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Felices Pascuas (de un agnóstico)

Por Luis Novaresio/ especial para El Ciudadano.

Uno: otra vez la política cede. Es domingo de Pascua y las corporaciones o los esbirros merecen algo de silencio para pensar en los millones que le dan la espalda. A todos. Y hace falta. Ni las internas, ni los pases de facturas, ni los nombramientos de familiares, ni las impresiones de billetes, ni la droga enquistada en los uniformes. Las Pascuas. La del hombre crucificado y la del pueblo que se libera de su opresión sufrida en Egipto. Cristiana y Pesaj. Pascuas.

Dos: incluso para esto hay un límite. Pase que cuando vas a comer a un restaurante te pregunten “cuántos van a ser” y vos, con buena voluntad, le digas al mozo “vamos a ser uno” mientras seguís viendo en el menú si hay un tercio de algún Malbec rico. Pase que aflauten la voz y sorprendidos pregunten a la nada “cómo que no te gusta el fútbol” y vos, algo de deuda que te pesa en el desconocimiento genético, pienses que, es cierto, estaría bueno tener la pasión de la camiseta que corre tras una pelota, pero no, sabrás disculparme, no la tenés. Pase que calculen cuántos años te quedan para que no te confundan con un abuelo si más adelante te da por tener hijos. Pase todo esto.

Pero también hay un límite. Y el coto parece puesto ante la indignación de quien te mira como la reencarnación de Hannibal Lecter cuando te atrevés a un simple “no” ante la pregunta confianzuda de “¿creés en Dios?”. Y no. No creés y tampoco creés que ayudaría decirle que es un idiota al que hace cuatro minutos que te conoce y supone que anda con derecho por la vida como para indagar en una de las cuestiones esenciales de la existencia. Y no. No creo ni lo uno ni lo otro. Pero el tipo va y te pregunta. Y vos vas y le contestás. Podrías ahorrarte la respuesta (y esta crónica) con un lugar común de ascensor compartido: el tiempo, la humedad y un “ni” de lo más oportuno. La culpa es tuya.

Será por mi educación marcada en las épocas en que Dios era temido (juro que de chico jugaba a ser Batman por el batimóvil y a Dios por eso del poder ver omnisciente, sin tiempo ni espacio), la culpa funge de buen combustible hasta en lo más doméstico. Debería decirte que no me da culpa no creer en Dios; pero si me apurás, no te estoy tan seguro. Me incomoda no creer. Me da más trabajo y, por fin, me cansa tener que explicarlo para no recibir la condena terrenal ante tamaño sacrilegio divino. Sé que no a todos les debo una explicación como ésta pero hoy, dos Pascuas de un pasaje parecidos, me siento movido por una especie de solidaridad hacia los que padecen lo mismo y se sienten solos de apoyo del más allá y del más acá. Es cierto que ayer me crucé con un típico idiota detonador de esta perorata pero, también, sentí que en estos tiempos tan raros en los que la lealtad es estar con el modelo o con la corporación, en la tierra en donde hay aún miseria inexplicable y deudas por saldar. Ponele que, al fin y al cabo, esto es un texto de autoayuda.

No creer en Dios, incomoda. De movida, hay que pensarlo. La fe no es un acto de reflexión sino un don que no se explica. ¿Vos sospechás que los agnósticos preferimos la lucubración existencial a la tranquilidad del don que se tiene o no? Nuestra cultura ha caracterizado a los no creyentes como plácidos negadores que patean toda convicción religiosa para “living la vida loca”. Alguno habrá, no lo niego. Pero la gran mayoría se atreve a confesarlo luego de un largo debate de especulación teórico que prueba verificar en la realidad. Si Dios existe, te preguntaste entre cientos de cuestionamientos, por qué acepta el sufrimiento de un recién nacido, expresión más cabal de la inocencia. Si debo creer en Dios, seguís, por qué la injusticia más gratuita no se impide. ¿El dolor, hoy o mañana, siempre cobra sentido? La primera vez que racionalicé la duda fue en la escuela primaria. El mejor compañero que tuvimos, el mejor tipo que recuerdo haber conocido en la infancia, se murió de leucemia. Era hijo único de una madre soltera maravillosa. Mi mejor amigo me dijo que hubiera sido más justo que él hubiese muerto. Sentí que Dios, aquél en quien entonces creía, mataba al inocente y hacía doler a un buen amigo. ¿Podía hacer algo así la divina bondad? No entenderlo entonces a cambio de explicaciones algún día, no consolaba.

No creer da más trabajo. Porque te deja más solo. No hay templos ni ritos de no creyentes que se tomen de las manos para darle la paz al prójimo, ni misales con recitados que pronuncian palabras de convicciones por repetición. Y, sin embargo, en el no creer hay un purísimo examen de conciencia diario que abriga el margen de estar equivocado. No conozco a ningún agnóstico que milite en la conversión no creyente. Y a la inversa, de los creyentes con pretensión de conversores (sic), hasta ha habido (y hay) cruzadas sangrientas. No creer no genera barreras o incompatibilidades. Se puede ser agnóstico y también se puede entrar a la iglesia, a la sinagoga o a la mezquita para emocionarte porque se casan tus amigos; también se puede acompañar a un enfermo a lo del padre Ignacio, o conocer una catedral con respeto por quien la construyó en honor al Altísimo. Y todo, sin perder las convicciones. En el no creer no hay jerarquías injustas que predican amor y viven en su contra. No hay palabra de humildad ni ministros opulentos. Tampoco hay en el agnosticismo santos inalcanzables: hay buenos que predican el amor al prójimo como a ellos mismos trabajando con las manos en la miseria para cambiarla, para desafiarla. Y hay de los otros. De carne y hueso. La discusión es con uno mismo, a solas y, te aseguro, es un trabajo mucho más duro que hacerlo con la protección gregaria de los religiosos.

No creer supone una fatiga adicional. Al menos aquí y ahora. Por las dudas, hay que demostrar que no somos seres sospechosos de acciones materiales no sometidas, al menos, a las diez leyes esenciales. Ante la duda, dudo del tipo negador. Jamás se me ocurriría hacer un listado de los transgresores de la ley penal, incluso de los delitos más aberrantes, para chequear su religiosidad. Sin embargo, hasta en lo más nimio, los agnósticos son puestos en estadísticas. Me tocó compartir escritorio con un periodista que después de ver jurar a los ministros de no importa qué gobierno tildó a los que prometían por la Biblia o apenas por sus convicciones y la Constitución. ¿Adiviná quiénes fueron los sumarísimamente crucificados? A los jodidos, les recomiendo que repasen el listado de los juramentados y sus consiguientes actuaciones.

Estoy primero en la lista para el caso de que Dios exista y, luego, decida dar poder para que lo represente demandando en los Tribunales a los que no cumplieron. La no creencia es apenas un estado de duda que motoriza la búsqueda de respuestas. Es, perdón la pedantería, hasta un estado de mayor vitalidad. Uno tiene esperanzas. Pero no la esperanza boba de que después de la primavera viene el verano. Uno camina y vive el calor sabiendo que el espacio del viento templado exige acción propia. Un paso tras otro. Propio.

Uno sabe que la caridad es buena porque puede paliar una carencia. No porque es el peaje a algo mejor en el futuro. Uno ama al prójimo, lo más parecido a uno mismo, porque así quiere amar. Y punto. Al fin de cuentas, me dijiste, creer tiene la enorme desventaja de no tener en el futuro la buena sorpresa del cambio.

En estos tiempos de profesiones de fe menores, en donde el dogma no es más que una excusa para traicionar hasta la certeza de lo que se dice creer, cansado de estigmas cómodos que separan entre buenos y malos, prometí seguir defendiendo la duda y la pregunta. Así y todo, felices Pascuas.

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