La imagen de Aylan Kurdi sobre una playa turca, el niño de 3 años ahogado al hundirse el bote de refugiados en que viajaba, recorrió el mundo y conmovió a muchos que venían cerrando los ojos –esperemos que ya no– ante una de las más terribles catástrofes humanitarias de nuestro tiempo: la de los centenares de miles de mujeres, hombres y niños que deben buscar refugio ante las nuevas “guerras periféricas”; sin lugar a dudas el dolor, la conmoción y la indignación que genera esa imagen no deben caer en “saco roto”, sino llamarnos a la reflexión.
Si no lo hacemos, la imagen del chiquito Aylan corre el riesgo de terminar ocultando lo que buscaba denunciar, por ese fenómeno que el intelectual italiano Giovanni Sartori llama el homo videns (el hombre que ve, en lugar del homo sapiens, el hombre que sabe o busca saber). Con la velocidad irreflexiva de los medios de comunicación, esa foto “viralizada” puede ser rápidamente reemplazada por otra tan o más impactante, que tape en lugar de mostrarnos la realidad y para hacer algo al respecto. Ya sólo el hecho de que la foto de Aylan impacte, y no se tenga en cuenta que en ese mismo naufragio haya muerto casi toda su familia y otras diez personas, da motivo para preocuparnos.
Pensemos que estas muertes son sólo un caso entre las miles de familias que vienen perdiendo la vida o se ven sometidas a condiciones infrahumanas de supervivencia en su intento por hallar refugio de la guerra, la destrucción, o el hambre.
Está claro que no se trata de una catástrofe natural, y tampoco es producto “del hombre” en general, así, en abstracto. Los centenares de miles de personas que hoy se ven forzadas a desplazarse de los países de Medio Oriente y el norte de África, como los millones que padecen situaciones similares en todo el mundo, lo hacen para huir de guerras y violentos conflictos desatados en los países llamados “periféricos”. Conflictos y guerras en los que tienen una fuerte responsabilidad los líderes de las potencias “centrales”.
Baste recordar el caso de Afganistán, cuando las potencias occidentales, para derrotar a su rival, la Unión Soviética, prohijaron como sus niños mimados a los talibanes. Los financiaron, armaron, entrenaron y les dieron todo tipo de apoyo, generando el monstruo que luego incluso se les puso en contra y del que nació la red terrorista Al Qaeda. Algo similar viene ocurriendo hace años con el grupo hoy proclamado “Estado Islámico de Irak y Siria” (Isis), alentado por muchos intereses económicos y políticos de las grandes potencias que buscaron desplazar a los líderes locales tradicionales, desencadenando una situación donde la violencia generalizada y la barbarie son la norma.
Diariamente miles de familias como las de Aylan Kurdi deben huir de esas nuevas “guerras periféricas”, instigadas desde el “centro” del poder mundial y que sólo pueden continuarse por el comercio de armas, generador de enormes ganancias por el tráfico ilegal de personas por parte de mafias –que nunca son detectadas a pesar de la parafernalia tecnológica con la que cuentan estas potencias hegemónicas– y ni que hablar de los intereses petroleros y el comercio de otras mercancías ilícitas.
La catástrofe se completa con la ceguera de los líderes de las grandes potencias. En particular la dirigencia europea que, sin asumir la responsabilidad que le cabe en la tragedia humanitaria de los refugiados, les cierra las puertas y los lleva, en su desesperación, a recurrir a medios inseguros y clandestinos de desplazamiento, verdadera causa de estas muertes.
No es un hecho nuevo: a poco que asumió, el papa Francisco viajó a la isla italiana de Lampedusa y ante miles de refugiados, sobrevivientes de tragedias iguales, denunció: “Hemos caído en la globalización de la indiferencia”.
Sus reiterados llamados a abrir el corazón a quienes son responsables de los efectos de un sistema que ya no da más, son desoídos. Como botón de muestra, la canciller Ángela Merkel le contestó a una chiquita palestina refugiada que esperaba conseguir la residencia en Alemania, que “tendría que irse a casa”.
Esta respuesta de Merkel no es más que la expresión cínica de la política que aplican los líderes de Europa, y resulta más indignante si repasamos la historia de ese continente.
Ninguna otra región del planeta expulsó a tanta población en los últimos siglos; millones y millones de personas se vieron forzadas por las guerras, las persecuciones políticas, raciales y religiosas, el hambre y la miseria, a buscar una vida y un futuro para sus hijos en otras partes del mundo. Millones de europeos –desde hace más de 500 años y a lo largo de todo ese tiempo hasta después de la Segunda Guerra Mundial– encontraron en otras tierras la posibilidad de vivir y la oportunidad de progresar. Por ejemplo en nuestra América, desde Canadá hasta la Argentina, nuestros abuelos, los “gringos”, son la prueba. Hasta la rica, prolija y bien administrada Suiza expulsó hace más de un siglo a miles de familias, muchas de las cuales vinieron como colonos a nuestro Litoral. Países nórdicos como Suecia, entre 1850 y 1950 expulsaron a más población que la que hoy tienen en sus propios territorios.
Los líderes de las grandes potencias, aplicando un “doble estándar”, a través de diplomacias cruzadas y juegos de titiriteros en el teatro global, siguen actuando en defensa de los intereses de una plutocracia imperial, no trepidan en desentenderse de las consecuencias de sus propias acciones, ellos son partícipes de esta catástrofe humanitaria, a nivel global, porque dejan a su propia población, a los ciudadanos medios europeos, posiblemente inocentes de las actitudes de las cúpulas dirigentes, en la situación de ser corresponsables de una tragedia que no desean.
A todo ello se agrega otro problema, que Europa tiene que soportar en su propio corazón.
Porque aun si acepta a los refugiados, ¿cómo hará para asegurarles su sobrevivencia?
En países que hace varios años sobrellevan una profunda crisis, que salvo algunos casos privilegiados, no muestra signos de alivio, y que se manifiesta en el desempleo y la falta de perspectivas, ¿cómo se les brindará, no ya niveles de vida dignos, sino al menos de supervivencia humana? De nuevo el empleo y entorno social jugará un papel fundamental.
¿Cómo se dará respuesta a esta crisis dentro de la misma crisis?
Los trabajadores argentinos creemos que para resolverla no bastará con conmoverse ante imágenes terribles. Serán necesarios profundos y urgentes cambios de la política internacional. Hay que hacer del mundo un lugar habitable y más justo para todos los seres humanos.
Con una sabiduría seguramente nacida del dolor, lo dijo un chico de 13 años, Kinan Masalemehi, refugiado sirio: “No queremos irnos de nuestro país, simplemente paren la guerra”.