Espectáculos

Desangelados y disfuncionales

“Chau papá”, de Alberto Adellach, con dirección de Manuel Vicente y producción del Teatro Cervantes, llenó tres funciones en La Comedia. Un elenco de incontrastable talento lleva el grotesco a límites insospechados.


Una especie de antropofagia típicamente argentina, esa que devora todo y a todos los que encuentra a su paso, adquiere relevancia en la obra dramática de Alberto Adellach, quien en sus personajes pareciera encerrar todo aquello que el argentino medio no quiere ver ni de sí mismo, ni de su entorno ni de su realidad.
Chau papá, escrita por Adellach en 1971, apenas unos años antes de su triste exilio en 1976, que lo alejaría para siempre del país hasta su muerte acontecida 20 años más tarde, pasó el fin de semana con tres funciones (viernes, sábado y domingo) a sala llena por La Comedia. Con producción del Teatro Nacional Cervantes, luces de Gonzalo Córdova y vestuario y escenografía de Mariana Tirantte, bajo la dirección de Manuel Vicente y con las actuaciones de Roberto Carnaghi, Graciela Stefani, Fabián Arenillas, Pablo De Nito, Julio Marticorena, Verónica Piaggio y Julián Vilar, la pieza, que relata los oscuros y siniestros entretelones que se tejen en torno a la muerte de un padre de familia, deja abierto el relato para encontrar en sus intersticios una feroz crítica al sistema imperante por aquellos años.
En medio de la proscripción de 18 años del peronismo (lo estaría hasta las elecciones de 1973), y durante el auge de la dictadura de Lanusse, Adellach posa ingeniosamente a sus personajes a instancias de la atroz opacidad de una familia de clase media, con hijos cuya enorme inseguridad son el resultado de la desastrosa construcción de los vínculos que han podido entablar.
Los dos hijos que se quedaron en el hogar, Susana y Norberto (Piaggio y De Nito), “defectuosos” en su modo de entender quiénes son y qué cosas los unen, ven en el momento de la partida del padre cómo los supuestos parientes (supuestos aliados) se convierten en reales enemigos: Mario (Fabián Arenillas), el que se fue y es “normal”, y una disparatada pareja de tíos, él (Roberto Carnaghi), hermano del muerto, un fascista recalcitrante que, entre dientes, va desnudando y balbuceando quién es y quién fue su hermano, y ella (Graciela Stefani), una señora de clase pudiente venida a menos, que toma como objeto de deseo a su sobrino tonto, en medio de un ominoso desastre, como su propia esencia, que busca ocultar apelando al rol de señora bien con tapado y lentes oscuros.
La obra se cimienta en las actuaciones: un elenco de incontrastable talento se carga al hombro el enorme desafío de llevar el registro grotesco pero realista que impera en la obra a límites insospechados, incluso, corriendo todo el tiempo el riesgo de caer en los excesos.
El asesoramiento en dramaturgia escénica del talentoso Andrés Binetti parece haber sumado contemporaneidad a la puesta, que el también actor Manuel Vicente construye desde lo aparatoso que pueden resultar los estereotipos del grotesco, donde si bien la exageración es un signo lo es también la austeridad en los momentos en los que el texto pide silencios.
Todos tan desangelados, todos tan hipócritas, todos tan atrozmente individualistas, sirven, además, para traer al presente a uno de los grandes dramaturgos argentinos, que entendió ya en los 60, y en medio del auge del realismo social, que la disfuncionalidad familiar no es una lógica creada a partir de la deconstrucción de la familia sino que, por el contrario, lo disfuncional es intrínseco a su propia lógica constructiva.

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