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La misión de vivir

Por: Carlos Duclos

Es el calvario, la agudeza del sufrimiento y, paradójicamente, la gracia de la razón (porque a ningún ser, salvo al hombre, se le ocurre huir de la vida) aquello que empuja a la persona a sucumbir, entregado a su debilidad, definitivamente. La gracia de la razón, desde luego, obnubilada, ensombrecida por fantasmas que hacen cavilar el buen juicio hasta postrarlo. Ese político arrollador y estratega militar audaz, Napoleón, solía decir que abandonarse al dolor sin resistir, suicidarse para sustraerse de él, es abandonar el campo de batalla sin haber luchado.

Claro, es fácil pronunciar algo por el estilo cuando se dispone de vigor y cabales, cuando las funciones cerebrales están armonizadas con el espíritu de lucha; lo difícil es lograr comprender este pensamiento, ponerlo en práctica cuando la misma vida está desmoronada y las fuerzas psíquicas y espirituales acechadas por los demonios que el psicoanálisis conoce de memoria.

Algunas circunstancias de este loco mundo posmoderno parece que han estimulado la tendencia a huir de la vida. La Organización Mundial de la Salud dio a conocer un informe en el que aparece, fatídica, una cifra alarmante: cada año se producen en el mundo un millón de suicidios. Se estima que en los últimos cuarenta y cinco años la tasa mundial de suicidios aumentó en un sesenta por ciento, y pasó a ser una de las tres causas principales de muerte en personas de ambos sexos. Por ser un tema muy complejo y tabú en algunos países, las estadísticas no son del todo exactas, por lo tanto podría haber más casos cuyos números no se difunden.

Tal parece que una ola de violencia contra sí mismo y contra los demás emerge por alguna fuerza oculta y misteriosa en el mundo de hoy e impele al hombre a aniquilarse y aniquilar. Hay un desprecio por la propia vida y por la de los demás. La cultura de la muerte se advierte en diversos planos físicos y morales, pues tanto se mata la vida literalmente cuanto la justicia de los actos. El problema de cierta parte de la humanidad, en estos días, es que ha perdido el sentido de la vida o, al menos, el verdadero sentido.

Quien rehuye a la vida es alguien que siente que permanecer y luchar es un acto atentatorio contra su paz; es un ser que experimenta la sensación que su vida no sólo que no tiene sentido, sino que es a través de la huída en donde se encuentra, después de todo, cierto significado. Quien abandona la vida es un ser que, equivocadamente, supone que no hay más salida, aunque varias puertas le enrostran el cartel que dice “éxito”.

Las personas flageladas y renunciantes difícilmente huyen sin aviso y en consecuencia deben tomarse con responsabilidad todas las amenazas de auto lesión, que no son otra cosa que pedidos de auxilio. En nuestro país, la tasa promedio está en 8,5 suicidios cada 100.000 habitantes. Es decir, por debajo de las tasas mundiales, pero aumentó casi dos puntos en los últimos años. Curiosamente, se produce en personas de edades económicamente activas, entre los 18 y los 60 años, y hay zonas de brotes suicidas. Los motivos para huir de la vida pueden ser varios, pero las razones para permanecer son muchas más y muy valiosas. La consulta a profesionales (psicólogos, psicoanalistas), la palabra de guías espirituales, es determinante para evitar la huída de esto sublime que Tolstoi definió como “una misión”.

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