Opinión

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Los adalides de la crueldad y la pelea por derrotarlos

Con Milei y su pandilla se ha entronizado un discurso que santifica la crueldad como principio rector. Para enfrentar al poder económico hay que poner en movimiento el incalculable peso social de la clase trabajadora y los sectores populares


Por Octavio Crivaro 

Partamos desde algún lado, elijamos un ejemplo al azar, tiremos del extremo de un hilo, a sabiendas de que será arbitrario. Un tuitero anónimo, probablemente sin un solo mes de experiencia laboral, es contratado por un sueldo generoso para controlar las redes sociales del gobierno. De canillita a campeón. Este “CUIL virgen”, como la derecha menosprecia a aquellos que no trabajan “en el mundo privado”, cuelga la captura de pantalla de un chat de un empleado estatal que suda angustia en un mar de despidos de trabajadores estatales. “Están echando. Es una carnicería”, dice a las 11 y 53. “Me echaron”, dice a las 14 y 31 la misma persona. Este funcionario anónimo, al que apenas se le pudo poner un rostro hace pocos días a pesar de dirigir las redes sociales del presidente de un país de casi 45 millones de personas, festeja: “Gracias por tanto Cine”.

Un joven funcionario gris, sin talentos conocidos, convierte la fatalidad ajena en un elemento lúdico, divertido. En un mundo roto, un Estado en crisis, un sistema social que degradan las más elementales condiciones de vida, se exalta una moral deforestada en el que hay un jolgorio de la desventura ajena. En el Imperio de los Crueles que encabeza Milei vale todo.

La pandilla de los crueles

Con Milei y su pandilla se ha entronizado un discurso que santifica la crueldad como principio rector, tal como sostuvo Martín Kohan recientemente en una entrevista en Futurock: “la crueldad está de moda”. El festejo de la desgracia ajena, el goce sádico con el dolor de los contrarios, son aquí y ahora deportes cotidianos. Un reseteo “schmittiano” de la díada “amigo-enemigo” en el que con el otro está todo permitido. “¿Te duele?. Me encanta”, tipean en X (ex Twitter) dedos pesados que lastiman el teclado de computadoras ruidosas. Gente que nunca trabajo se lo dice a empleados echados de sus trabajos. Muchachotes crecidos que viven de sus madres, se lo dicen a mujeres que se movilizan por comida, contra abusos o femicidios, a familiares de víctimas del gatillo fácil, a cualquier blanco móvil que sea plausible de ser identificado con un enemigo que es cada vez más amplio. Hombres que son una versión sin calle de Boogie el Aceitoso.

Es un remix hardcore del “algo habrán hecho” de la dictadura, pero que ya no se aplica a “amenaza de la subversión”, sino al “flagelo de los jubilados que quieren comer”, a “la banda de empleados que quieren trabajar”, a la “facción de jóvenes de barrios populares que no quieren morir en manos de las balas policiales” y otras acechanzas por el estilo. El adversario es ubicuo, móvil y cambiante y ante él, hay que actuar sin contemplaciones. No solo derrotarlo, sino también deleitarse con su infortunio. La celebración de sus desgracias no solamente es tolerada sino que es deseada, buscada y militada. Hay que buscar, quizá, en los momentos más oprobiosos de nuestra historia tamaña espectacularización de la fatalidad de los otros. Curioso hecho: las Madres y las Abuelas que vieron a sus hijos desaparecer y a sus nietos ser secuestrados, siempre buscaron justicia, reparación y la rehabilitación de sus familiares. Nunca venganza. Por eso ya son parte de nuestra Historia.

Crueldad con arreglo a fines: dividir a los de abajo

La enunciación perpetua de enemigos y la conmemoración de su desventura no es un deporte practicado “porque sí”, sino que tiene una finalidad, un “arreglo a fin”: se pretende que sectores de las clases subalternas, de los sectores populares compitan, se dividan, disuelvan todo lazo de solidaridad social o empatía y lo reemplacen por una lógica de “supervivencia del más apto”, un darwinismo distópico y pre apocalíptico. La crueldad que postulan Milei y su pléyade tiene una funcionalidad: esa enunciación de la competencia perpetua disuelve a las clases en tanto colectivos y postula al individuo aislado y en constante conflicto con sus semejantes. Milei y los suyos tienen una vocación antihegemónica.
Lejos de ponderar la unidad interna de los trabajadores y trabajadoras entre sí, y entre la clase trabajadora y toda la serie de sectores oprimidos (mujeres, diversidades, inmigrantes, juventud), se proclama la liquidación de todo valor colectivo y se lo reemplaza por un “sálvese quien pueda” radicalizado. De ese modo se expone a los grupos a ser odiados: los planeros, los vagos, los munipas, los bolivianos que vienen a usar nuestros hospitales, los trabajadores que no agarran la pala, los brasileros que vienen a usar nuestras universidades.

Nunca, jamás se hablará de las multinacionales que vienen a usar nuestra cordillera, nuestros lagos y nuestros mares, o de los empresarios que viven del Estado, ni de los gobiernos que auspician el saqueo al servicio de una minoría social. No. La búsqueda es separar como si fueran piezas de un rompecabezas los vectores de una fuerza que, unidos, podrían enfrentar y derrotar a ese Estado y a esos gobiernos, pero sobre todo a esos grandes empresarios que son los garantes de las condiciones sociales para que emerjan la desigualdad, las penurias, la descomposición social, la narcocriminalidad y los crímenes aberrantes que consagran lo evidente: la pérdida absoluta del valor de la vida en un sistema social que desprecia la vida. Miremos qué curioso: el mileísmo como factor militante cree imperdonable cualquier falta de los que consideran sus enemigos, pero no se fastidian un ápice ni opinan que hay que cuestionar al rol de grandes empresarios que en la dictadura pusieron campos de concentración en sus empresas y hoy controlan ministerios, como Paolo Rocca de Techint en Trabajo. Detalles.

La ideología de la crueldad es una tapadera, es uno de los lenguajes de ese sistema social en declive. Pero no es el único.

De la meritocracia y la República a la ferocidad tuiteada

Este discurso del mileísmo tuvo precuelas, digámoslo. Esa droga retórica tuvo sus precursores químicos. Por caso, tomemos a Eduardo Feinmann. El “Uno menos” severo con el que el periodista de la derecha celebraba con sobria alegría el asesinato en manos policiales, la llamada “justicia por mano propia” y la muerte en general de presuntos delincuentes, es un antecedente de este emporio de la crueldad y esa celebración mortuoria. Pero era un discurso que se circunscribe a ese universo tan menoscabado como el de la criminalidad. Por lo que, a pesar de que ya se buscaba fortalecer y legitimar las funciones y el radio de acción represivo del Estado, quizá pasaba un poco desapercibido comparado con el despliegue actual de la lingüística de una impiedad que señala como víctimas potenciales a grupos que, sumados, constituyen las grandes mayorías populares.

El macrismo, por supuesto, en su breve interregno gubernamental, también sembró bases discursivas y políticas que el mileísmo tomó y fagocitó. El sustrato central del discurso macrista fue la meritocracia. Una trampa ideológica en la que los grandes ganadores de la sociedad gracias a favores, herencias, dictaduras y palancas en el Estado, enunciaban la oportunidad de una carrera donde todos podrían ser potenciales ganadores si se esforzaban. Olvidaban decir, zas, que ellos eran los que ponían al árbitro, eran los dueños del estadio donde ocurría la carrera y que, por si acaso, ya habían ocupado plácidamente los lugares centrales del podio de llegada. Los que siempre ganan postulaban una carrera con pretensiones de igualdad. Je.

Si toda ilusión meritocrática es un idealismo bajo el capitalismo, ya que se disuelven, al decir de Marx, todas las condiciones materiales de existencia, bajo un capitalismo en crisis y decadente como el argentino es directamente un sinsentido, una utopía. O más aún: una estafa. La meritocracia fue el tierno barniz con el que los ganadores de siempre pretendieron darle cobertura popular (de clases medias) a su dominio social.

El otro discurso vértice discursivo con el que se consolidó el macrismo, sobre todo a partir de sus vertientes radicales y las huestes de Carrió, fue la de la institucionalidad, el republicanismo. Ese discurso masticado como un chicle viejo frente al “populismo kirchnerista”, fue abandonado, con una velocidad admirable, por la mayoría del macrismo, que corrió en tropel en auxilio del vencedor Milei, populista también él pero de derecha en este caso. Aunque las perspectivas sean aún mucho más solapadas en comparación a la época dramática a la que se refiere Trotsky en “Su moral y la nuestra”, suena muy oportuna la frase en la que el ruso “atiende” a las goteras de la “moral democrática”: “…la moral democrática correspondía a la época del capitalismo liberal progresista; (…) la exacerbación de la lucha de clases, que domina en la época reciente, ha destruido definitiva y completamente esa moral; (…) su sitio ha sido tomado, de un lado por la moral del fascismo y, de otro, por la moral de la revolución proletaria”. Aún no se llegó a tanto, ni por lejos. Pero el sentido de la flecha es ese. La democracia, tan oportuna en tanto cobertura moral, es fácilmente descartable. Ya sabemos: “muchos calzan gorro frigio solamente por ser calvos”.

Sin la patria y sin el otro

Si la meritocracia es un espejismo en un capitalismo que se come a sus esforzados hijos como el dios Saturno, la redistribución de la riqueza, la justicia social y la expectativa igualitarista con la que ganó la fórmula entre el guitarrista Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kichner, también fue una mera ilusión en un país sometido por la bota asfixiante del FMI.

Frente al saqueo lento pero furioso de Juntos por el Cambio, el peronismo postuló un fin de la herencia macrista pero renunciando a afectar cualquier interés de los sectores dominantes: las grandes empresas, el FMI, los bancos, Vicentin. En ese dominó de renuncias, en esa negativa a asumir cualquier curso “jacobino” para adoptar, en cambio, una combinación entre moderación, postración a los poderes fácticos, disputas internas miserables y vanidades patéticas, los conceptos centrales de la doctrina kirchnerista se presentaron uno a uno como significantes vacíos despojados de todo contenido transformador.

“La patria es el otro”, se nos decía, mientras la patria era saqueada por el pago de la deuda externa que el gobierno de Alberto (y de Cristina y de Massa) asumieron como propio, a costa del hambre de los jubilados, de los pobres y de los trabajadores. Se habló de Patria mientras los principales bancos y empresas aceleraron el saqueo. Y se habló con solemnidad del “otro”, cuando “los otros” fueron postergados, ajustados y reprimidos. ¿Dónde quedó “el otro” cuando el gobierno de Kicillof desalojó a familias humildes y madres solteras en Guernica, en pos de construir un country? ¿Y cuando los jubilados vieron cambiar su fórmula jubilatoria mientras los bancos festejaban ganancias extraordinarias? Esta exaltación de hecho de la desigualdad, que no fue atenuada por más discursos que haya dado Cristina tratando de desmarcarse del candidato al que ella convirtió en presidente, dio un salto en la pandemia. Mientras grandes mayorías sufrieron penurias, aumentaron la precarización laboral y las carencias, los grandes empresarios hicieron negocios extraordinarios y el gobierno vacunaba a amigos y hacía festejos en un desierto de postergaciones. Se le gritaba “quedate en casa” a gente que debía moverse para practicar el violento oficio de alimentarse. La pandemia fue, en muchos sentidos, la sala de parto de la ideología mileísta, al menos en tanto reacción a lo que había.

¿Tan así? Sí. pero no solamente porque aumentó la desigualdad y la carestía de vida. Sino porque eso sucedió con un discurso donde se le pedía (exigía) que agradezcan el rol de un Estado a sectores que lejos de ver un Estado protector, veían al Estado (o a su representación concreta, el gobierno) como responsable de su malestar. El peronismo y el kirchnerismo se ofuscaban con sectores que porfiaban en no entender lo grandioso de un Estado. Al decir de Pablo Semán, confundían Estado con “mímica de Estado”, una institución que guardaba lo peor de las formas y no representaba ni uno de los presuntos contenidos beneficiosos. En esa deriva un poco egoísta un sector de la base social del gobierno acompañó a sus líderes. Una empatía comida por polillas. Y eso explica que no se haya visto llegar (y que aún se comprenda poco) el fenómeno Milei.

La solidaridad y la vocación plural enunciada por la militancia y por los simpatizantes intensos del Frente de Todos, al estar vaciadas de toda práctica social, de toda pelea transformadora y de toda lucha que las exprese, se convirtieron también en una “mímica de proyecto colectivo”.

Un manojo de palabras vacías que aquellos que tienen sentido de pertenencia con el peronismo ante la emergencia de Milei o aquellos que aún gozan de una realidad material que otros sectores no tenían el placer de detentar, arrojan en el rostro a los porfiados que no entendían las bondades de “el Estado que te cuida”. Jauretche decía que “El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen”. Mucho de eso hizo el peronismo en los últimos años: desmoralizó, desmovilizó y entristeció al pueblo trabajador. Y le dio argumentos y moral a la reacción.

Si la crisis social fue la harina con la que se cocinó el pan libertario, el enunciado arrogante de los discursos de un progresismo de manos vacías, fue la levadura para que se hinche. El discurso reaccionario en lo cultural del mileísmo creció en espejo de un progresismo que cada vez más fue enunciado como un látigo, como una amenaza, como un reto desprovisto de toda modificación real de las condiciones de existencia. Y así no funciona.

Si el mileísta arquetípico se burla de las desgracias de los pobres diablos que, cree, tiene abajo, una minoría intensa sostén del peronismo mira con desprecio y superioridad moral al votante de Milei. Ambos relatos son gemelos peleados que comparten dos cosas: primero, abstraer que los grandes empresarios que ganan con Milei son exactamente los mismos que ganaron con todos los gobiernos peronistas desde 1983 a hoy. Incluidos los años del kirchnerismo. Y en consonancia, se disuelve el hecho de que las grandes mayorías populares tienen intereses antagónicos con esos sectores, voten a quien voten. En ambos relatos desaparece todo análisis y toda pertenencia de clase.

La lucha y la hegemonía versus la crueldad divisoria

Es curioso: como parte de la campaña contra la izquierda, el trollerío libertario siempre ha responsabilizado al socialismo como causante de una cantidad de muertos que, según el posteo, puede ir de los 20 millones señalados en el libro de Martin Amis, a los 100 millones que saldrán, suponemos, de la suma de los crímenes de Atila, Gengis Kan, El Petiso Orejudo y vaya a saber uno quién más. El libertarianismo hizo un vía crucis contra el marxismo señalando que deviene ineluctablemente en totalitarismo, para lo cuál derivó una maniobra que no por clásica deja de ser usada: igualar marxismo con estalinismo.

Lo cierto que el trotskismo no reivindica ningún autoritarismo sino que postula la conquista de un gobierno de trabajadores y trabajadoras, la construcción de un estado de transición basado en organismos democráticos de la clase trabajadora y las capas medias empobrecidas (como los soviets) para la conquista de una sociedad socialista y no capitalista. Si ese es el “fin”, los medios mal podrían ser las matanzas, la censura, la persecución. Trotsky en “Su moral y la nuestra” hace una detallada disquisición sobre la relación entre fines y medios que podríamos sintetizar así: nunca los fines pueden estar en franca oposición con los medios utilizados para conquistarlos. Y si, llegado el caso, hubiera que apelar a medios extraordinarios (por la dinámica, por ejemplo, de la guerra civil), esos medios deberán ser excepcionales y limitados en tiempo y espacio. Para Trotsky no vale todo.

Lo cierto también es que, por el contrario, son nuestros acusadores, en su misión sagrada de dividir y atomizar a los sectores populares, los que postulan que vale todo: mofarse de la desaparición de personas y el secuestro de bebés, convertir el desempleo y los despidos en burla, convertir la maldad en un medio de vida. Ahí sí que “el fin justifica los medios”: si el propósito es conquistar una sociedad con una clase trabajadora pulverizada y sin derechos, y un país a merced del despotismo más brutal de las clases dominantes, entonces para ello vale la crueldad como ideología dominante. Es más: corresponde que así sea.

Hay ahí, pues, una batalla. Pero ojo. La pelea es fundamentalmente material: hay un pleito contra el plan económico de devastación de Milei y de sus verdaderos jefes, la casta ancestral de grandes empresarios, que han sido tan “fanáticos” de la democracia con el mismo ahínco que antes impulsaron las dictaduras militares y hoy apoyan al padre de Conan. Ese pleito es una lucha. Una lucha de clases.

Para enfrentar su poder económico hay que poner en movimiento el incalculable peso social de la clase trabajadora y los sectores populares. Y para eso hay que conquistar lazos de solidaridad que no son esotéricos o ideales, sino que parten de formular las demandas para que en cada plano de la vida se luche por la resolución de las demandas de los explotados y los oprimidos, atacando los intereses y la ganancia de los grandes propietarios. Eso a lo que Gramsci llamaba “hegemonía”.

No hay dudas: el odio de los pequeños funcionarios y escribas en redes sociales será respondido en cómodas cuotas. La crueldad de este capitalismo tiránico y decadente al que nos quieren condenar, puede ser reemplazado por una sociedad que busque la abundancia como la base de la igualdad y la satisfacción y esa es una pelea colectiva, en definitiva. En el medio, claro, hay que poner algunas cosas (y a algunas personas) en su lugar.

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