mano de la satisfacción advierte que “en el fondo” todo no es más que un holograma, una entelequia. Difícilmente el que se desliza hacia abajo vuelve la vista atrás. Embelesado, poseído por la atracción del placer que confunde con felicidad, o repleto y halagado de esa pasión que lo torna dominante sobre otro, está ensimismado y prisionero en su estado. Aquellos que en esos instantes de maldad vuelven sus miradas hacia lo que se llama “el punto original o cero”, es decir, el plano de acción en que se encuentra el hombre por lo general y desde el cual decide cuáles de los caminos de la vida tomar, sienten la desazón por la caída al advertir la verdad sobre su situación. Pero yo me aseguro de que la luz del abismo sea fuerte y cautivante, aunque irreal. Una vez abajo, le resulta difícil a la víctima, por la misma naturaleza de la pendiente, retornar al estado original o punto cero. No se logra sin grandes esfuerzos y sin pagar los costos del facilísimo viaje hacia el subsuelo.

—¿Y respecto del tercer camino?

—Ese es el camino en círculos por el plano horizontal del “punto cero”. Ni se asciende, ni se desciende, ni se llega a ninguna parte, sólo se da vueltas en círculos. Quienes andan por ese camino son los indiferentes, los desinteresados, los que están tan sumergidos en sus cosas que ni piensan en el bien o en el mal. No se compadecen con el sufriente, ni se alegran con el triunfante. Mi enemigo los llamó “los tibios a los que vomitaré de mi boca”. Razón tuvo y sigue teniendo. No sirven para nada, aunque a veces, como te he dicho alguna vez, me sirvo de ellos. Estas personas andan siempre en el punto neutral, en el punto de reposo del péndulo de la vida. No van ni para un lado ni para otro. La filosofía y la religión  oriental, como el budismo, dice de ellos que están sujetos a la rueda de reencarnaciones hasta que definan su destino. Y es muy cierto. No tengo más para decir. Aunque me gustaría conocer una breve definición del camino del bien, según tu opinión.

—El sendero del bien supongo que está en la misma pendiente en el que se encuentra el del mal –le dije–, sólo que a partir del “punto cero”, del estado de reposo, la pendiente hacia arriba es escarpada, sinuosa, llena de follaje espinoso y cuesta subirla. A veces se siente una gran soledad en ese camino, a veces se llora, a veces un viento de frustración azota el rostro del corazón humano, pero a medida que se asciende, y por el mismo esfuerzo, toda la estructura del ser se va fortaleciendo. A menudo el sendero ofrece al caminante un balcón, un descanso, desde donde puede mirar el panorama. Entonces, al verse el punto de reposo allá abajo y advertir el aire puro de la altura espiritual, un regocijo inmenso, indescriptible, una paz que no puede hallarse en otra parte, invade el alma. A medida que se anda ese camino, el caminante se encuentra y es ayudado por otros peregrinos que han atravesado la zona de mayores dificultades y que por todo comentario tienen una mano tendida, una sonrisa y una mirada apacibles y afectuosas. Si uno les pregunta: ¿qué hay allí arriba? Ellos responden: “Allí arriba está tu verdadero corazón”. Pero eso usted no lo entenderá, seguramente.

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