Ciudad

Trabajo Social

Derechos en disputa: ¿Quiénes merecen ser socialmente incluidos?

La pandemia vuelve a desnudar una vieja realidad, resignificada a la luz de las nuevas medidas sanitarias. Lo que está en disputa es el derecho a la vivienda, el derecho a desarrollar la propia habitabilidad, el espacio familiar, a construir un hogar


Lic. en Trabajo Social Ana Amoros/ Colegio de Profesionales de Trabajo Social 2da circunscripción.

En los últimos meses dos noticias me sacudieron, por tratarse de un barrio con el que me vinculé a partir de mi trabajo profesional. El barrio es La Cariñosa, ubicado en la zona de Avellaneda y Circunvalación. La primera noticia trataba sobre las dificultades para mantener las medidas de higiene necesarias en contexto de pandemia en un barrio en donde gran parte de los vecinos no tiene acceso al agua en la casa. La segunda, sobre una orden de desalojo. En realidad, nada nuevo, nada que no supiera: una realidad de exclusión y falta de acceso a servicios básicos. El reclamo que subyace, que ha sido una demanda silenciosa durante años, emparentada con la situación de tantos otros barrios, en definitiva, tiene que ver con el derecho a la vivienda de personas en situación de extrema vulnerabilidad.

Los vecinos se han organizado junto a varios comedores del barrio, incluido Mi Refugio, comedor y cooperativa de cartoneros que tuve la suerte de conocer y que realiza un trabajo de visibilización de la función que los recicladores urbanos cumplen, a la vez que realiza un trabajo de fuerte inscripción simbólica respecto de la dignidad contenida en dicha actividad laboral.

La problemática de hábitat e infraestructura del barrio implica que los vecinos viven en casas sin acceso al gas natural, a cloacas, toman la luz por conexiones clandestinas y parte del barrio ni siquiera tiene luz. Y más grave aún, aquella que da lugar a la noticia periodística:  gran parte de los vecinos no tienen agua en sus viviendas. La toman de una manguera en el patio, o comparten una canilla con toda la cuadra. Eso significa no tener agua en la cocina, no tener agua en el baño, tener que calentarla en una olla para bañarse en invierno, o directamente bañarse con agua fría. Implica que, si no alcanzó el dinero para la garrafa, hay que arreglarse con leña. Además, las viviendas suelen estar construidas con materiales de muy baja calidad: madera o chapa, y suelen ser compartidas por varias personas, con obvias consecuencias de hacinamiento.   

Las historias de vida con las que me encontré allí fueron contadas en primera persona y en singular. Sin embargo, todas compartían aristas comunes, en todos los casos surgen ciertas regularidades en cuanto a determinaciones sociales, que componen una historia individual que se configura como exponente de una situación social colectivamente compartida.

Todas estaban caracterizadas por tratarse de una trayectoria de vida sumida en la  pobreza, con necesidades básicas insatisfecha tanto durante la infancia como en la vida adulta, una situación habitacional precaria e inestable, signada por la falta de infraestructura básica y el hacinamiento de los miembros de la familia; una trayectoria de vida marcada por la privación económica, la incertidumbre respecto de la satisfacción de necesidades elementales, la violencia, la intermitencia o deserción escolar, la incorporación al trabajo desde la infancia y la inscripción laboral a lo largo de la vida en actividades sumamente precarias e inestables, principalmente el reciclado urbano (cirujeo), o el trabajo tipo changas en jardinería, albañilería, etc.  

Por empezar, podemos situar varios derechos lesionados en estas historias, y que son reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en el Pacto de San Salvador, y en la carta de la OEA, todos ratificados por nuestro país. Citar los artículos sería tedioso, pero en definitiva están relacionados con el derecho a la seguridad social, al trabajo, a la protección contra el desempleo, a la existencia conforme a la dignidad humana, a un nivel de vida adecuado, a la salud, bienestar, alimentación y nutrición, al vestido, a la vivienda, a la educación, a la protección en la infancia, adolescencia y protección familiar, a servicios públicos básicos.

Lo que subyace es que la función que cabe al Estado respecto de la garantía de los Derechos Humanos que ese mismo Estado reconoce, no puede ceñirse a la no injerencia en la vida de los particulares, a abstenerse de violarlos. Las desigualdades que acompañan al sistema capitalista de producción y que en nuestro contexto latinoamericano se expresan en una polarización social importante, tienen efectos directos en las posibilidades de satisfacción de necesidades y de desarrollo de las personas. Partiendo de la constatación de que la igualdad formal no se condice con la desigualdad material, en desmedro de ciertos sectores sociales, serán necesarias acciones concretas a cargo del Estado, plasmadas en políticas públicas, que posibiliten un piso de ciudadanía y permitan a las poblaciones vulnerables tener acceso a un nivel de vida digno y compatible con el desarrollo socialmente alcanzado. 

Para llegar a esta conclusión es necesario retirar del individuo la responsabilidad por su situación de pobreza, desempleo, analfabetismo. Y para ello es necesario comprender que los procesos que arrojan a vastos sectores poblacionales a esta situación son social e históricamente determinados.

El proceso de desestructuración /reestructuración social que significó la consolidación de una sociedad excluyente, como la caracteriza Maristella Svampa, que sella un destino de pobreza, marginalidad y exclusión social para parte de la población de nuestro país se inicia con la dictadura militar del ´76, se profundiza con la hiperinflación del ´89 y se consolida a través de la implementación de políticas de fuerte corte neoliberal de los ´90. A través de todo este período, comienza una etapa de fuerte concentración de los grupos económico, polarización social, pauperización de estratos de clase media y popular, aumento de la desigualdad de ingresos, flexibilización laboral y desregulación salarial, desocupación como problemática estructural del funcionamiento de la economía, crecimiento de la pobreza y el aumento de la precariedad laboral, privatizaciones, deserción del Estado y vaciamiento de las instituciones públicas, sumado a la contracción de una enorme deuda externa. 

Si bien el ciclo inaugurado con los gobiernos kirchneristas, significó la reinscripción y ampliación de algunos derechos (la AUH y la expansión de las jubilaciones han sido dos políticas con fuerte impacto positivo en la cotidianeidad de poblaciones postergadas) y la reinvención de la intervención estatal, unido a un crecimiento económico que posibilitó la disminución de la tasa de desocupación (principalmente hasta 2008), no significó una redistribución de la riqueza, ni logró una transformación de la estructura social configurada a partir de la última dictadura militar. Los sectores sociales que pertenecen a los núcleos de pobreza persistente no han asistido a una mejora sustancial de sus condiciones de vida ni una inserción laboral que les permita salir de esta situación. La reactivación económica no logró revertir los años de desindustrialización neoliberal. Pese a la baja en el índice de desocupación, persiste una proporción importante de población asalariada debajo de la línea de pobreza. 

Para gran parte de los excluidos, los ingresos que reciben en concepto de AUH o a través de los planes sociales, son los únicos ingresos estables y ciertos en un contexto de inscripción laboral y económica de absoluta incertidumbre respecto del ingreso económico y la satisfacción de necesidades que se inscriben en el orden de la supervivencia. Frente a la incertidumbre profunda del día a día, estos ingresos otorgan un margen de previsibilidad, aunque insuficiente.

Si tenemos en cuenta que las protecciones sociales se han ligado históricamente al trabajo formal, podemos dimensionar la situación de desamparo de gran parte de la ciudadanía relacionada con la enorme proporción de la economía ligada al trabajo desregulado, informal y precarizado, destituido de los derechos laborales del trabajo formal, y que afecta a sectores medios y populares. Esta desestructuración de la seguridad social, adquiere ribetes trágicos para las poblaciones excluidas, donde la incertidumbre y la falta de seguridades sociales se expande a la existencia diaria y amenaza, agazapada, ante el más mínimo imprevisto. El cirujeo del día, sirve para la comida de hoy. El más mínimo imprevisto se conforma por situaciones tan cotidianas e intrascendentes como una lluvia, que embarra y empantana la calle, y dificulta sacar el carro, encontrar el cartón seco, hacer la changuita.

La pandemia vuelve a desnudar una vieja realidad, resignificada a la luz de las nuevas medidas sanitarias. Lo que está en disputa es el derecho a la vivienda, el derecho a desarrollar la propia habitabilidad, el espacio familiar, a construir un hogar. Ni hablar de la brecha insalvable a una vivienda digna, una que tenga agua en el baño, ducha caliente para el invierno, gas para el mate cocido, el almuerzo y la cena, un techo, que no se vuele con la tormenta, ni gotee con cada lluvia, una vivienda estable en donde no se corra el riesgo de ser desalojado. Y también que el ejercicio de ese derecho no quede librado a la mano invisible, aplastante y subyugadora del mercado. Porque allí deja de ser un derecho, para todos aquellos que no disponen de dinero para comprarlo, porque allí el derecho se convierte en un bien de cambio económico. Lo que está en juego es la definición de quiénes son titulares de derechos y miembros plenos de la ciudadanía. Es decir, quienes merecen ser incluidos en la sociedad. 

Foto: gentileza de Susana Arriola

Comentarios