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Grito de guerra contra Francia


 

Estábamos todos, Olga Vladimirevna trajo un zakuski de primera mano, preparado por la noche para que luego acumule su sabor inigualable (es nuestra picada y contiene pepinos, aceitunas y salchichas acarameladas entre otras delicadezas), Nikolai Vladimirevich trajo la cerveza que él mismo hace y a la que llama brownie por su color marrón y el pronunciado gusto a cebada. Koko Loko peló –¡cómo me encantan los argentinismos!– un tabaco búlgaro al que nosotros le rendíamos pleitesía por su aroma seductor cuando íbamos a jugar un partido durante la época de oro de nuestro Dínamo y, por supuesto, de nuestra amada URSS.

Calentamos los motores para llegar al encuentro de Argentina y Francia con los sensores emotivos al mango –¡qué linda palabra!, con su reminiscencia a esa fruta exquisita– porque, vuelvo a decirlo, parte de mi corazón es celeste y blanco. Y entonces nos entusiasmamos como niños hasta el minuto 3 del segundo tiempo, cuando Argentina metió el segundo un poco de carambola pero con pelota dominada desde antes, nuestros gritos debían escucharse en toda la cuadra porque, no lo he dicho aquí todavía, el corazón se nos hace palabras, frases…pero en ruso, y sí, esa motivación interior, la más grande de todas, gritar un gol del equipo que nos tiene prendidos, es siempre en el idioma de la infancia. Nos abrazamos y hasta dijimos que una final maravillosa sería la de Argentina y Rusia (aunque sabemos de las dificultades de nuestra selección para llegar hasta allí) y como todavía el capitalismo no ha privatizado el soñar, así lo hicimos.

Pero algo pasó luego, y es difícil explicarlo con precisión, ya que la garra que pusieron los argentinos es innegable, pero no se gana solamente con eso, sino con varios ingredientes –esta palabra se me debe haber pegado porque a la altura del empate de Francia ya habíamos dado cuenta de casi toda la zakuski e íbamos por el segundo botellón de la brownie–, sí, cuentan varias cosas más cuando uno enfrenta un equipo temerario, como es actualmente el de la selección francesa –que es de lo más sólido que se vio hasta aquí, si descontamos lo irregular de Alemania y la fase de grupos no tan destacada como la que se esperaba de Brasil–, y entre esas cosas hay una que es fundamental y es la de entender que varias individualidades de calidad hacen una diferencia notable por lo que una estrategia debió haber sido el intento de neutralizar a las saetas que reportan en el equipo galo: Mbappé, Pogba, Umtiti, Kanté y Griezmann, verdaderos artífices de la escudería que supieron aprovechar los descuidos del mediocampo y la defensa argentina. Y conste que hay allí cuatro descendientes de esclavos o colonizados por la Francia imperial, lo que lleva a preguntarnos qué harían los países del llamado primer mundo sin la sangre negra.

Y esos jugadores dieron vuelta cualquier guapeza y tesón, que los argentinos sostuvieron hasta el último tranco –¡otro argentinismo de tono ecuestre– sin que les fuera suficiente. Tal vez hubieran faltado 10 minutos más, pero quién sabe qué hubieran hecho los galos también. Cuando Francia metió el tercero ya volqué la cerveza sobre el hermoso vestido de mi Olga y me atraganté con un pepino. Con el cuarto ya me ahogué con el tabaco búlgaro que rebasaba la pipa y Koko Loko se resbaló con la cerveza en el piso y cayó del culo –¡qué imaginativos estos argentinos para detallar las cosas!–. Cuando se acabó el tiempo, Olga y Nikolai lagrimeaban y nosotros, ya algo borrachos, entonamos un viejo grito de guerra contra Francia, cuando era una archienemiga del Kremlin como Inglaterra o Estados Unidos, y pedimos porque Rusia llegara a la final y vengara a la Argentina.

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