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El que le cambió el rostro al mundo

Por: Rubén Alejandro Fraga

Un día como hoy, pero hace 79 años, murió el hombre que le cambió el rostro a la humanidad: el estadounidense King Camp Gillette, quien ideó la primera hojita de afeitar que terminó con la incomodidad y el riesgo de realizar esa faena diaria con una afilada navaja.

Gillette había nacido en Fond du Lac, Wisconsin, el viernes 5 de enero de 1855, en el seno de una familia de inventores. Siendo niño, su familia tuvo que mudarse a Chicago, donde perdieron todo lo que tenían en el gran incendio del 10 de octubre de 1871 –que redujo a cenizas unos 18.000 edificios–. Obligado por las circunstancias, el joven Gillette tuvo que salir a ganarse la vida como viajante, vendiendo productos novedosos y pensando en posibles inventos para seguir la tradición familiar. Mientras vendía un nuevo producto, unos tapones de botella revestidos de corcho, conoció a la persona que los había inventado, William Painter, quien le aportó una idea con la que daría un giro en su vida.

Gillette tenía 36 años cuando Painter le dio un consejo de oro; la clave de su fortuna y quizá de su inmortalidad. Lo que el empresario e inventor le dijo al joven fue bastante simple: “Si usted quiere ganar dinero en poco tiempo; debe inventar algo que cueste barato y se produzca en grandes cantidades. Un artículo que el consumidor use, tire y, satisfecho, vuelva a comprar; algo perfecto para un vendedor”.

El consejo de Painter prendió en Gillette. La cuestión era encontrar un producto común y de precio más común, que lo rescatara a la vez del mundo de lo común: algo barato y descartable. Con esa idea fija el viajante cruzó Estados Unidos de costa a costa, colocando toneladas de tapones de corcho y exprimiendo sus sesos en busca del artículo milagroso.

Gillette observaba el mundo que lo rodeaba con detenimiento, estudiaba las costumbres de los distintos pueblos norteamericanos que recorría, se informaba de los hábitos alimentarios, de sus vestimentas, de sus pasatiempos. Alguna carencia debía haber en ellos –pensaba–, que le inspirara la invención de su vida. Y fue justo el día en el que cumplía sus 40 años, cuando el dedo de la mágica inspiración le tocó la frente. Ocurrió sobre un vagón de ferrocarril en algún lugar del territorio norteamericano. Aquella mañana del sábado 5 de enero de 1895, Gillette hacía las piruetas de costumbre para afeitarse con su afilada navaja en el baño del tren y salir con la cara entera en medio del peligroso traqueteo. Entonces se dio cuenta de que la solución la había tenido todo el tiempo en la palma de la mano: la primera afeitadora práctica, de seguridad y de hoja descartable, era la llave de la fortuna.

Por entonces, afeitarse uno mismo era un asunto peligroso, con un riesgo inminente de cortarse –¡mucho más sobre un tren en movimiento!– y había que afilar continuamente las peligrosas navajas. Para evitar eso, la opción era visitar asiduamente al barbero. En ese marco, a Gillette se le ocurrió diseñar una rasuradora totalmente novedosa, con una hoja segura, barata y desechable. De inmediato compró piezas de latón, cinta de acero de la que se utilizaba para los relojes, un pequeño torno de mano y una lima. Construyó una maquinita inicial, muy primitiva y trabajó en su perfeccionamiento durante seis largos años.

Gillette necesitaba fabricar una cuchilla barata de acero, dura y templada para poder darle una hoja afilada. No sabía nada de acero ni de ingeniería industrial, pero tenía confianza en poder desarrollar su producto, pese a que los expertos le aseguraban que era imposible fabricar una hojita tan delgada a un costo razonable. En 1901 un ingeniero del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), William Nickerson, dio con el material y la técnica apropiados. Nickerson –inventor de la bomba neumática y verdadero genio de la mecánica– diseñó las maquinarias necesarias para fabricar las afeitadoras, y sugirió hacer el mango lo bastante pesado para facilitar el ajuste de la cuchilla y la guarda de protección.

Después de mil y un experimentos, consiguieron determinar el tamaño, la forma y el grosor ideales, un proceso para fabricar el acero adecuado, un mango en forma de T que pudiera girar para usar los dos lados de la cuchilla y equipos para afilar el acero.

En tanto, King Camp contrató con las acerías la compra de acero laminado en espesores de desusada delgadez y negoció con banqueros la financiación de la empresa.

El 2 de diciembre de 1901, Gillette patentó la primera máquina de afeitar con hojita descartable y al año siguiente salieron a la venta las primeras unidades de lo que recibió el nombre de “Safety Razor”. La rudimentaria maquina, con tres hojitas descartables, se comercializaba a tres dólares

En un comienzo, con hojitas que lastimaban hasta las pieles menos sensibles, la pequeña compañía trabajó a pérdida y a fines de 1902 estaba sumamente endeudada. Pero Gillette contaba con el talento tecnológico de Nickerson y el financiero de John Joyce, nombrado administrador de la incipiente fábrica. Así, dos años después, se vendieron 90.000 rastrillos –como se denominaba a la maquinita por su forma– y 123.000 cuchillas desechables.

Perfeccionado, el invento se transformó en un nuevo tributo al descarte, símbolo de la sociedad de consumo. Estaba al alcance de todos y podía ser reemplazado fácilmente. A quienes no querían ser confundidos con la masa, la compañía Gillette les proporcionó maquinas de oro y plata macizas. Durante la Primera Guerra Mundial, el gobierno de EE.UU. compró la maquinita de Gillette para proveer a todas las fuerzas armadas. Los militares usaron tres millones y medio de rastrillos y 32 millones de hojitas. Toda esa generación se acostumbró a la nueva manera de rasurarse y las ventas del producto se dispararon. El rostro perfectamente afeitado del inventor se difundió en millones de paquetes y en decenas de millones de envoltorios de hojitas de afeitar.

Gillette se convirtió en millonario y se retiró de la dirección de la compañía en 1913, a los 58 años, aunque siguió siendo su presidente hasta 1931, un año antes de su muerte.

Sin embargo, era un inconformista. Es que King Camp Gillette era un socialista utópico, que soñaba con la creación de un sistema de cooperación universal, en el que no existiera el egoísmo. Imaginaba a 60 millones de estadounidenses viviendo en una gran metrópolis, servida por una sola gran empresa, de la que todos serían accionistas.

El fabricante de afeitadoras escribió varios libros, entre ellos La humanidad a la deriva, que dedicó a los seres humanos en general, “pues para todos la esperanza de que escapen de un ambiente de injusticia, pobreza y crimen es igualmente deseable”. De Gillette se dice que “nadie ha hecho tanto por cambiarle el rostro a la humanidad”, pero no precisamente porque hubiera logrado algo en el campo de la ingeniería social. Sus ideas convencieron a pocos, y la gran depresión de 1929 puso a su imperio económico al borde de la quiebra. Así, el inventor murió frustrado, el sábado 9 de julio de 1932, en Chicago, Illinois.

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