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El médico que renunció al Nobel por expresar lo que pensaba

Por Pablo Yurman.- Jerôme Lejeune fue un destacado científico francés que aportó a la Medicina sin apartarse de sus principios religiosos


sociedad-dentroLos famosos Premios Nobel que anualmente concitan el afán mediático en hacer foco en los elegidos para cada disciplina han ido perdiendo el prestigio que en épocas lejanas supieron conseguir. Aunque algunos aseguran que su origen tampoco es el más prístino, ya que obedeció a la voluntad testamentaria de Alfred Nobel, empresario minero sueco inventor de la dinamita, por el sentimiento de culpa que le sobrevino al ver que su sustancia se utilizaba también para hacer la guerra. Baste recordar que en 2009 se otorgó el Nobel de la Paz nada menos que al presidente de los Estados Unidos de América, la misma potencia que en Guantánamo tiene personas detenidas privadas de la garantía al debido proceso, y que hace meses planeaba una intervención militar unilateral en Siria. En 2003 se especulaba que le podrían conferir el mismo galardón al papa Juan Pablo II por su incansable prédica contra la invasión, también norteamericana, a Irak, pero dicha entrega no se concretó. Algunos decían entonces “qué pena, Juan Pablo II se ha perdido el Premio Nobel”, dando a entender que la distinción prestigiaba al pontífice, cuando en realidad es perfectamente a la inversa, en todo caso es el papa quien prestigia al Nobel.

El 3 de abril de 1994 moría en París, Francia, un médico genetista que, debido a su decidido posicionamiento en contra de la legalización del aborto, fue excluido del “panteón de los próceres” y, naturalmente, vería cerradas las puertas al ansiado Nobel de Medicina. Se trata de Jerôme Lejeune quien, según palabras de Juan Pablo II, fue “signo de contradicción para nuestro tiempo”. Hombre de fe, hombre de corazón, pero también gran médico y gran científico. Descubridor de numerosas enfermedades de origen genético, de las que la trisomía 21 es la más conocida, fue un ardiente defensor de la vida y de la dignidad de los que él llamaba “los heridos de la inteligencia” y a los que consagró toda su inteligencia y labor científica.

Según cuenta su propia hija, Clara Lejeune, debido a los descubrimientos llevados a cabo por su padre, se creó para él la primera cátedra de genética fundamental de toda Francia, de la cual fue titular, en la Universidad de la Sorbona, a la edad de 38 años. Pero sus hallazgos fueron más allá y a él se debe que la sociedad ya no discrimine a los niños down ni consienta en llamarles despectivamente “mogólicos” por sus rasgos exteriores, sabiéndose gracias a su descubrimiento que no es una enfermedad contagiosa, como masivamente se pensaba hasta hace unas décadas.

Por otra parte, fue pionero al afirmar que “el autismo no es una enfermedad psiquiátrica debido a un mal comportamiento de la madre, sino que probablemente tiene también una causa orgánica”.

También es precursor en comprender el papel esencial del ácido fólico en el desarrollo de los niños” (Del libro Dr. Lejeune, el amor a la vida).

Aunque no ocultaba su fe católica y los fundamentos morales de la misma como causa última de su posición ética, siempre empleó argumentos racionales, basados en la ciencia médica. Llevó la defensa de la vida del niño no nacido a la ONU, como experto en genética humana, cuando vio que su propio descubrimiento podría abrir las puertas a la legalización del aborto con fines eugenésicos, es decir, eliminar la vida de quienes “venían fallados”. Allí afirmó en una conferencia en los años 70, en referencia a los fines de la Organización Mundial de la Salud: “He aquí una institución para la salud que se ha transformado en una institución para la muerte”. Esa tarde escribió a su mujer y su hija diciendo: “Hoy me he jugado el premio Nobel”. Es posible que Lejeune fuera condenado al ostracismo por haber sido uno de los primeros en dar la voz de alarma en cuanto a que los organismos internacionales surgidos a fines de la Segunda Guerra Mundial, guiados inicialmente por nobles objetivos, viraban sigilosamente desvirtuando esos objetivos mundiales de la mano de una burocracia apátrida al servicio de fines inconfesables.

 Sabiduría vs. ideología berreta

Su hija recuerda que a su padre se lo colmó de honores por sus méritos científicos y académicos hasta que tomó clara posición en contra del aborto, acotando que “por supuesto, todos tenemos derecho a tener nuestras propias convicciones, pero no tenemos derecho a decirlas alto y fuerte. Parece que es un crimen de lesa tolerancia. Si no piensas como los que elaboran el prêt-à-porter del bien pensar, eres culpable”.

A la muerte de Lejeune, Francia debatía sobre el estatuto del embrión humano, en cuya defensa el galeno había militado incansablemente en lo que sería su última batalla. En base a sus conocimientos sostenía que desde el primer instante de la fusión de un óvulo y un espermatozoide existe una realidad personal única, irrepetible y distinta de sus progenitores que no puede ser considerada despreciativamente como un simple “montón de células”. Al día siguiente de su muerte el diario Le Monde publicaba una solicitada firmada por 3.000 médicos que manifestaban que el embrión humano es persona desde el momento de la concepción y como tal merece protección legal.

Tal claridad conceptual con fundamento en argumentos racionales y comprobaciones empíricas sobre la realidad del embrión, de la que Lejeune fue fiel exponente, habría que recordársela al senador Miguel Ángel Pichetto y al diputado Ricardo Gil Lavedra que, demostrando que en temas que hacen a la dignidad humana en el siglo XXI los viejos rótulos partidarios nada significan, no se privaron de quedar en ridículo ante la sociedad en el debate parlamentario por la reforma al Código Civil cuando se discutía la redacción final del artículo19 referido al comienzo de la vida humana.

El primero de ellos, creyéndose una suerte de Voltaire criollo, no aportó un solo argumento de índole científico limitándose a la descalificación. El segundo, pretendiendo ningunear al ser humano en su etapa más frágil de desarrollo tratándolo despectivamente como “simple montón de células”.

Sus “honorabilidades” no pueden soportar, merced a un ideologismo atávico, que sean médicos y científicos como Lejeune y no sólo los textos sagrados los que demuestren, de modo irrefutable, que un embrión humano no es una persona en potencia, un proyecto o esperanza a futuro, sino en acto, real y tangible, y que no se diferencia antológicamente de cualquier otra persona, por lo que merece toda la protección de las leyes. Entre semejantes “representantes” y el médico que renunció al Premio Nobel, me quedo con Lejeune.

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