Hipernominada a los premios Oscar –trece en total, lo que supone casi la totalidad de los rubros–, La forma del agua, el último opus del mexicano Guillermo del Toro, con el que también consiguió premios Globos de Oro y Bafta en sus recientes ediciones, vuelve a conjugar ese espíritu fantástico que campea en la totalidad de su obra –a excepción, podría decirse, de Titanes del Pacífico, cuyo tufo franquicia de la industria norteamericana es inocultable–, que ya le ha dado un sello distinguible y disfrutable. Como se sabe, la cercanía con Hollywood de realizadores latinos es un arma de doble filo. Del Toro viene con una de cal y otra de arena en ese sentido, porque las dos Hellboy y La cumbre escarlata sostienen su dignidad en alto pese a las imposiciones que seguramente la producción señaló, aunque no tengan la altura de, por ejemplo, El espinazo del diablo (2001), un film por fuera de ese establishment.
Ahora La forma del agua se mete de lleno en la preocupación de mucho cine norteamericano del último par de décadas, aquel que toma momentos de la llamada Guerra Fría, que tuvo en vilo al mundo durante los 60 porque tanto el gobierno de Estados Unidos como el de Rusia tenían el botón atómico a su alcance. Pero lo hace desde un inocultable estilo clase B, sin el blanco y negro, claro, pero desde una fotografía donde priman abigarrados colores, un signo con el que el cine suele identificar esa época, retorcida y recalcitrante y amenazada por revoluciones. La historia del film es mínima y es fundamentalmente una historia de amor. Pero de un amor singular y contracorriente, común casi a todos los otros relatos del mexicano, que lleva hasta las últimas consecuencias en un estilizado peregrinar de afectos y violencias instalándose en el fantástico con absoluta naturalidad. A diferencia de otras invenciones, esta vez su criatura está calcada de El monstruo de la Laguna Negra, el film de Jack Arnold de 1954, una especie de anfibio con forma humana que, como se verá, cuenta con una sensibilidad que la mayoría de las personas que pululan a su alrededor no cuentan. Ese rasgo de la criatura prenderá en una muchacha muda que trabaja en un edificio del gobierno en Baltimore donde se buscan armas sofisticadas para aventajar a los rusos en el dominio del mundo. Allí llega prisionera la criatura en manos de un odioso agente de algún servicio secreto y nomás verla, la chica entrará en un sortilegio que se profundizará conforme avance su amor hacia el “monstruo” –de ellos hablan las películas de Del Toro– hasta arrasar con cualquier platonismo y entrar de lleno en el contacto sexual. En este último punto se encuentra el mayor hallazgo del realizador, en franquear aquellos límites que cualquier decoro o extrañeza señale para experimentar justamente desde el deseo en el terreno que más posibilidades ofrece: el fantástico.
La joven muda, que se masturba cada mañana en la bañera donde sobrevivirá su amado y tiene como amigos a un artista gráfico veterano y desempleado y a una mujer negra que la apaña ante cualquier discriminación en su trabajo –dos personajes en banda que contribuirán en el desenlace del idilio–, consumará su encuentro físico con la criatura del modo más imaginativo: en la que será la secuencia más sublime del film, ella abrirá las canillas de la bañera –donde yace la criatura rescatada– y del lavabo del baño, e inundará el espacio para amarse sumergidos.
Como no sería de otro modo, el agente norteamericano –cuyo estereotipo le va muy bien– hará lo imposible para salvar su honor de “soldado de la patria”, se batirá con agentes rusos que también quieren quedarse con la criatura y demostrará su excelsa crueldad con un científico maravillado por la criatura, dispuesto a salvarla más por su candor humano que por su fe en el conocimiento. Este es el contexto entonces –como lo fue la Guerra Civil española en la mencionada El espinazo del diablo, o sus consecuencias en la intensa El laberinto del fauno (2006), claramente lo mejor de su obra– donde este “amor fou” tendrá lugar y donde también puede leerse, a tono con uno de los síntomas contemporáneos más relevados, un cuestionamiento hacia los patrones humanos establecidos por la mayoría dominante basados en el racismo, el sexismo y en la discriminación al diferente. No debe olvidarse que La forma del agua comparte nominaciones al premio mayor de la Academia con varios títulos que abordan estas problemáticas y que, fiel a su estómago de hierro, Hollywood digiere sin preámbulos para convertirlos en suculentos negocios. Demás estarían el breve paso de comedia musical, ciertos crípticos rudimentos del guión y un final al que le sobran unos segundos pero nada de eso alcanza para empañar las atinadas actuaciones –el casting principal está nominado– y el espíritu de un eficaz relato de amor y aventura. 7/10