Ciudad

Un cuento para disfrutar

Esto es una sangría


Francisco Pavanetto

Por Guillermo Bigiolli Renny

1.

Estás tajeando, Roli, montado en tu bicicleta aurinegra: la Carbonera; estás tajeando el barrio Ludueña. Lo cortás de norte a sur. Vas buscando el camino más directo para llegar a tu trabajo. Agarrás por Felipe Moré bis, bordeando las vías del General Belgrano; y el sol de noviembre que acompaña templándote la pedaleada, brilla bien. Siento que es cada vez más fuerte su calor. Es casi mediodía. Las casas de techos bajos, pegaditas unas al lado de otras, sus veredas, a veces con árboles, a veces no, ofrecen en intermitencia a algunas doñas sentadas en sillas remendadas y banquitos desparejos. Mirás que las doñas están mateando. También ves que deambulan algunos muchachos insomnes. Los notás inquietos. Uno de ellos, parado en la puerta de una casa, está armado y con el torso desnudo. Vos lo ves, Roli. Ves el arma empuñada. Te ganan los nervios. Entonces acelerás el pedaleo. Algo no va a salir bien para alguien. No lo sabés, lo intuís, Roli. No querés ser vos el desafortunado. ¡Lo bien que hacés! Varios metros más adelante, un grupo de niñas que se hicieron la rata en la escuela cruzan corriendo la calle. No se están riendo, están asustadas. Notás eso, Roli. Tu corazón bombea a mil. No llegás a darte cuenta pero bombea a mil latidos por minuto. ¡Qué mierda hago acá!, pensás. ¡Me borro, ya!, y casualmente parece que te están escuchando el pensamiento, Roli. No ves la loma de burro y das un corcoveo. ¡Ja!. Un gran corcoveo que te eyecta de la bici y aterrizás de pómulo sobre el asfalto, apenas, amortiguado por tus manos. Te envuelve un lienzo oscuro salpicado con destellos. El asfalto huele a aceite que reposa en sus grietas. Lo olés, Roli. Tu bicicleta tirada en la vereda muestra su manubrio levemente torcido. Oís que algo estalla en esa oscuridad. Lo oímos. Se ha disparado un arma, Roli.

 

2.

Ella es la que mejor las hace en todo el barrio. Cada tanto me gusta espiarla. La Nutria preparó su sangría en un balde de cinco litros. Vació dos tetras de Uvita y dos sachet de Don Emilio que le quedaban en la heladera. Todo vino tinto. Exprimió diez limones y raspó parte de la cáscara en el balde. Al azúcar primero la transformó en caramelo líquido y le echó especias. Especias secretas que trajo de Formosa. Cuando el caramelo estuvo sólido lo trituró en un morterito y la esparció en el balde lleno de vino.

La Nutria, artesana y hechicera de la sangría, despliega su magia con aplicaciones de flor del tilo y alcohol de quemar. Sus brazos flacos en piel y hueso están repletos de tatuajes monocromáticos. Estampadas parcas, calaveras y dagas revuelven el líquido con un movimiento calmo de pequeñas revoluciones, mientras Pastor de los Santos canta sobre los chicos de la calle desde un reproductor de CD con forma de huevo que está sobre la heladera. El cucharón de madera añeja raspa astillando el líquido como solo puede hacerlo una madera ancestral. Es media mañana y a la Nutria le gusta tener preparada su sangría desde temprano. Minutos después del mediodía cuando vuelven a la luz los trasnochados, cuando se congregan los que no durmieron: empieza la juntada. La sacerdotisa del barrio, la Nutria que llegó del norte, quiere tener a punto su sangría de arranque. Cree que este es un ritual para los devotos de “vivir el día a día”. Un ritual que los ordena y que además les da amparo.

Llegaron el Muerte y Thinner. Al Muerte le gusta decir que la sangría de la Nutria es como el sol cuando amanece, por eso peregrina siempre que el cuerpo se lo permite en búsqueda de unos tragos para iluminarse y volver a entrar en calor. Yo sentía sus pasos lentos. El Muerte arrastra un poco el pie derecho, Thinner camina a las “diez y diez”. Descubrieron al Luco parado bajo una sombra a medias, lo saludaron con guiños y chasquidos. Thinner agregó movimientos con su cabeza. Se sentaron en el cordón de la vereda, detrás de ellos, una puerta se abrió. Del interior en penumbras salió la Nutria con mirada finita por el resplandor del afuera. Aferrada por su mano izquierda la manija del balde lleno de sangría que en su interior se mecía suavemente. El Muerte y Thinner miraban concentrados y deseosos el vaivén del líquido rojizo. No se dieron cuenta que a unos metros se desplomaba un tipo que venía en bicicleta. La Nutria sí lo vio caer. Además vio otra cosa que transformó su rostro en una señal de alerta, y luego en una mueca de horror. Giró la mirada hacia al costado y vio al Luco, su vecino de al lado, que avanzaba unos pasos hacia la calle. Sonó un disparo y el fogonazo se vio desde la vereda de enfrente. La Nutria soltó el balde que cayó plano y salpicó un poco de sangría en el suelo. El líquido se escurrió por las cicatrices de la losa hasta llegar a la tierra. ¡Ah, esto es una sangría! El movimiento reflejo de la Nutria fue agacharse un poco para ponerse a resguardo de un daño que no le va a suceder. En seguida se puso de pie y el daño se grabó en su mirada: el Luco estaba sangrando. La Nutria volvió a agarrar la manija del balde y lo levantó del suelo. Fue en ese momento que lo supiste, Nutria, ibas a tener que domesticar la rutina del odio. No tienen ni la más puta idea en dónde está la vida, pensaste con bronca, Nutria.

 

3.

Se había fumado unas secas de porro mientras les veía venir. El Luco estaba parado en la entrada de su casa. La puerta de chapa picada en la base, a su espalda, apenas entornada. Un alero de media sombra lo protegía de la luz del sol. Como de costumbre el Luco estaba descalzo, de short y en cuero. A la vista sus tatuajes de aguja y tinta china lo rayaban como una cartografía del bardo. Sus cicatrices con suturas de matambre lo condecoraban: le daban medallas y galones a su piel. En su mano izquierda el porro humeaba apretado en la pinza que formaba con el dedo pulgar y el dedo índice, y en su mano derecha llevaba empuñado un revólver sin amartillar.

Por la vereda de en frente, hacia la esquina sur, venían visitando puerta por puerta, una cuadrilla de empleadas del ministerio de salud, y junto a ellas, el Gendarme Staneo portaba su fusil de combate apuntando al frente. Staneo las custodiaba en su recorrido. Era su primera vez en las barriadas rosarinas desde que tomó el servicio.

De niño el Gendarme Staneo era un muchachito temeroso. Víctima de cargadas por su timidez, lloraba de bronca en su pieza al volver de la escuela. Más tarde, inseguro entre sus pares adolescentes, se debatía sobre su futuro laboral. Tavito, acá en este desierto, si no te hacés milico te hacés falopero, le dijo su amigo Hernán mientras le convidaba una seca de porro que Gustavo rechazó. Al finalizar la secundaria, Gustavo Staneo partió en tren desde su Villa La Rica natal hacia Buenos Aires para hacer el curso en la escuela de oficiales de Gendarmería. Ni bien completó su formación lo mandaron para acá, para Rosario. Su pisada se siente fuerte en la marcha de sus borceguíes pero lo que transportan esos pies es débil. Dice el dicho que “el miedo no es zonzo”, pero el hombre sí lo es. Un fusil cargado y sin seguro puesto, es un fusil que se dispara.

Y el Luco recibió ese impacto que le mordió debajo de la tetilla derecha y le hizo soltar el porro y el arma. Dos costillas pulverizadas y una porción de su pulmón desintegrado al instante. El Luco se mantuvo de pie unos segundos. Sangrando por la herida y apretando los dientes mientras resoplaba saliva espumosa. Caminó despacito, dando a penas unos pasos. Siento el arrastre de sus pies descalzos. Al llegar a la mitad de la calle se desplomó boca arriba sobre el asfalto caliente que le quemó la espalda. Pero el dolor se convirtió en algo inexplicable mientras la sangre del Luco fue ganando terreno. La Nutria se arrodilló junto al cuerpo del Luco aún con vida. Se sienten sus huesudas rodillas firmes en el suelo. A su lado el balde lleno de sangría. La Nutria le corrió el pelo de la frente al Luco que no paraba de pestañar y escupir sangre. Dale, Nutria. Dame, le suspiró el Luco. La Nutria hundió sus manos en el balde y luego refrescó con vino el rostro del Luco. Le sopló la cara para sacarle el miedo. Luego formó un cuenco con las manos, volvió a hundirlas en el balde y cargó un poco de sangría para volcarla en la boca del Luco. El vino se mezcló con la sangre negra que emergía desde la garganta. Parecía que intentaba saborear mientras se iba asfixiando, pero en su mirada ya no habitaba ningún tipo de emoción. La Nutria se persignó con una mano apoyada en el pecho del Luco. Lo despidió sin demostrar dolor.

 

4.

Ya está, ya pasó. Arriba, Roli. ¡No, esperá!, ¡no te levantés!, te saltan por encima el Muerte y Thinner que corren para unirse a la muchedumbre que se abalanza sobre el Gendarme Staneo. Ahora sí, te sacudís la ropa y el cagazo. Por acá no hay nada más para ver, Roli. Solo una anécdota para los amigos en el asado del domingo. Levantás tu bici, la montás con rapidez, le enderezás el manubrio y seguís viaje. No mirés para atrás, Roli. Sos porfiado. ¡No mirés para atrás te digo!

Los ojos del Luco miran el cielo sin ver. El porro tirado en la vereda sigue humeando. El revólver ha desaparecido. En alguna de las casas suena “Knockin’ on Heaven’s Door” en una versión de cumbia santafesina. Desde abajo, bien debajo de ellos y de ustedes, miro el sol que se tiñe de un tono violáceo, y de golpe ahora es un sol rojo. A simple vista puedo decirles que la herida es muy grave. Ya no tiene posibilidad de cicatrizarse. Nos precipitamos sin frenos hacia la descomposición, para que en unas horas, mejor dicho, para que mañana cuando nuevamente el sol esté quemando ahí arriba, y la Nutria tenga su balde lleno de sangría, vuelva todo a comenzar, pero esta vez, las niñas que estarán menos asustadas que hoy, buscarán refugio en su salón de clases, apretando crucifijos y bajo las luces parpadeantes de unos tubos fluorescentes.

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